sábado, 31 de agosto de 2013

Vida y libertad para el Toro de la Vega


El segundo martes de septiembre se celebra en la localidad de Tordesillas uno de los "torneos" más salvajes de España. Me estoy refiriendo al Toro de la Vega, una cacería, una tortura en directo sólo apta para mentes enfermas y con un acusado nivel de sadismo. Es curioso que un país civilizado, como se supone que es el nuestro,  no  pueda  poner fin a espectáculos tan bárbaros, sangrientos, crueles, brutales, violentos, mezquinos, bárbaros, despìadados, incultos... Esperad ¿qué me dice el señor de la Real Academia? ¿Que no puedo poner tantos adjetivos seguidos? Venga ya, cuando la acción se lo merece yo pongo todos los adjetivos que sean capaces de soportar mis escasos pero admirados lectores. Así que, señor de la RAE, calladito estás más... calladito. En esta "fiesta". un toro es lanceado por centenares de hombres que lo persiguen por un bosquecillo polvoriento, hasta su muerte. Se me pone la carne de gallina sólo de escribirlo, porque no quiero imaginarlo. Barbarie, salvajada, ensañamiento, que dice muy poco a favor de las "personas" que participan en esta masacre.  ¿Cien hombres - o más-  armados con afiladas lanzas que clavan una y otra vez en el cuerpo malherido del toro,  o cien cobardes armados contra un toro? Todos los años se recogen miles de firmas en toda Europa para que se acabe con este brutal espectáculo y cada año se vuelve a repetir. ¿Qué país es éste  donde no se escucha el clamor del pueblo,  que no es capaz de acabar con un festejo que, a la mayoría de españoles, nos avergüenza hasta el límite? 
Y ese es el problema. Somos muchos ya los españoles que no nos reconocemos en las costumbres de este país. Somos muchos ya los españoles que nos avengonzamos de las costumbres "ancestrales" de esta España nuestra, entre las que también se encuentran, por cierto, ahorcar galgos cuando acaba la temporada de caza.  Y eso es peligroso porque, llegado el día, nos dará vergüenza decir abiertamente que somos españoles.
 Quiero que mis palabras hagan daño, tanto como esas lanzas que se clavan sin piedad en el animal condenado a muerte por una sociedad ignorante que no conoce la piedad.  Escribo con ánimo de ofender, como diría Pérez Reverte. Y desde ahora mismo pongo a Tordesillas en mi lista negra,  y haré todo lo que esté en mi mano para abolir de una puñetera vez esa costumbre ancestral y vomitiva que me llena de asco. Vida y libertad para el Toro de la Vega.
Difundid esto cuanto podáis. Esos espectáculos lamentables y tercermundistas tienen que acabar de una vez. 

jueves, 29 de agosto de 2013

Stich, el imprudente.




Mi ama ya se ha quitado la venda del brazo, lo que significa que dentro de poco ya podrá escribir con las dos manos, lo que viene a ser que muy pronto se me acabará el chollo de bailar sobre el teclado.  Pero yo quiero escribir. Tengo muchas cosas que contar, cosas que oigo,  cosas que me cuentan y cosas que vivo.  Por eso, hoy os voy a hablar de Stich, el primer gato que entró en la casa, el gato que hizo que en esta familia descubrieran a los mininos y supieran cómo realmente somos. En primer lugar- y de esto hablaré otro día-, no somos mascotas. ¿Mascotas? qué palabra más ridícula. Somos animales de compañía, domésticos, felinos, micifuz, maus, cómo se nos quiera llamar, pero mascotas no.
Bueno, os cuento. Un día de casi verano que el hijo de mi ama se fue con su tío Manolo a una piscina que estaba en el quinto pino, mi ama y su hija Sofía, que entonces era muy pequeña, se fueron a la plaza redonda a buscar un gatito. El hijo de mi ama - que era más pertinaz que la sequía- llevaba dos años diciendo: Quiero un gato, quiero un gato - como la señora del cuento de Hemingway-, y ella contestando: no, no no. Hasta que fue sí. Ama e hija volvieron de la plaza redonda con un minino minúsculo, blanco y negro, que apenas tenía quince días.  Y aprovecho esta historia para deciros que nunca se debe separar a una cría de su madre antes de los dos meses. Si un gatito se separa antes de ese tiempo, de mayor será un gato agresivo, desconfiado y huraño, o sea, antipático de coj... a más no poder. 
Para darle una sorpresa al niño, pusieron el gatito en un castillo de juguete, y cuando el hijo de mi ama y su primo llegaron a casa, el minino se puso a maullar, seguramente porque estaba muerto de hambre. Al principio, ambos niños se creían que era una rata y corrieron hacia la habitación de la que salía el extraño sonido. Allí descubrieron a Stich y comenzaron una nueva vida, una vida con gato. Decía Pam Brown que un gatito  transforma el regreso a una casa vacía en la vuelta al hogar. Creo que  esta señora  era poeta y vivía en un país muy muy lejano.  Y pienso que tenía razón.
Ya sé que me voy de la historia, pero es que escribir no es tan fácil. Stich llegó a casa de mi ama y parece ser que la convirtió en un hogar. El gato se fue haciendo grande, y cuando llegó el verano todos se fueron al pueblo y lo llevaron con él. No tardó ni dos días en perderse. Y es que las imprudencias de juventud a veces tienen malas consecuencias. No os riáis que no soy una marujigata; yo ya tengo tres años y medio y creo que algo se de la vida, y cuando me llevan al pueblo y puedo salir a la calle, no me alejo más allá de la plaza, mientras que con el rabillo del ojo no pierdo de vista a mi ama. La prudencia - decía Sófocles -que creo que era un señor de piedra-, es la base de la felicidad, pero eso por lo visto no lo sabía Stich.
Continuo con la historia. Parece ser que todos cogieron un disgusto tremendo, y después de buscarlo hasta que la luna llenó el cielo, se les ocurrió poner un cartel de Se busca.Y ahí llegó el caos, según cuenta mi ama. 
En brazos, en capazos, en furgonetas, la gente del pueblo fue trayendo gatos de todas las razas y colores imaginables. De nada parecía haber servido el reclamo del cartel: "Se busca gato perdido. macho, blanco y negro". Allí llegaron gatos grises, rubios, blancos, negros, gatas, gatas preñadas... y el colmo- según cuenta mi ama- fue el día que una señora llegó a las doce de la noche muy acalorada. 
- He vist el teu gat en la meua teulada. 
Y mi ama se fue con ella, subió a la terraza, salió al tejado, y a punto estaba de partirse la crisma cuando vio en la oscuridad dos gatos atigrados reposando plácidamente. Y es que de noche todos los gatos son pardos. Stich no volvió nunca. Posiblemente - pienso yo- se fue detrás de alguna gata oronda y mimosa. Mi ama quiere pensar lo mismo, porque parece ser que hay otras opciones menos dichosas. 
Estoy muerta de sueño y me duelen las patas. Otro día os hablaré de la gata de Cleopatra y del Gato de la pelicula  Desayuno con gatos... quería decir con diamantes. Aunque yo me pregunto: ¿Quién será el tonto que se toma la leche con diamantes?








