sábado, 29 de junio de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XVII


El otoño llegaba con pasos de gigante, apartando a manotazos las luces deslumbrantes del verano. Desde el día del encuentro con François, no había vuelto al cercano parque de San Julián. A pesar de que ahora sabía la verdad, era mejor no buscarse problemas, ya que lo único que tenía claro era que la familia de Alice y aquel hombre desdichado no tenían, por la razón que fuera, una buena relación. 
Los días se volvieron grises y cortos, y yo comencé a echar de menos el clima de mi ciudad, cálido y suave. Pero unos cuantos nubarrones panzudos y plomizos no iban a poder conmigo ni con mi ánimo. Había tomado una decisión y si algo me disgustaba de verdad era defraudar a los que habían confiado en mí. Alice iba aprendiendo poco a poco cosas nuevas y demostraba día a día tener un inteligencia bastante despierta. Sus primeras palabras fueron una graciosa mezcla de francés y castellano que sólo yo conseguía entender. Javier subía todos los días a verla, mientras que Juliette lo hacía de tarde en tarde, y cuando venía, se limitaba  sólo a preguntar qué había desayunado, qué había comido, si había dormido bien y cómo habían sido sus deposiciones. Como si la niña se tratara de un pavo que había que comerse el día de Navidad.  Alice no tenía un pelo de tonta, y daba la sensación de que percibía el frío distanciamiento de su madre y no le prodigaba muchas carantoñas. Yo comenzaba a asumir que aquella situación era normal, aunque sin duda no lo era,  y dudaba bastante que algún día las cosas cambiaran.
Aunque seguía subyugada por los indudables encantos de la ciudad de la luz, admito que había dejado de ser una novedad para mí. La rutina del trabajo había acabado imponiéndose y tampoco me permitía conocer a fondo los rincones más hermosos de la ciudad. Además,  el mal tiempo nos obligaba a quedarnos en casa montando rompecabezas o viendo hasta la extenuación cómo la Sirenita abandonaba su cuna de nacimiento,  el mar, para estrechar lazos con su príncipe azul, que, por otra parte, tenía una cara de alelado bastante preocupante. 
 Y aun quedaba por llegar el invierno. Aquella tarde de principios de octubre estaba siendo especialmente mala. Había comenzado a llover durante la sobremesa y a las siete de la tarde aún no había parado. No era una lluvia torrencial, pero si fría y persistente. Alice tenía unas décimas de fiebre debido a una irritación de garganta, y yo la mantenía sentada en el sofá, bien arropada en su cálido batín de Winie de Poo. 
A punto estaba la Sirenita de tomar la decisión de su vida- abandonar a su gente y a su propio padre- - cuando escuché en la calle el claxon de un vehículo que no paraba de sonar. Intenté no escucharlo, pero aquel sonido impertinente  no paraba. Harta ya, me asomé a la ventana a ver quien era el imbécil que estaba causando tan gran alboroto, y comprobé con enorme sorpresa que el imbécil conducía una moto de gran cilindrada y ocultaba su rostro bajo un enorme casco negro. Era Guillermo. Nunca pensé que volvería a verlo.
- El otro día no me diste tu teléfono - gritó desde la calle- 
Se había quitado el casco y el viento golpeaba sus rizos castaños y se llevaba su voz. Estuve a punto de preguntarle que por qué se lo tenía que dar, pero inmediatamente me pareció una impertinencia, sobre todo teniendo en cuenta lo que había hecho por mí. Con gestos le indique que se acercara al telefonillo de la portería. No era cuestión de entrar en pormenores a grito pelado. 
-¿ Qué haces por aquí?
- Vuelvo del Museo de Ciencias naturales. He ido a consultar algunas cuestiones. ¿Qué haces tu? 
- Cuidar a la niña, como siempre. ¿Cómo está el barrio?
- Más tranquilo, aunque en cuanto salta la chispa, aquello es un polvorín dispuesto a estallar. 
- ¿Y las clases?
- Bien. Intentando que esos críos tengan un futuro algún día. 
- Me alegro. 
Se produjo un corto silencio. 
- Si no tienes inconveniente - volvió a decir-, ¿puedes darme tu número de móvil? 
 ¿Debería tener algún inconveniente? - me pregunté-. Le dí el numero de mi móvil mientras percibí, a través del telefonillo un rumor que iba cada vez a más. 
- Está lloviendo a cántaros - me dijo-. ¿Puedo subir un momento?
No lo dudé ni un instante. 
- Imposible - dije-. No me parece apropiado. 
- Claro - dijo él en tono jovial-. No te preocupes, ya te llamaré. 
