lunes, 25 de agosto de 2014

El niño autista y su gata Mineta




En septiembre de 1768, recién estrenado el otoño, nació en Berna (Suiza), un niño al que llamaron Gottfried Mind. Siendo aún muy pequeño, sus padres se dieron cuenta de que aquel no era un niño normal. No hablaba, no se relacionaba con el mundo exterior y tenía enormes problemas con cualquier tipo de aprendizaje. Su padre, carpintero de profesión, se dio cuenta de su deficiencia y lo llevó a una Academia para niños pobres. Allí dijeron de él que era un niño muy débil, incapaz de llevar a cabo trabajos duros, pero que aun siendo una criatura extraña, estaba lleno de talento para el dibujo. 
Su padre recibía en su casa cada año a un pintor llamado Sigmund Henderberger, que se dedicaba a pasear los bellos paisajes de la región y plasmarlos en sus lienzos. Un día, los padres de Gottfriend, el pintor y él mismo estaban sentados a la puerta de la casa y Sigmund comenzó a hacer el retrato de un gato que rondaba en torno a ellos. El niño miró el dibujo y con su deficiente lenguaje dijo: "Eso no es gato". El pintor, divertido, le preguntó si él podía hacerlo mejor. El niño se fue a un rincón y dibujó al gato. El resultado fue tan sorprendente como espectacular. 
Gottfriend, introvertido, casi mudo, sin relación con el mundo exterior, comenzó a relacionarse con los gatos y a dibujarlos. Sus pinturas no tardaron en conocerse en toda Europa y llegó a decirse de él que era el Rafael de los gatos, en honor al maestro italiano del Renacimiento. Según dicen las crónicas del tiempo, nadie había sabido captar en un dibujo el carácter de los gatos como él. Recibía numerosas visitas que acababan comprando sus obras. Solía conversar con sus gatos -no hay que olvidar que era autista-, sobre todo con su gata favorita, de nombre Mineta, y no toleraba que nadie los molestase.  
Sin embargo, en 1809, las autoridades de Berna decretaron el exterminio de todos los gatos de la ciudad dado que algunos parecían tener síntomas de rabia. El resultado final fue ochocientos gatos eliminados. Este suceso dejó a Mind profundamente deprimido aunque, afortunadamente, se permitió que Mineta siguiera viviendo. El desastre gatuno no hizo sino reforzar sus ansias por el arte, llegando a realizar obras tan geniales que su fama creció tanto como la adquisición de sus obras. En 1814, con sólo 46 años, falleció, pero su obra ya era conocida en media Europa. El paso del tiempo no sólo ha aumentado el prestigio de los mismos sino también su valor.







lunes, 18 de agosto de 2014

El gato que está en el tejado...

no va a volver a casa si no estás...