domingo, 25 de agosto de 2013

El laberinto


Hace cinco años, o seis - creo que he perdido la cuenta- salí de aquel lugar para no volver más. Las brujas pirujas que vivían en la casita de chocolate  se deshicieron de mi como de un trapo sucio.  Aborrezco aletear sobre los malos recuerdos, extender mis alas chamuscadas sobre el tiempo perdido, sobre la sombra alargada y gris de lo que alguien calificó fracaso. Entonces - diréis- ¿por qué vuelvo? ¿acaso me gusta revolcarme. en los malos recuerdos como los cerdos en el fango? ¿Es posible que no sea capaz de dar un sonoro carpetazo a mi propio relato? No es nada de eso o quizás es todo eso. Pero os voy a relatar lo que sucedió luego, donde el pasado y la vida se alían en extraña simbiosis para intentar desandar lo andado, aunque nunca sea posible. 
Dos días después de salir de aquel inhóspito paraje para no volver jamás, me desperté a medianoche. Era octubre, ya no hacía tanto calor, pero yo no podía dormir. Abrí los ojos con dificultad. Lo cierto es que los tenía hinchados de tanto llorar y se habían convertido en una delgada línea rodeada de pobres pestañas. Dí una patada a la sabana y observé con preocupación que en la habitación no estaba el gato. Miré hacia la ventana por la que debía haber entrado la luz de la noche y comprobé con terror que tampoco había ventana. Me senté en la cama y comencé a hiperventilar. Si no veía la luz de la ventana era que me había quedado ciega de un día para otro. O quizás, en el mejor de los casos, todo era una  estúpida pesadilla. Sabía, por experiencia, que el stress es un arma de destrucción íntima y masiva porque acaba con todos tus sentimientos, pero deja a salvo tus resentimientos Respiré hondo, intentando controlar la situación, pero no pude. Mi habitación había desaparecido como perro flaco en la niebla. Cerca de mi había una sombra. La toqué y sentí que me pinchaba. Era un arbusto, un arbusto que no olía a nada, que brillaba como jade a la insultante luz de la luna llena. Estaba dormida o perdida o, más posible, el dolor me había vuelto loca, loca como una puta cabra. 
Me volví a dormir agotada, agarrada como una bestia a una rama frondosa de boj. Y soñé que en algún momento de aquel último día, alguien -sólo alguien- me tendía una mano mientras mis manos se agarrotaban en una convulsión que sólo logró calmar un valium que algún ángel drogodependiente llevaba en el bolso. 
Cuando desperté, el sol estaba alto en un cielo limitado. Miré a mi alrededor. Un camino de tierra entre altos matojos se extendía ante mí como la única salida. Lo seguí. Al cabo de unos metros, el camino se bifurcaba en otros seis y así fue sucediendo durante cientos de metros. Al final, lo asumí. No estaba loca ni dormida. Estaba perdida, perdida en un enorme y siniestro laberinto.
Al principio fue horrible. Vagaba como un espectro por senderos apartados intentando encontrar a alguien que fijara sus ojos en los míos. Me preguntaba: ¿Cómo puede continuar la vida fuera del laberinto? ¿Acaso nadie se ha dado cuenta de mi ausencia? Si alguien se dio cuenta, no le importó demasiado. El silencio se hizo mi aliado. Me cansé de buscar entre las ramas, de husmear una esperanza entre las sendas que parecían reír a carcajadas, cerrándome y abriéndome el paso a cada tanto.
Muchas lunas y muchos soles después, encontré personas- e incluso gatos- vagando por el laberinto. Hablaba con ellos sin palabras. Caminaba junto a ellos. Comencé a pensar que aquello no era tan malo, que algunas miradas se habían cruzado con la mía, que alguna u otra sonrisa se había dibujado en rostros ajenos, otrora desconocidos, anónimos. La costumbre cayó sobre mi piel como una segunda piel. El entorno dejó de amenazarme y por las rendijas de mi inquietud comenzó a colarse una brisa fresca, mañanera, que secó las lágrimas de mi mirada y me obligó a ver más allá.
Hoy, después de cinco o seis años, vivo en el laberinto. A veces no es fácil. A veces es difícil. He conocido a otros, pero ya no vagamos como espectros perdidos sino como brillantes duendes. La risa ha vuelto a aflorar a mi rostro mientras aprendo a escribir entre líneas, con reglones torcidos o cabeza abajo. Es posible que nunca encuentre la salida de este espeso acertijo de caminos, pero ya no me importa. Todo lo que me interesa está aquí adentro. Y lo que quedó fuera, está lejos, difuminado en la remenbranza, perdido en un tiempo que si fue, ya no merece la pena.
Porque a veces el laberinto es el único camino. 

