No había llovido durante los últimos meses, pero aquella noche el cielo había sido generoso y el agua había caído a cántaros. Los dos niños se habían sentado junto a su abuelo que dormía relajadamente en su viejo sillón de mimbre.
-Abuelo -dijo el menor de los dos tirándole de la manga-, el río viene con crecida.
-Eso es estupendo -contestó el abuelo mientras se despertaba del todo-. Hacía tiempo que no venía riada.
-Abuelo, ¿tu de pequeño ibas al río cuando traía agua?
El abuelo buscó mejor acomodo en el sillón y se desperezó. Estaba claro que no podía seguir dormitando.
- Pues claro -dijo-. Siempre ha sido una novedad que el río traiga agua.
El hermano pequeño le miró con curiosidad desde sus ojos grises.
- ¿Y que hacías para ir al río?
El abuelo le miró atónito.
-¿Y que iba a hacer? Buscaba a los amigos y nos íbamos con las bicis, igual que hacéis vosotros.
Se quedó un instante en silencio.
-Bueno, igual que vosotros no -rectificó-. Nosotros íbamos sin casco, sin rodilleras, sin frenos e incluso algunos, sin pedales.
El hermano pequeño puso cara de terror.
-¿Y eso no era peligroso, abuelo?
El hombre se encogió de hombros.
-Bueno ¿y qué te podías hacer, una rozadura, un corte? Un poco de mercromina y otra vez a jugar.
La mercromina lo curaba todo, supongo. En las heridas se formaba una costra que, al caerse, te dejaba la piel rosa como la de un bebé... Pero ¿cuál es el problemas chavales?
- Queremos ir al río y meter los pies en el agua, y tirar piedras...
-Pues venga ¿a que esperáis?
-No nos dejan y además como llevamos esto... - afirmó al tiempo que se señalaba el brazo-.
El abuelo bajó la voz.
-Tengo una idea pero es un poco arriesgada de poner en práctica
-¿Qué idea?
El abuelo negó con la cabeza.
-No he dicho nada. Olvidadlo.
-Por favor -rogó el mas pequeño-.
El hombre cerró los ojos abrazados de profundas arrugas. Recordó los campos sembrados de vid, su bici, una Orbea de color verde heredada de tres hermanos, el agua del río turbulenta y fría, los gritos de sus amigos chapoteando aquí y allá, el día en el que Josemarieta se dio un resbalón en el lodo y se abrió una ceja...
- Abuelo, dinos tu idea.
El abuelo les miró primero uno y después al otro. Había tanta ilusión en aquellas miradas inocentes.
-Venid aquí -dijo bajando la voz-, pero como digáis algo de esto os corto las orejas.
Los tres se hicieron una piña y durante unos minutos solo pudieron escucharse susurros y risas nerviosas.
Media hora después los dos hermanos cogían el camino del río montados sobre sus bicis. A derecha e izquierda del camino crecía el trigo amarillo, vacilante con las ráfagas de viento.
Llevaban puestos sus cascos reglamentario, las luces de posición, los chalecos reflectantes. El riesgo era una palabra borrada del diccionario.
-Ahí hay una caseta, vamos -ordenó el hermano mayor-. ¿Tienes miedo?
-No -contestó el pequeño-, pero su voz trémula delataba que mentía.
Se quitaron las mochilas y las dejaron en el suelo. Sus miradas brillaban como si tuvieran fiebre.
-¿Dónde esta el tuyo?
- En el brazo.
- El mío también.
- Toma, ponte agua oxigenada. Será un momento.
- La sangre me marea.
- Pues no mires.
El hermano mayor sacó la navaja de la mochila e hizo una pequeña incisión en el brazo de su hermano. Este apenas pronunció un uy ahogado por el pudor.
- ¿Te he hecho daño?
- Da lo mismo. Vale la pena.
El hermano mayor se hizo a sí mismo otra incisión en el antebrazo. Después, se miraron satisfechos.
- ¿Vamos al río?
- Vamos.
El abuelo se había quedado dormido en el sillón de mimbre, medio al sol, medio a la sombra. La tarde era plácida, suave como las alas de una mariposa, placidez que quedó destrozada cuando ella, su hija, se plantó frente a él.
- ¿Has visto a los niños?
- Por ahí iban.
- Te he visto hablando con ellos a través de la ventana. ¿Qué tramaban?
- Nada, que yo sepa.
La mujer andaba nerviosa de un lado para otro.
- Los localizadores no responden. Es como si no los llevaran puestos.
- Como no los van a llevar puestos -repuso el anciano-, si los llevan bajo la piel, como los perros.
- No hables así. Es por su seguridad.
- No te preocupes tanto, hija. Volverán pronto.
La mirada de ella fue de fuego.
- Estoy segura de que has tenido algo que ver con esto.
Tiraron las bicicletas sobre un ribazo y se quitaron los zapatos y los calcetines. Sus ojos brillaban como esmeraldas al mediodía. Chapotearon, lanzaron piedras al agua, se pusieron de barro hasta las orejas. Jugaron con la tierra, lucharon con cañas de bambú, treparon a los árboles, escalaron muros, robaron peras limoneras. Nunca habían disfrutado tanto.
El atardecer cayó de repente, como el telón de un teatro. Entre nubes rojizas y anaranjadas, el sol se fue a iluminar otras realidades. Los dos montaron sobre sus bicis y regresaron a casa. Pedaleaban en silencio. Sabían que la bronca caería sin remedio. Habían desafiado las normas en un mundo en que éstas habían triunfado sobre la vida. La libertad tenía sus riesgos y los riesgos eran sencillamente indeseables.
Su madre los esperaba en la puerta de la casa con el gesto torcido y los brazos cruzados bajo el pecho.
- ¿Dónde estabais?
- En el río - dijo el más pequeño de los hermanos-.
- ¿Y vuestros localizadores?
El hermano mayor miró el sillón de mimbre vacío.
- ¿Y el abuelo? - preguntó a su vez-.
- Contéstame.
- Contéstame tu.
- Serás...
- Lo habéis devuelto a la residencia ¿no?
La voz de la madre sonó nerviosa.
- Eso son cosas de las personas mayores.
El hermano mayor se adelantó. Tenía la cara roja de rabia.
- Hemos estado en el río, mamá, nos hemos manchado de barro, hemos tirado piedras, nos hemos cortado con una caña, hemos robado peras...
- ¡Callad de una vez y pasad dentro!
- ¿Y el abuelo?
La mujer adelantó la barbilla y apretó las uñas sobre sus propios brazos cruzados.
- Está en la residencia. Ahora mismo es un peligro para vosotros. Ya lo entenderéis algún día.
La tarde caía rápidamente como una fruta madura. Las nubes rojizas se habían vuelto azulonas y grises. Los dos hermanos se montaron en sus bicis y pedalearon camino abajo. Hasta el anochecer, aún quedaba tiempo para jugar.