Escuché el ruido de la moto al arrancar y cómo se alejaba entre el rumor creciente de la lluvia.  Me sentí repentinamente mal, pero no había podido decirle otra cosa. Ni yo podía bajar a la calle y dejar sola a la niña, lo cual hubiera sido sido una irresponsabilidad intolerable; ni él podía subir y que en ese momento aparecieran Javier o Juliette y me viera en un serio compromiso.  Sabía, por los noticiarios, que las batallas campales en el barrio habían cesado, pero también sabía que habían sido brutales. A los actos vandálicos llevados a cabo por jóvenes inmigrantes en protesta por la muerte de dos jóvenes, la policía había respondido con extrema dureza y se contaban por decenas los heridos, tanto de uno como de otro bando.
Sin darme cuenta se me había pasado la tarde.  Eran ya más de las ocho, así que bañé a Alice, le dí la cena y la acosté. Sentía la imperiosa necesidad de estar sola, de preguntarme a mí misma cómo me sentía, por qué razón todo estaba pasando tan deprisa y por qué motivo estaba dejando que aquel perfecto desconocido, Guillermo, se incorporara a mi vida. Un personaje más en aquel grupo de extrañas amistades que me habían ido surgiendo desde mi llegada a París: una joven prostituta, un anciano marcado por la tragedia, un maestro vocacional en un barrio marginal... sólo me faltaba un perro vagabundo y un gato callejero para sentirme en mi propia salsa. Sonreí sin pretenderlo. No tenía sueño, nada. La inesperada visita de Guillermo había roto la monotonía de aquella tarde gris y lluviosa. Pensé que la mejor opción era leer y recordé los libros que había comprado unas semanas antes en una de las paradas que se instalaban junto al Quai de Montebello. Cogí uno de ellos: Y siguió la fiesta de Alan Riding. Leí la contraportada para hacerme una idea de qué iba, aunque la portada era tan explicita que pocas dudas dejaba por disipar. Hitler aparecía en primer término acompañado de dos de sus secuaces y en la parte inferior de la portada, unas señoritas con escasa ropa bailaban en lo que parecía ser una sala de fiestas. La trama comenzaba a partir de la entrada de las tropas alemanas en París en  junio de 1940, al ritmo de la marcha de San Lorenzo.  A consecuencia de esta tragedia en toda regla, la respuesta de los parisinos había sido diversa y, más de una vez, desesperada.  Algunas personas habían puesto fin a su vida de forma voluntaria, otras habían pasado a engrosar las filas de la Resistencia, y la mayoría habían seguido con su vida cotidiana, adaptándose como podían a la nueva e indeseada situación.  Según afirmaba el autor del libro,  los bares seguían abiertos, los cabarets lucían sus mejores galas y la respuesta de los intelectuales había sido confusa y plural. Sin duda habían sido los ciudadanos judíos los que habían corrido la peor suerte, ya que muchos de ellos habían sido detenidos en sus propias casas para ser después  conducidos al campo de exterminio de Auswitch.
La verdad es que la lectura, aunque tenía todo el aspecto de ser muy interesante, no era quizás el libro que yo necesitaba en aquel momento. Sin embargo, me atrapó y seguí leyendo. Su  autor, Alan Riding, periodista británico,  afirmaba que no se atrevía a juzgar a aquellas personas que se acercaron peligrosamente al enemigo para poder sobrevivir, para decir a continuación que cualquiera de nosotros podía llegar a preguntarse qué habría hecho en una situación similar. 
Dejé la lectura. Era increíble. A pesar de ser una ciudad invadida,   humillada y derrotada, París había seguido siendo una fiesta, una ciudad de luz enmarañada, pero luz al fin y al cabo.  Los bares habían seguido abiertos  y los cines y los cabarets funcionaban a pleno rendimiento.  Las fiestas de los intelectuales que se quedaron en la ciudad se prolongaban hasta bien entrada la madrugada, evitando como podían el toque de queda impuesto por las tropas nazis.. El autor ponía contra las cuerdas al lector al cuestionar qué habríamos hecho cualquiera de nosotros en una situación similar. Yo me lo pregunté en aquel momento, aunque tampoco estaba muy propensa a la reflexión. ¿Qué se puede hacer o dejar de hacer por miedo? - pensé- ¿Qué se puede hacer o dejar de hacer por amor?   No era la primera vez que alguien planteaba la validez moral de un juicio sin tener en cuenta la época ni el momento. Pero, de todas formas, y a pesar del interrogante que cuestionaba el escritor, para mí lo intolerable no dejaba de ser intolerable.  ¡Dios! -pensé- cuántas cosas que no sabia se presentaban ante mí como un camino que se va abriendo entre una niebla inesperada. Me sentía tan ignorante que me hubiese pasado toda la noche leyendo. Pero los párpados me pesaban como sacos de hormigón. Tenía que dormir o de lo contrario a la mañana siguiente no podría levantarme y tendría un humor de perros. Precisaba respuestas y creía saber quien podía dármelas: Francois Pallier. Sólo Dios sabía lo que habían visto aquellos viejos y tristes ojos, qué secretos guardaba su memoria aún lúcida. Al día siguiente, o al otro o cuando fuera, me haría la encontradiza en el parque. Estaba segura de que él seguiría día tras día apoyado en la verja de la Iglesia de San Julián, vigilando que los niños no saliesen corriendo a la calzada para acabar bajo las ruedas de cualquier coche.  Necesitaba información y estaba segura de que la lista de nombres encontrada en la casa de Normandía, era sin duda un as de oros. 