sábado, 24 de agosto de 2013

La pantera.


Mi ama se ha bajado a comprar, por fin. Creía que nunca me iba a dejar el ordenador. Yo pasaba por delante y por detrás de ella sin parar, pero no parecía darse cuenta de mi ansiedad. Esto de escribir es mejor que las croquetas de carne de pollo con verduras, que a mi me pirran. Como no creo que tarde mucho, porque hace un calor de injusticia, voy a contaros algunas cosas. Pero tendré que darme prisa.
Ya os he hablado de cuando me encontraron en la calle y me cuidaron, y de la señora mayor que vivía en casa y que nos llamaba chiquitos y que un día se fue para no volver. Así que hoy os voy a hablar de un gato que he conocido este verano y que me ha llegado al corazón; bueno, he conocido dos, pero el otro no me ha llegado al corazón ni a ninguna parte.  Y espero que esto nunca lo lea Tito.
La casa del pueblo tiene dos puertas, aunque muchas veces Tito y yo salimos por la ventana. Una puerta da a un patio pequeño donde hay unas cuantas plantas insignificantes y ropa tendida. La otra da a la calle. Es muy raro, muy raro, pero mi ama, desde que se levanta, suele tener abiertas las puertas. Y así pasa lo que pasa.  Por esa puerta, que es muy grande y muy gris, suele entrar un gato flaco y enfermizo. Mi ama le llama Apestosin porque está sucio, se caga en el sofá y tiene el culo como un pimiento rojo. Y no me llaméis vulgar. Que yo sepa, vive en la plaza y todos los días viene a comerse nuestra comida. Yo le bufo, le rebufo y le amenazo, pero él entra tranquilamente en la cocina y se pone a comer. Mi ama le deja. Ya os dije el otro día que es una consentidora. 
Pero hace unos días, cuando hacía más calor que sobre un colchón de lana, entró por la puerta un gato negro, completamente negro. Brillaba su pelo a la luz del sol y tenía los ojos amarillos. Era un bellezón, como dicen los humanos. Me miró y pasó por delante de mí dispuesto a ir a la cocina. Yo intenté bufar, pero no me salía porque estaba derretida por dentro. Tito tiró las orejas hacia atrás, erizó su pelo e hizo amago de amenaza, pero se quedó en eso. El gato negro pasó entre nosotros como el príncipe de los mininos y alguien que había en la casa dijo en ese momento: eh, un gato negro. Nos va a traer mala suerte. Pero mi ama le contestó: Eso es una tontería; como decía Groucho Marx, cuando un gato negro pasa por delante de ti, es que va a alguna parte". No sé quien es ese Marx, pero por lo que he oído en casa - sí, siempre estoy escuchando-, era un actor o un político... ¿o es que tenía un hermano? No me preguntéis que no tengo ni idea. Los gatos escuchamos pero no estudiamos.
Bueno, mientras yo observaba como una tonta al hermoso gato negro, mi ama se puso a contar historias -sí, es un poco pesada- sobre los gatos negros. Contó a los que allí estaban, que en la Edad Media, los metían en un saco y los quemaban en una hoguera. Se pensaban que eran los guardianes del infierno o algo así. Yo estaba espantada, aterrorizada, y me escondí debajo del sofá, a pesar de que yo soy tricolor, pero por si acaso. Parece ser que también quemaban personas. Qué horror. Tiemblan mis largos bigotes sólo de pensarlo. Mucho frío debía hacer en esa Media Edad para que algunos tontos quemasen todo lo que se encontraban por delante. Mi ama dijo también que como se quemaron tantos gatos, Europa - que creo que es un país muy grande- se llenó de ratas, ratas enormes y achacosas que traían con ellas una enfermedad que se llamaba la peste negra, y que mató a muchísima gente. Hasta que un día un tal Napoleón tuvo que prohibir que se matase a los gatos- aunque parece ser que este señor les tenía miedo- para que pudieran comerse a las ratas malas. 
Volvamos al tema que me interesa porque yo, mientras mi ama parloteaba sin parar, intenté taparme las orejas con mis patas, pero como en esa pose no estaba muy agraciada, tuve que tragarme todo el discurso sobre los felinos negros y sus tristes destinos.
El gato negro - en casa lo llamaban la Pantera- volvió dos o tres veces más, pero como yo soy una gata muy fiel y quería ahorrarme tentaciones,  cada vez que entraba,  me subía al piso de arriba y me escondía en el ropero. Diréis ahora que soy una puritana y cosas así, pero no es verdad. La verdad es... que no quiero tener una camada de gatitos negros para que luego los quemen en la hoguera. Hala, ya está dicho.
Ahora diréis que soy racista. 

