Avanza por la calle Colon a buen paso. Tiene porte, figura, saber estar. Y lo sabe. Lleva zapatos de medio tacón porque le sobra altura. Cubre su cuerpo esbelto con un vestido y una chaqueta de lana roja y botonadura cruzada
Mira de reojo los escaparates de las pequeñas boutiques de lujo en las que se ofrecen toda suerte de artículos exquisitos que, pese a la crisis o por ella misma, siguen vendiéndose como palomitas a la puerta del cine.
Hace una tarde espléndida de otoño y las rosas de los cercanos parterres florecen con descarada belleza. Sin embargo, ella no aminora el paso. Es más que probable que tenga prisa.
- ¡Carla!
Escucha su nombre pero no se detiene. Mas aún, acelera el paso.
-¡Carla!- grita de nuevo la voz cantarina-.
La mujer, al fin, se para y se acerca a la tienda desde donde la llaman. Dos besos breves en la mejilla, miradas fugaces y mutuas.
- Cuánto tiempo, Carla- le dice la mujer observándola atentamente-.¿Es que te has ido de la zona?
-Si -responde Carla-. Ahora vivo a las afueras.
- Qué suerte. Seguro que tienes un buen jardín.
- Claro. Es muy tranquilo.
- Estoy segura. Pasa.
La tienda es pequeña pero está decorada con un gusto exquisito: dos lámparas de Tiffanys iluminan la estancia con luz amarilla y breve.
-Ven -dice cogiéndola del brazo con familiaridad-, tienes que ver este vestido.
-No tengo tiempo -se excusa Carla-.
-¿Cómo que no tienes tiempo? Una mujer de tu clase siempre tiene tiempo. Pruébatelo. Hazlo por mí ¿Sigues gastando una cuarenta?
Carla afirma con la cabeza y mira el reloj. No se atreve a decir que tiene prisa.
-¿Y tu marido, guapa? ¿Sigue en la misma empresa?
- Ahora está en la delegación de Londres.
- Oh, me dejas muerta -exclama la dependienta poniendo los ojos en blanco -. Hay unas tiendas en Londres...
El vestido es azul marino como sus ojos, con un detalle de pedrería bajo el pecho y una pequeña capa que nace en los hombros y se entrecruza en la espalda.
-Te sienta de maravilla. ¿Te lo reservo?
Carla sabe que debe ser cauta, tajante, demostrar tener tanta seguridad como la había demostrado en el pasado.
- No me lo reserves. Es precioso si, pero me gusta comprar los vestidos para eventos concretos y éste...
- Éste es para un fondo de armario de lujo, Carla - la interrumpe la dependienta-. Es una ocasión.
La mujer comienza a sentirse mareada.
- Lo siento, Adela - se disculpa-. De verdad que tengo prisa.
- Aún así - afirma Adela con una falsa sonrisa-. Te lo reservo durante una semana.
- Como quieras.
Sale de la tienda acalorada, como si hubiera hecho una larga carrera. La primavera surge incluso en los pequeños brotes que nacen entre las piedras de los viejos edificios. Carla acelera el paso mientras sonríe agachando la cabeza. "
Mi marido está en la sucursal de Londres", había dicho. Efectivamente, la Interpol lo había detenido cuando salía de su hotel en Londres y ahora veía pasar los días tras los barrotes de una vieja cárcel británica, hasta que fuera extraditado a España.
Cabrón- murmura en voz baja. La había dejado con lo puesto. El juzgado le embargó el espacioso piso de la calle Ciscar y ahora vive en una vieja portería de un edificio perdido en un barrio del extrarradio. Carla lanza su lacia melena hacia atrás como si quisiese así tirarse de encima los malos, infames recuerdos. Se introduce en la calle Pizarro y acelera aún más el paso. Pocos metros más allá, entra en un portal que, por su aspecto, parece de abolengo. El portero la mira con admiración.
- Hola Carla.
- Buenos días Antonio - contesta ella-.
Sube en el ascensor hasta el quinto piso. Llega tarde y sabe que Aurelio exige puntualidad, tanto que tiene un reloj en cada estancia de la casa. Le abre la doncella.
- Llegas tarde.
Carla no contesta. Entra en un pequeño cuarto, se cambia de ropa y sale rápidamente. En la puerta sigue esperándola la doncella con gesto hosco. Lleva una escoba en la mano.
- Toma - le dice mientras se la entrega-. Empieza por las habitaciones de los niños, y date aire que no tenemos todo el día.
El aire de otoño huele a lluvia.