Mi gata, la Pequeña, ha insistido en escribir esta historia, pero me he negado rotundamente. Esta historia es mía porque en ella me he jugado la vida y hay que tener en cuenta que yo sólo cuento con una, no con siete. 
El último día de julio de este verano seco y tórrido como esparto, cogí un tren en dirección a Valencia. En el pueblo de mis antepasados dejaba a mis hijos,  a mis gatos, y a dos felinos gigantes, de color negro y ojos amarillos que aun teniendo dueña, se nos habían acoplado como uno - dos- más, a la familia.  Al día siguiente me llegó la noticia a través del móvil: Tito ha desaparecido. Se fue anoche y no ha vuelto. Muchos no lo entenderán, pero la inquietud se apoderó de mí. Tito es un gato de ciudad, de piso, acostumbrado al ruido de los coches y al sonido de las ambulancias, pero en ningún caso adaptado a las correrías nocturnas, peleas y luchas territoriales a que están acostumbrados los gatos de pueblo. 
El primer día de agosto, un día de poniente insoportable, volví al pueblo. Tito no había regresado, así que comencé a expandir la noticia: 
- Heu vist al meu gat? S´ha perdut. 
Hubo respuestas para todos los gustos, incluso algunas que preferiría no recordar, y que denotan tan mal gusto como falta de sensibilidad. Pero el caso es que pasó la noche del viernes y Tito no volvió. El sábado por la mañana me levanté de la cama sabiendo que tenía una misión prioritaria y única: encontrar al gato. 
Bajo un sol vengativo e inclemente, salí del pueblo dejando atrás la Iglesia, y me recorrí el solitario polígono industrial. Sin darme cuenta, llegué hasta el pueblo vecino, Campo de Mirra.  Llamé al gato al principio con voz tímida, después a grito pelado,  pero la única respuesta fue un silencio dañino e inconsolable.
No podía rendirme. El calor no cedía sino que aumentaba y aquel pobre felino no podría soportar muchas más horas sin comer ni beber. Me recorrí otra zona del pueblo, y a la sombra de un coche encontré a uno de los gatos negros, no sé si se trataba de Pantera Uno  o de su hermano Olaf. Me agaché y le pregunté: 
- ¿Dónde está Tito? ¿Sabes dónde está Tito? 
No se si me entendió o si sólo estaba tratando de huir de mí, pero el caso es que me llevó calle abajo, junto al antiguo convento de las monjas. Y fue entonces, en ese preciso momento, cuando escuché un maullido desesperado, anhelante, atormentado.  "Es Tito" - pensé-, y eché a correr seguida de Pantera Uno o de Olaf, que no logro distinguirlos.  Efectivamente, frente a la pastelería, en una vieja casa cuyo tejado daba a una inestable terraza,  estaba mi gato, con la boca entreabierta, delgado sucio, aterrorizado. Volví a casa y llamé a mi hija, que, siguiendo con la tradición familiar, estaba escribiendo. Una vez ya en la casa, entramos a un patio destartalado en el que había una escalera de hierro que llegaba hasta la terraza, pero desde allí, no había forma de acceder al tejado.
- Tito, salta, salta de una vez - gritábamos-. 
Pero el gato tenía más miedo que pelos en el cuerpo y paseaba entre las tejas mientras abría la boca en un acto desesperado de aliviar el tremendo calor que probablemente sentía. Al final nos dimos cuenta: la última opción era buscar una escalera, subirla hasta la terraza, acceder al tejado, estirar del gato y hacer que éste saltase, tarea que sin duda no estaba exenta de riesgos. Nos costó pero lo conseguimos. El gato saltó de mis brazos al suelo de la terraza, y de ésta, dando trompicones y volteretas, cayó por las escaleras de hierro hasta el patio atiborrado de trastos y maleza. Una vez en la calle, corrió hacia casa como alma que lleva el diablo. Tito había vuelto de una aventura nocturna que pudo haberle costado la vida, y es que ya se dice que la curiosidad... puede matar al gato y, en este caso, a cuantos intentaron rescatarle. 

martes, 12 de agosto de 2014

lunes, 11 de agosto de 2014

Cae la tarde


Cae la tarde sobre la ciudad como una gonela anaranjada. Los dos hombres permanecen sentados uno junto a otro en un banco de piedra, observando el atardecer, escuchando el bullicio que se agita a su alrededor. Uno de ellos, de barba rizada y ancha complexión, se mira las sandalias. Brillan sus ojos. Está cansado.
- ¿En qué piensas? - pregunta el compañero-. 
- En la justicia, en la virtud, en la maldad del hombre.
 El otro hombre suspira.
-A la hora en la que el sol cae tras las colinas es mejor dejar descansar al espíritu, amigo. 
- Tienes razón, pero a veces pienso que mi discurso cae en saco roto, que las palabras se las lleva la brisa, que nunca nadie las escuchará con provecho. 
- No lo creas, lo que ocurre es que a veces dices cosas inconvenientes.
El hombre de barba rizada lo mira extrañado.
-¿Cómo qué? - pregunta-.
- Como cuando dijiste que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte. 
- Es lo que pienso realmente, y en un sistema como el nuestro, en una democracia, tenemos derecho a decir cuanto pensamos. 
- Quizás no hay democracia perfecta, quizás el ser humano nunca llegue a entenderse.  
El hombre de mirada brillante, se exalta. 
- Es posible, pero estoy convencido de que la civilización es la victoria de la persuasión sobre la fuerza. Esas son las bases. No puede haber otras.  
El amigo mira hacia el horizonte. La tarde cae como plomo por una escalinata. 
- ¿Volvemos a la Academia, Platón?
- Volvamos Aristóteles. Es ya tarde y no tardará en llegar la noche.