miércoles, 21 de agosto de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XVIII


El día siguiente fue igual que el anterior. Amaneció tarde, y el cielo, más gris que azulado, presagiaba que iba a seguir lloviendo. Tal y como había pensado, me levanté con dolor de cabeza y un humor de perros escaldados. Había dormido poco y mal. La absoluta certeza de que tendría que pasar el día sin salir de casa, me angustiaba y me desalentaba.
Me preparé un café descafeinado y rebusqué por el armario de la pequeña cocina hasta que encontré un paquete de galletas de esas tan ligeras que no saben a nada. Echaba de menos un balcón, una terraza llena de geranios desde la que pudiera asomarme a ver como la gente transitaba junto al Sena, oculta bajo enormes paraguas de colores. Pero sólo tenía una triste ventana desde la que poder contemplar la ciudad bajo la lluvia, gris, plomiza, tristona, inagotable. 
Al coger el móvil para ver la hora que era, me vino a la mente de inmediato el mensaje de Coraline. Era aún pronto, pero su misiva era tan inquietante que la llamé.
 A pesar de la hora temprana, su voz sonaba muy despierta. 
- Coraline- le dije- tengo un mensaje tuyo... de anoche. 
Guardó silencio durante unos segundos. 
- Oh, je vu hier nuit un filme de peur. 
Mentía. Era evidente. 
- Coraline - volví a decir-, ¿pasa algo? ¡no puedes hablar?
-  Je dois sortir maintenant - dijo precipitadamente- Je t´apelle plus tard. Ça va?
- Ça va - le contesté nada convencida-, pero llámame s´il vous plaît .
Coraline mentía. El tono de su voz no sonaba natural y, además, presentí que podía estar acompañada por alguien cuya presencia le impedía hablar con libertad. ¿Quién pone un mensaje a la una de la madrugada para decir que esta aterrorizada porque está viendo una película de miedo? 
Me acerqué a la ventana para comprobar si seguía lloviendo. Seguía lloviendo. Me fascinaba escuchar el sonido de los coches al deslizarse sobre el asfalto mojado. Me gustaba aspirar el perfume que emanaba de los árboles y ver de qué forma brillaban  sus hojas. Todo era hermoso,  pero sin duda ese no era mi clima. Y si un día de lluvia podía constituir para mí toda una novedad, si ya eran dos o tres seguidos me resultaba algo cansino. Estaba claro que debía tener más libros en casa para afrontar esa retahíla de días grises y lluviosos.  Por asociación de ideas, recordé el poema: llueve, detrás de los cristales llueve y llueve, sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, sobre los campos llueve. Pero mi poema climático se vio interrumpido por el timbre de la puerta. Joder - pensé - o quizás dije- ya me han despertado a la niña. Cerré la ventana con prontitud y abrí la puerta. Como había supuesto, era Javier. 
- ¿Molesto?- dijo mientras asomaba la cabeza por el quicio de la puerta- 
¿Qué iba a decir?
- Pasa, Alice aún no se ha despertado.  
- Hace un día horrible. Me temo que hoy no vais a poder salir. 
- Sería una temeridad - corroboré aún a mi pesar- 
Javier tomó aire. Yo me puse en guardia. 
- Quería pedirte un favor. 
- Dime. 
- Esta noche tenemos una cena de compromiso. Juliette volverá tarde y me ha dejado una lista para hacer la compra, pero te aseguro que yo de verdura entiendo menos que de objetos voladores no identificados. ¿Podrías bajar tu? Yo me quedo con la niña mientras tanto.
Me sentí salvada por la campana. Necesitaba salir a la calle y respirar aquel aire fresco y húmedo impregnado de lluvia. 
- Claro que puedo - afirmé intentando disimular mi  repentino júbilo-  No será ninguna molestia. Si se despierta Alice...
- No te preocupes - me interrumpió- le daré el desayuno y le pondré el batín. Y si para un poco de llover, date un paseo...
Sonreí para afirmar que estaba de acuerdo, cogí el dinero y la lista que había dejado sobre la mesa, me puse una chaqueta y salí de casa. 
Tal y como había advertido al abrir la ventana, el aire era fresco y noté alivio al sentir cómo acariciaba mis mejillas. Caminé por la acera en dirección a la tienda más próxima y me sentí agradecida y feliz de haber tenido la ocasión de tener aquel pequeño respiro. La lista no era muy larga. Probablemente Juliette ya había hecho el grueso de la compra y a mí me tocaban los flecos del olvido.  Me tomé mi tiempo para escoger la verdura, cogí algo de fruta, peras confitadas, unas lionesas de nata y un vino dulce. En la cola para pagar apenas había dos o tres personas. Era un supermercado pequeño de caja única y cajera multiusos.  De repente note que alguien me cogía del brazo. 
- Madame...
 Me sobresalté y me dí la vuelta cual peonza. Allí, junto a mí, estaba François, el anciano a quien la Gestapo arrebató a su hijo, el hombre con el que Juliette no quería que cruzara ni una palabra. Sin embargo,  yo sí quería hablar con él, más bien lo necesitaba para poder despejar de una vez mis dudas. 
- Bounjour- me dijo con una breve sonrisa-. Sabe que je veux parler avec vous?
- Sí- contesté - lo se, y lo cierto es que a mí también me gustaría hacerle algunas preguntas. 
Se mostró extrañado.
- ¿Es posible- interrogó-, esta noche?
- No lo sé, François. No sé si tendré a la niña o no...
- Si puede, esta noche a las nueve, dans le parc. 
- Si no acudo es que no es posible. 
- Très bien - repuso el anciano-. Y cuidado con la lluvia. 
