No suelo tener insomnio pero desde hace unos días me cuesta conciliar el sueño, y eso que me levanto muy pronto por las mañanas. Me acuesto, me tapo con la manta y dejo que la luz de la luna entre a través de las cortinas. A los pocos minutos mi gato sube a la cama y se aposenta junto a mis piernas. Ya me lo dijeron pero no hice caso. Si un día dejas que se suba a la cama, estás perdida. Pues estoy perdida, y tan a gusto.
Me persigue desde hace unos días una imagen dolorosa, una imagen que me duele como una espina clavada, como un desgarro. Hay muchas más, sí, y tal vez peores, pero a veces el alma se rompe de repente, cuando la imaginación, que es muy perversa, pone en su lugar a cualquiera de tus hijos. Entonces piensas que no hay derecho, que es insoportable, doloroso, vergonzoso, asqueroso. Piensas que esta Europa nuestra es vieja, insolidaria, sospechosa, casposa. Se han cometido en ella tantas atrocidades que tiene la piel curtida y por ella resbalan el dolor, las lágrimas y la rabia de los refugiados. Me cuesta pensar que tantos horrores están sucediendo ahora mismo, mientras me tapo con la manta, estiro los pies y acaricio la cabeza del minino. Y me siento tan afortunada que llego a sentirme mal.
Un compañero bloguero, Francisco Espada, ha escrito en su blog un texto espléndido. En el habla de un nuevo holocausto, un holocausto inesperado que nos devuelve a la retina crueles imágenes que pensamos que nunca más veríamos. Un holocausto del que todo el mundo pasa porque las fronteras, y el dinero, son ya más importantes que las personas. Una tragedia de consecuencias imprevisibles que azota, e intenta despertar, las conciencias del primer llamado mundo, un mundo sin alma que no hace sino mirar su propio ombligo. Pero sin resultados.
Mientras mi cabeza da vueltas y vueltas, mi gato me observa desde sus ojos verdes, como preguntándome por qué no puedo dormir. No sabe hasta que punto él es también un privilegiado.
Se duerme mucho antes que yo.
Se duerme mucho antes que yo.