No sé si siguió lloviendo durante toda la noche, pero yo ya no me enteré. El móvil no sonó.  Me pregunté más de una vez si llamaría algún día Guillermo. O si ese ya te llamaré era una de esas frases hechas que se dicen cuando no se piensa llamar nunca a la persona en cuestión. Ya veríamos. El tiempo lo diría. Pero me daba pánico volver a estar pendiente de una llamada de teléfono. Ya lo estuve una vez y no había sido agradable.  Sumida en estos pensamientos, llevé el plato vacío que había sobre la mesilla a la cocina y apagué la luz. Si ponía la televisión, posiblemente caería en un sueño profundo. Fui cambiando de canal hasta que di con una imagen y una frase que me sonaban: jefe, váyase a dormir- decía uno de los personajes- a lo que el otro contestaba: no, estoy esperando a una dama. Aquella era la película que necesitaba para arrancar mi alma de la inquietud que la dominaba y llevarla hasta el oscuro bar en el que Humphrey Bogart e Ingrid Bergman se debatían entre el amor y el deber. Estaba cansada - incluso dolida - de historias - reales o ficticias-   que hablaban de generaciones perdidas, de jóvenes que crecían en barrios  sin futuro, de aquellas otras que se veían reflejadas en el libro de Alan  y que nunca se perderían en la calima del olvido, aquellas que no sólo habían visto roto su futuro tras la invasión alemana, sino también su presente.  
A la una de la mañana me desperté con una extraña sensación. No sabía si era de día o de noche. Miré el móvil. Parpadeaba. Tenía un mensaje. Era de Coraline. Lo abrí. 
J´ai peur. 
Tengo miedo, decía. Lo había enviado a la una de la madrugada. ¿De qué tenía miedo Coraline? Era demasiado tarde para llamarla y me sentía tan cansada... Pero me prometí que a la mañana siguiente, nada más más levantarme, la llamaría. La inquietud que me produjo el mensaje de Coraline no había podido despejar  mi intensa fatiga.
La televisión seguía encendida. Bogart se despedía de una Bergman que no quería abandonarle. Siempre nos quedará París- decía.
No podía estar más en lo cierto. 

martes, 25 de junio de 2013

El Señor de las Zarpas


Había una vez un circo que ya no alegraba el corazón de nadie. La carpa, descolorida y avejentada por los años, cubría una pista en la que los payasos apenas hacían reír y los leones, a causa de la debilidad, parecían dulces gatitos. A pesar de esa decadencia acelerada, la entrada para ver el espectáculo era cada vez más cara, y eran cada vez menos las familias que decidían pasar una tarde en el circo. 

En aquel circo dejado de la mano de Dios, mandaba un señor tan gordo como tonto. Y erra el que piense que con ello quiero insinuar que los gordos son tontos o que los tontos son gordos. Nada más lejos de mi inocente intención. Pero es que el señor del circo era gordo, tonto y lucía una panza generada a base de buen comer y mejor beber. Se llamaba Perpetuo, pero todos le conocían por el Señor de las Zarpas, ya que en su juventud había sido, o al menos eso decía el, un aguerrido domador de tigres.
Una tarde de principios de verano, húmeda y cálida, en la que apenas dos nubecillas etéreas jugaban a formarse y evaporarse en el cielo, el jefe del circo, llamó a sus trabajadores y les dijo así:
- Queridos amigos, no hay otra solución. Después de mucho meditar he llegado a la conclusión de que, para ganar público, debemos bajar el precio de las entradas. 