 Pagué la compra y salí a la calle, presintiendo la mirada del hombre clavada en mi persona. Javier me había concedido un poco de tiempo para airearme, pero no me apetecía ir de aquí para allá cargada con las bolsas, así que me senté en un banco cuya estratégica posición bajo un árbol, había evitado que se mojara. Pensé en la conversación que había mantenido hacía apenas unos segundos. No debía haberle creado falsas esperanzas a François, porque era más que probable que no pudiera bajar aquella noche al parque. Tiempo al tiempo - me dije mientras contemplaba la imponente figura de Notre Dame bajo el aguacero-. El rumor de las gotas al caer me producía una sensación vaga, quizás de melancolía, pero no de una melancolía angustiosa, sino de esa que parece que te abraza y te da un calor reconfortante. Dejé pasar quince minutos y volví a casa. Alice se había despertado y jugaba en los brazos de su padre. 
- Ya está todo comprado - le dije nada más entrar-. Si necesitas algo más, me lo dices. 
- Gracias Asun. Esa era toda la lista. Pero quería pedirte otro favor.
Temblé. 
- Dime. 
- ¿Puedes arreglar esta noche a la niña y bajarla un rato? Juliette quiere que la vean sus primos. La última vez que la vieron era un bebé de pocos meses. 
- Ningún problema - dije alegremente-. ¿Te la bajo a las ocho? 
- Perfecto.
- Intentaré que duerma una buena siesta para que no esté cansada. 
Javier se fue por donde había venido y yo puse a la niña en su mantita rodeada de sus múltiples rompecabezas de gomaespuma. Estaba contenta, muy contenta. El hecho de tener que bajar a la niña con sus padres alrededor de las ocho de la tarde, me permitiría acercarme al parque de San Julián donde, y según lo hablado, me estaría esperando François. Sólo él podía aclararme algunas dudas.
El día se deslizó con la misma parsimonia que la lluvia: lento, apagado, aburrido. La tarde la aproveché para coser algunos desperfectos en la ropa de Alice y sacar la orilla de uno de sus trajes de invierno. La niña estaba creciendo a la carrera, tal y como correspondía a su edad.
A las siete de la tarde comencé a arreglarla. Después de bañarla, le puse un traje de punto rosa y una rebeca blanca. A pesar de que ella estaba empeñada en que quería ponerse mis zapatos, pude convencerla de que los suyos eran los que se pondría una princesa de verdad. Y un poco a regañadientes, acabó poniéndoselos. 
La mire. No podía estar más guapa. Le di la mano y bajamos lentamente la escalera, Juliette abrió la puerta. 
- Bone nuit, Asun- me saludó mientras miraba a la niña como si no la reconociera-. Está preciosa. 
Me invitó a pasar, pero yo, alegando que no estaba muy presentable, decliné la invitación. No podía perder ni un minuto. Subí al ático, me puse unos zapatos, cogí una chaqueta y abrí la puerta. Tenía media hora larga, quizás una hora, para acudir a la cita con françois. Por si me encontraba a alguien de la casa a esas tardías horas, necesitaba un pretexto para salir, así que cogí la bolsa de basura y accedí al rellano. El silencio era absoluto, y sólo era roto por  los parloteos de Alice, que parecía estar muy satisfecha, y que podían escucharse perfectamente a través de la puerta.  Bajé de puntillas la escalera, como si escapara de una emboscada y salí a la calle por la que, a aquellas horas, transitaba poca gente. El parque de San Julián estaba desierto y poco iluminado. Sin embargo, junto a la puerta de la iglesia pude distinguir una figura oscura, afilada, que comenzó a moverse en cuanto me vio. 
- Ha podido venir- dijo sonriendo- 
Llevaba un abrigo oscuro y deslucido. Caminaba con las manos en los bolsillos y parecía muy cansado. 
- Sí - contesté-, pero tengo muy poco tiempo. 
- Hace frío- susurró mirando hacia un cielo donde no podía distinguirse ninguna estrella-. Podemos ir a mi casa. 
Dudé. 
- ¿Por que no hablamos aquí?
- Porque hace frío, madame - volvió a repetir- y je suis un vieil homme. 
Tenía razón. La humedad de la noche se colaba por los pliegues de la ropa y no era cuestión de que el hombre cogiese una pulmonía por mi culpa, así que accedí. Cruzamos un par de calles  y entramos en un portal oscuro y lóbrego. 
- Ocupo la planta baja - explicó al tiempo que me precedía- 
Tuve una extraña sensación. No hacía mucho había leído una horrenda novela en la que un anciano invitaba a los mendigos de la calle a almorzar a su casa, para luego asesinarlos, vestirlos con uniformes militares  y esconderlos bajo la tarima flotante de su dormitorio. Apreté con fuerza el móvil que yacía en el fondo de mi bolsillo. La curiosidad mató al gato- pensé-, ¿que podía pasarme a mí por ser tan curiosa?
En aquella casa el tiempo se había detenido. Era como moverse por un anticuario. Viejas cómodas repletas de portafotos, chifoniers de nogal desvencijados, descoloridas alfombras persas, apliques que apenas daban luz. El lugar perfecto para el crimen perfecto. 
- Sientese, s´il vous plaît.
Tomé asiento en un enorme sillón tapizado de terciopelo rojo, mientras él desaparecía por una puerta para volver al cabo de unos minutos con una bandeja sobre la que temblaba una botella de vino y dos pequeñas copas. 
 -Es vino dulce - aclaró-, y sin preguntarme siquiera si me gustaba o no, sirvió con mano temblorosa en ambas copas. 
