Siete de la mañana. Aun es de noche.
La alarma del maldito móvil me despierta con un sobresalto. Me incorporo en la cama a duras penas. ¿Por qué sólo encuentro una zapatilla? Me levanto mientras intento abrir los ojos del todo. Pierdo el equilibrio y me golpeo contra la puerta del armario. Mal empezamos - pienso-. Recorro el pasillo con la misma lentitud que una vieja tortuga. Ya en el cuarto de baño descubro, entre múltiples legañas, que una extraña con los pelos de punta me observa desde el espejo. No puedo ser yo esa bruja piruja. Llevo los pliegues de la almohada marcados en la mejilla y el sueño pegado a los párpados. Un nuevo día, un amanecer... - canturreo por lo bajini para darme ánimos. Pero los ánimos llegarán con el primer y único café del día. Parece que ya va amaneciendo.
Siete de la mañana. Aún es de noche. Un grito recorre la oscuridad de la casa como un relámpago perdido.
-¡Mamáaaaa!
Abro los ojos. Salto de la cama cual ágil gacela. Corro descalza por el pasillo a la velocidad de un galgo, sin encontrar obstáculo alguno en mi camino. Mi hija vomita en el inodoro. Probablemente, el gofre del Mercadona al que le invitaron las amigas le ha sentado como un tiro. Le recojo el pelo, le sujeto la frente, la tranquilizo. No tengo ni pizca de sueño. Los ojos abiertos como platos. Los reflejos al cien por cien. Cuando acaba, me siento con el ella en el sofá. Más allá de la ventana aún reina la noche.
- No vayas a primera hora -le digo-.
- Tengo historia.
"Como si tuvieras chino mandarín"- pienso pero me callo.
- No vayas a primera hora - vuelvo a repetir.
Pero ella se ha quedado dormida, enroscada a mí como un dulce cachorro de oso panda. Amanece por fin entre nubes azulonas y grises a través de las cuales el sol intenta abrirse paso. Lo cierto es que ya no recuerdo aquel tiempo en el que aún no era madre.