lunes, 19 de enero de 2015

Gotas de agua que el caer...




Supongo que sabréis - porque soy muy casina-, que hace un par de meses me rompí el peroné  de un batacazo histórico, y poco después mi lavadora pasó a una vida mejor- o peor-, en la que no hay ni pre-purgatorio ni centrifucielo. Esas dos circunstancias adversas unidas han convertido mi Navidad en un aburrimiento más cruel de lo que ya suele ser de por si. 
Pues bien, durante estos dos meses en lo que me he visto obligada a salir a la calle -lo justo y necesario-, en silla de ruedas, hay vecinos que ni siquiera se han dignado a preguntar: ¿Qué te ha pasado? ¿Te has vuelto inválida de repente? Ni una palabra. Mutis por el foro. Una casi imperceptible mirada a hurtadillas, y nada de nada.  Y no están mudos ¿eh? que durante las juntas vecinales chillan más que los vecinos surrealistas de La que se avecina. 
Pero sigo contándoos. Ahora camino con una muleta, contraviniendo las sin duda bienintencionadas órdenes  del médico que me aconsejó sentarme en el sofá y poner la pata a buen recaudo. Eso -pensé yo-, y que la faena se haga sola. En fin, ni puto caso le he hecho. 
Me voy del tema. Hace unos días cuando bajaba en el ascensor con mi muletita en la mano y mi bolso en la otra, que parecía yo la Mary Popins, me topé con una de esas vecinas. Gorda como un oso panda y antipática como Putin, parecía dispuesta a hablarme. 
Mi corazón saltó de gozo, no porque tuviera ningún interés especial de hablar con la gorda, sino porque por fin uno de aquellos vecinos- tan nuevos como rancios-, iba a interesarse por mi estado de salud. 
- Perdona- me dijo la gorda-. Es que se me han manchado los cristales de la ventana ¿Tú has tendido la ropa bien escurrida? - dudó-.Igual es otra vecina...
Mi esperanza en el ser humano comenzó a desvanecerse como niebla baja con los rayos de sol. 
- No -le contesté-, soy yo. Tengo la lavadora rota y estoy lavando a mano.
- Pues podrías escurrirla mejor -dijo ella alzando la barbilla como un gato olisqueando una lata de atún.
"Y tu podrías adelgazar cuarenta kilos - estuve a punto de decirle-, pero mi exquisita y estúpida educación me lo impidió. 
- Es que como tengo que sostenerme con la muleta y tender con la otra mano -me excusé-, no puedo escurrir bien. 
- Ya. Yo pensaba que habían sido tus hijos. 
¿Mis hijos tendiendo la ropa? Estaba comenzando a marearme.
- Pues no - le dije un tanto irritada-. No han sido mis hijos sino yo. Y lamento haberte ensuciado los cristales. 
En aquel momento, en aquel preciso instante, comencé a perder la poca fe que aún tengo en la Humanidad. La intolerancia, la falta de solidaridad, la ausencia absoluta de empatía, se suele manifestar en esos pequeños detalles que te indican que si algún día, mientras  bajas la basura, te da un ictus/yuyu, la vecina gorda pasará por tu lado y te dirá que estás babeando el ascensor y, que si sobrevives, tendrás que limpiarlo. 
Es fácil solidarizarse con el que está a miles de kilómetros porque ese no te puede ensuciar los cristales o mancharte la alfombra. Lo verdaderamente difícil es ayudar a la vecina artrósica a subir la compra, prestarle un par de sillas al vecino que las necesita para el cumple de su hija, contestar ese watsapp que lleva dos días esperando respuesta, felicitar la Navidad a aquel  compañero de trabajo al que tiraron a la calle sin motivo alguno, darle me gusta a las fotos del viaje del hijo del sobrino de tu amiga, que ni te va ni te viene. 
Y para no cansaros, una anécdota: cuando me llevaban al hospital en ambulancia hice una foto con el móvil, la subí a Face y la acompañé de un texto que decía algo así como: Valencia vista desde la ambulancia que me lleva a la Fe. Esperé una cascada de preguntas del tipo de: ¿te ha atropellado un camión? ¿te has tirado por la ventana? Al cabo de unos minutos vi que tres personas le habían dado a "me gusta". Todavía me estoy preguntando qué es lo que les gustaba de todo aquello. No sé si es para llorar o para troncharte de la risa, caerte de la silla y romperte el otro pie. En fin, así es la vida. 

viernes, 9 de enero de 2015

El mensaje.

 
Cuando salió a la calle aquel segundo día de Navidad se quedó perpleja. Allí, sobre la acera humedecida por la escarcha de la noche, estaba escrita la frase con la que tanto había soñado. Con letras grandes, mayúsculas, pintadas en rojo, él había escrito por fin las palabras ansiadas, incubadas durante tanto tiempo allí donde el alma pierde su nombre. 
Sonrió. lo sabía. Lo había sabido desde hacía tiempo, pero no lo esperaba tan pronto. Sintió su corazón henchido de amor. La sangre escalando sus mejillas y dilatando cada poro de su piel. Fue consciente de que sus ojos brillaban hasta las lágrimas. Volvió a leer
Te quiero, Paula
¿Nos casamos?

Retrocedió sobre sus propios pasos como si hubiera visto al peor de sus enemigos. Entró precipitadamente en el portal y en el ascensor. Las manos le temblaban tanto que apenas acertó a darle al botón de su piso. Abrió con dificultad la puerta y la cerró de una patada. Tiró el bolso al suelo y corrió al teléfono. La voz de él sonó soñolienta. Ella advirtió entonces que todavía era muy pronto. 

- Que sí, Manuel - dijo con voz temblorosa-, que nos casamos.
Se produjo un instante de silencio, un silencio tenso sólo roto por la respiración agitada de Paula. 
- ¿Qué? - interrogó él con voz bronca-. ¿Te has vuelto loca?
Había creído saberlo desde hacía tiempo. Estaba convencida de que, más pronto o más tarde, escucharía o leería aquellas palabras. Lo que no sabía es que, desde hacía apenas dos meses, en el tercero vivía otra Paula.