- Es tan viejo como yo- musitó mientras tomaba dificultosamente asiento en un sillón semejante al que yo estaba sentada.
 Le observé sin disimulo. Aquel hombre debía haber sido alto y bien parecido, pero el paso de los años había hecho estragos en su cuerpo. Suspiré. 
-¿De qué quería hablarme? -pregunté sin más preámbulos-
El echó la cabeza hacia atrás como si mi brusquedad le hubiera  sorprendido. 
- De cosas, de muchas cosas. 
 Yo seguía a piñón fijo: 
- ¿Por qué Juliette no quiere que hable con usted?
Pareció no escuchar mi pregunta
- Maurice, le pere de Juliete y yo eramos muy, muy amigos, como uña y dedo...,
- Uña y carne - rectifiqué con una sonrisa- 
- Eso, muy amigos. El 14 de junio de 1945, las tropas alemanas entraron en París. ¿Vous savez...?
- Algo- mentí, ya que la historia nunca había sido mi fuerte- 
- Los soldados alemanes entraron en la ville sin encontrar resistencia, sólo unos cuantos obreros les grit... abuchearon, mais ils non rien fait... no hizon nada. 
Dí un sorbo al vino. Estaba buenísimo y me produjo una inmediata sensación de calor. Preferí no corregirle.
 -La vida cambió en París, aunque ellos, los alemanes, hacían todo lo posible para que el resto de Europa creyese que tout etait la même. 
Por un momento temí que fuera a contarme toda la Segunda Guerra Mundial. Así que intente reconducir. 
- Pero Maurice y usted...
- Eramos amigos. Vimos pasar el desfile de las tropas alemanas desde le bois de boulogne. Fue horrible. La rendición siempre es horrible, y sigue aquí, en estos viejos ojos - dijo tapándose ambos ojos con las manos-.
- ¿Y la gente?
- El pueblo estaba desconcertado. Al principio sólo hubo silence et des larmes...
- Larmes?
-Lágrimas, llanto, y también miedo. pero poco a poco, comenzó a organizarse la Resistence. Yo tenía un ami, Jean Moulin, que me invitó a participar con ellos, y yo mismo invité a mon ami, Maurice
El anciano dio un largo suspiro  que dejó salir el aire entrecortado.
-Pero la peor parte la sufrieron los judíos de París.
Asumí que mi ignorancia era desmesurada. 
- ¿Por...?
El anciano hizo un gesto de condescendencia. 
- Los alemanes, ayudados por la police francáise hicieron un censo con los nombres y las direcciones de todos los judíos que vivant à Paris. Lo sabían tout sobre ellos. Maurice y yo comenzamos a colaborar activamente en la resistencia, en un grupo de información. Era muy peligroso porque podía haber un... traite, ¿como se dice?
- Traidor- dije convencida por el contexto de la frase-
- Eso, un traidor podía estar en cualquier parte. 
Dí un pequeño sorbo de vino aunque en aquel momento me hubiera bebido la botella entera. 
- El gobierno de Vichy era colaboracionista. Conoce usted...
- No -interrumpí- 
- Es largo de explicar y no intento darle una lección d´histoire. Pero en la vida de este país. como en la de casi todos, hay un... ¿lado oscuro? dicen ahora. Muchos fueron los franceses que colaboraron avec l´Etat français, creado por los alemanes. Para aligerar el trabajo de la Gestapo y las SS, se creó la Carlingue, cuyo jefe era Henri Lafont, un miserable...
- ¿La Carlingue?
- La Gestapo francesa. Más de treinta mil hombres se apuntaron a ella. ¡Une honte pour la France!- exclamó alzando la voz-, una total vergüenza.
El móvil sonó desde el fondo de mi bolsillo. Lo cogí con desgana, no sin antes hacerle un gesto a  François para que guardara silencio. Era Javier que me pedía que pasase a recoger a la niña. Según él, estaba cansada y no paraba de lloriquear. 
- Tengo que irme- dije al tiempo que me levantaba-. Lo siento. 
El anciano puso su mano sobre la mía. 
-Serán sólo unos minutos - susurró- 
- No puedo demorarme - contesté- Es mi trabajo. 
El hombre me contempló en silencio, como si se sintiera ofendido. 
-¿Otro día? - inquirió- 
- Otro día, se lo prometo. 
Salí de aquella casa-anticuario que olía a tiempo perdido y agradecí el frescor que hacía en la calle. Cuando llegué a casa de Javier y Juliette comprobé que, efectivamente, Alice era un mar de lágrimas. Había babeado su precioso vestido y se había quitado la diadema de un manotazo.  La cogí en brazos y la subí a casa. Le di un baño rápido, le puse su pijama y la acosté. No tardó ni cinco minutos en dormirse. 
Me tumbé en el sofá y me tire una manta por encima, no ya porque sintiese frío, sino por la necesidad de sentirme protegida. La breve charla con François me había puesto nerviosa. ¿Adónde quería ir a parar? ¿De qué se trataba? ¿Sería verdad toda aquella historia o quizás producto de una demencia que no aparentaba?
No se cuanto tiempo llevaba dormida cuando escuché la señal que me indicaba que un mensaje entraba en mi móvil. Miré el reloj. Era la una y media de la madrugada. Me había quedado fría como un pez. Abrí el mensaje no sin cierta inquietud. Era de Guillermo.
 ¿Tienes algún plan para el miércoles? Te llamaré.
El mensaje fue como un soplo de aire fresco que entrara de repente en la estancia empujando las contraventanas con ímpetu. No tenía nada que hacer ese miércoles, evidentemente. Me volví a tumbar en el sofá al tiempo que pensaba que tenía demasiados frentes abiertos. Pero siempre había sido una experta para meterme en líos y eso parecía no haberlo cambiado el paso de los años. 

jueves, 15 de agosto de 2013

Chiquito, chiquito

Foto: Va a hacer un año que se fue y aún no me lo puedo creer. Hoy, su gata es mi gata.

Por fin se ha ido. Creía que hoy no me iba a dejar escribir. Pero ella, mi ama,  sigue dándole al teclado, aunque sólo con la pata izquierda, porque la otra la tiene averiada. Ahora anda liada con su novela, a la que yo llamo la historia interminable porque ya no sé ni el tiempo que lleva escribiéndola. Creo que yo ni había nacido cuando la empezó. Se ha ido - ha dicho- a liberar un móvil, uno de esos aparatitos a los que ella le habla. Yo no sabía que había móviles esclavos, pero bueno, soy una gata y no tengo por qué saberlo todo. 
Tengo que aprovechar el tiempo porque volverá enseguida. En la calle hace un calor que mata ratas y no creo que se demore mucho. Os conté que mi ama y su hija me rescataron de la calle y me cuidaron. A los tres o cuatro días ya empecé a mover las patitas, y a la semana me atreví a saltar del sillón al suelo mientras ella- mi ama- gritaba "se mueve, se mueve". Un pelín histérica sí me pareció. 
Comencé a ser feliz. Descubrí que la casa del pueblo era muy grande y muy vieja, y estaba llena de escondrijos para jugar al ratón y al gato pero sin ratón. Había en la casa por aquel entonces una señora muy muy mayor. No andaba. Estaba siempre sentada en una silla que se movía con ruedas. Seguramente, a ella también la aplastaron contra el suelo como a mí. Tenía el pelo blanco y unos ojos verdes muy cansados. A mí me gustaba, y más de una vez me subía a sus faldas y me pasaba allí horas y horas. Fue por esos días cuando conocí a Tito, el gato de la casa. Me di cuenta enseguida de que era muy guapo pero no sentí nada porque yo aún era muy cachorrita. El me miraba como diciendo: ¿de dónde ha salido esta cosa tan miserable? pero no me bufó ni nada de eso. Parece ser que poco a poco se fue acostumbrando a mi presencia. 
Os he dicho  ya que en la casa había una anciana que me hablaba y me decía chiquito, chiquito. Se ve que no sabía que los gatos tricolor no pueden ser chicos, pero yo no me quejaba porque era muy mayor y no valía la pena. Esta señora. tiempo después, un día de primavera, se fue y ya no volvió más. Puede ser que hubiera gastado todas sus vidas, puede ser que aún vuelva, no se. 
Se acabó el verano y vi cómo hacían las maletas. Yo pensé por un momento que iba a acabar otra vez en la calle, pero como me habían puesto nombre - la Pequeña, me llamaron los muy originales-, no me pudieron dejar. No os riáis. Cuando los humanos le ponen nombre a algo, les cuesta mucho abandonarlo. Así que, de repente, me metieron en una jaula con Tito, pusieron esta a su vez en una gran silla con ruedas y nos vinimos a la ciudad donde ahora vivo. La casa es más pequeña, hay menos camas, pero tienen un sofá muy cómodo donde me echo unas siestas que duran toda la tarde. Porque os diré algo en secreto: mi ama es un poco consentidora con nosotros y nos da más de un capricho. Para compensarla, Tito y yo la hacemos reír, a veces a carcajadas, y a mí me gusta verla así a pesar de que hay algo - que ella llama crisis ,y yo pienso que debe ser una enfermedad-, que la está fastidiando bien. 
Otro día os hablaré de la cantidad de camas que hay en la casa del pueblo; eso si, camas recién hechas, si no, yo ni las piso. Y también os hablaré de un gato negro que he conocido y que es guapísimo, y de que el otro día, cuando mi ama se iba a la ciudad, la perseguí...
Creo que viene a escribir su novela interminable. No quiero que me descubra. Os dejo. 

martes, 13 de agosto de 2013

La gata sobre el teclado

Foto

Esta es la mía. Mi ama se ha escogurciado la pata delantera derecha (ella la llama brazo), así que ahora no puede escribir ni subirse bien las bragas. No penséis que soy vulgar. Es que, en algún momento, fui una gata de la calle y la calle enseña mucho, mucho más de lo quieres saber.
Mientras ella - mi ama- está con el brazo en cervatillo o en cabritillo o algo así, yo voy a continuar escribiendo sus cosas. Es para que no la echéis de menos, porque ella - pobrecilla- se cree que cuando no escribe pensáis que le ha pasado algo. Pues sí, esta vez le ha pasado algo, y yo, sin que se de cuenta, voy a contaros mis historias. Este será nuestro secreto. ¿De acuerdo?
Yo vivía en una casa con jardín en un pueblo pequeño. Allí, sobre el césped, jugaba con mis hermanos y con mi madre. Pero un día pasó algo raro. Vino gente extraña con carpetas y papeles. Mi dueña por aquel entonces lloraba mucho y decía que no podía ser, no podía ser, o algo así. El caso es que tuvo que dejar la casa rápidamente y sus gatos nos quedamos en la puta calle de un día para otro. Y no penséis que soy vulgar por decir palabrotas. Soy una simple gata, no Cervantes, que por cierto no sé quien es, pero donde vivo ahora hablan a veces de él y de un amigo suyo que se llama Platón o algo así. 
 Salí de la casa muy asustada, corriendo como una liebre- sí, he visto liebres-, porque no quería que me llevaran a un reformatorio de gatos, que se que existen. Yo era muy pequeña y muy mona- aún lo soy-, y sólo quería tener un nuevo hogar. Confiaba en que mi dulzura y mis preciosos ojos verdes me ayudarían a encontrarlo. Pero pasó todo lo contrario. De repente me hallé en un oscuro callejón con una manada de niños que corrían tras de mí. Luego, uno de ellos me cogió y me estampó contra el suelo. Y allí me quedé, como una alfombra felina, hasta que me vio la hija de mi ama y que, al verme, salió despavorida. Creía morir cuando comprobé que volvía acompañada de una señora un poco entrada en carnes. Ella me recogió del suelo, me llevó a su casa y me quitó la sangre de la cara mientras decía sin parar: hijos de puta, hijos de puta. Creo que se refería a la manada de niños salvajes que me había acosado. Luego me enrolló en una toalla que olía muy bien y me dio leche, pero yo tenía la boca un poco desencajada y no pude tomar ni una gota. 
Me quedé dormida en un sillón, arropada con una pequeña manta de cachorro humano. No fue muy reconfortante escuchar como la que después sería mi ama, exclamaba al día siguiente: 
-¡Está viva, esta viva! 
Lo cual, además de aterrarme, me hizo pensar que estaba mucho peor de lo que yo creía. Pero en cierta ocasión, allá en la casa con jardín donde nací, había oído decir que los gatos teníamos siete vidas. Supuse entonces que aquello era verdad y que yo ya había gastado una. 
Se me olvidaba deciros que soy una gata tricolor, y por si no entendéis de gatos os diré que sólo las hembras podemos tenemos el pelo de tres colores, los machos no. Y hablando de machos, mi pareja se llama Tito. Es un gato de color naranja que también vive en la casa. Me tiene loca aunque reconozco que es un poco poregueta y a veces no sabe defender bien su territorio. En fin, nadie es perfecto. 
Atención, se acerca mi ama dispuesta a escribir con la pata izquierda. Lo que me voy a reír cuando empiece a hacer faltas. Y recordad, es nuestro secreto. Yo soy la única gata sobre el teclado. 

jueves, 8 de agosto de 2013

La noche de las uñas largas



Siempre he sido dócil, sumisa. dulce, obediente, fiel, femenina y serena. Vamos, lo que suponía que se esperaba de mi. He cuidado en todo momento mi imagen y mi figura, a pesar de mis cuatro partos, todos ellos satisfactorios. He sido hembra de un sólo macho y he esperado siempre lo mismo de él. Los que me conocen bien, saben que soy un caramelo, una perita en dulce, una princesa de ojos verdes. Pero siempre llega un día -en este caso mejor decir una noche,- que las princesas nos volvemos fieras, los caramelos, amargos, y decidimos que ha llegado el momento de poner nuestros fértiles ovarios sobre la mesa. 
Y esa noche que quisiéramos que nunca llegase fue anoche. Habíamos salido a dar una vuelta sobre la una de la madrugada, cuando el pueblo estaba casi vacío y la brisa fresca de poniente mecía suavemente las palmeras. El - mi pareja desde que tengo uso de razón-, fue a sentarse en el banquillo que rodea la palmera, y fue entonces, en ese desafortunado momento, cuando la descubrió a ella. Elegante como una gacela, desafiante como una leona, se encontraba junto al bar de la plaza, mirando a su alrededor como buscando a quien perdonarle la vida. La muy zorra -pensé-. El se quedó mirándola, como hipnotizado, sin darse cuenta de que yo, apostada tras un pivote de hierro, le vigilaba en la distancia. Apreté los dientes y me armé de paciencia. Me dije a mi misma que yo era dócil, sumisa, obediente, fiel, femenina y serena. El seguía mirándola con las pupilas dilatadas. Ella - como una diosa egipcia- lo seducía con la mirada. No pude más. Cogí impulso y salté sobre él como la fiera que en aquel momento era. El protestó airadamente, se volvió hacia mí con gesto amenazador, pero salió corriendo hacia casa como alma que lleva el diablo.
Mi ama - que se hace llamar La gata sobre el teclado- lo observaba todo a cierta distancia. Se quedó atónita, perpleja, abrumada por la confusión al descubrir mi lado oscuro. Yo la miré con altivez, pero no sé si llego a darse cuenta de que intentaba decirle: Mira, guapa, aquí la única gata soy yo.