El payaso patizambo, que además tenia un ojo verde y otro azul, dijo entonces:
-¿Y cómo lo haremos, Señor de las Zarpas? 
- Con sacrificios, payaso. Sólo he encontrado una forma, y es bajar vuestros jornales. 
Se produjo un murmullo hostil que se extendió sobre la arena de la pista como un remolino súbito. 
- Pero si ya cobramos muy poco - protestó el funámbulo-. Mirad mi uniforme. He tenido que hacerle un zurcido allí donde la espalda pierde su digno nombre. 
Todos rieron, no se sabe si por la gracia que les había hecho la ocurrencia del equilibrista, o por los nervios que comenzaban a estar más tensos que la cuerda de un violín. 
- ¿Y que vamos a cobrar? - preguntó la contorsionista que en aquel momento se había hecho un lío con las piernas y parecía un nudo marinero.
El Señor de las Zarpas se infló como una palomo encelado. 
- Pues os confieso que, con todo el dolor de mi corazón, tendré que bajaros el sueldo de seiscientos a cuatrocientos airos al mes. 
Los rumores de malestar crecieron en intensidad. La tensión del ambiente se podía cortar de un tajo con el látigo del domador.
- Mis leones tienen hambre - dijo éste-, y eso no es bueno, ni para ellos ni para mí.
 - Pues tendrán que seguir a dieta, igual que los tigres y los elefantes - afirmó el Señor de las Zarpas con resolución- 
Aquella noche fue muy triste. El domador tocaba la armónica junto a su caravana, mientras el payaso listo se comía un plato de lentejas recalentadas. De repente, alguien emergió de las sombras. 
- Nos vamos, Tarzán.
Eran Mabel, la contorsionista, y Rodrigo, el payaso de los ojos bicolor. 
Tarzán el domador, no se llamaba Tarzan, claro está, pero a fuerza de andar entre grandes felinos, todos habían acabado olvidando su verdadero nombre. Yo confieso que tampoco lo sé. 
- ¿Y dónde vais?
- Adonde sea - contestó Mabel en un susurro-. Esto es ya insoportable. 
- Estáis locos- aseveró Tarzán-. Sin el circo no somos nada, no valemos nada. 
- Pues preferimos no ser nada que permanecer aquí - dijeron a la vez-. 
la pareja, de la que todos decían que eran algo más que compañeros de trabajo, desapareció por un bosquecillo cercano, y en cuanto los demás no pudieron verles, entrelazaron sus manos y siguieron adelante.
Al día siguiente, las entradas bajaron de precio y el circo se llenó un poco más. Sin embargo, el espectáculo había bajado de calidad a causa de la ausencia de los dos artistas fugados. El payaso de los ojos bicolor era gracioso de narices, y la joven contorsionista hacia prodigios con su esbelto cuerpo. 
Por la tarde, cuando el sol ya caía, el Señor de las Zarpas volvió a reunirlos en la pista del circo. 
- Esto marcha muy bien - dijo con el semblante más animado-. Y he tenido otra idea. 
Todos temblaron. 
- Si rebajamos un poco más vuestros jornales, podríamos bajar más las entradas y tendríamos más público. Mantendremos a los chimpancés a dieta y dejaremos morir a Benzo. El pobre ya no sirve para nada. Y os aseguro- añadió cabizbajo-,  que me duele esto más que a vosotros.
- Pero el viejo tigre Benzo - protestó el domador- ha estado en el circo desde que nació. No podemos hacer eso con él. 
- Podemos - dijo el Señor de las Zarpas-, y dio por concluida la reunión. 
Aquella noche el payaso listo liberó a Benzo y lo llevó  al lugar más inaccesible del bosque. Era muy viejo pero muy listo. Sabría buscarse la poca vida que le quedaba.
Y no se sabe cómo -o al menos a mí no me lo han dicho- los chimpancés pusieron pies en polvorosa y se refugiaron en una playa aislada donde crecían los pinos mediterráneos y florecían las jaras.  E incluso hay quien dice que el elefante Dimbo abrió sus grandes orejas y echó a volar. Aunque yo esto último, a pesar de que soy crédula por naturaleza, lo dudo mucho. 
A la mañana siguiente el Señor de las Zarpas estaba furioso. Después de la función, que fue un desastre, reunió a los escasos artistas que quedaban y les dijo así: 
- La situación es insostenible - afirmó-. Vuestros compañeros, e incluso los animales, han huido en desbandada. Con todo el dolor de mi corazón, debo deciros que esta noche dormiréis atados. No puedo exponerme a perderos.
Todos se quedaron atónitos. Aquel gordo, tonto y malvado Señor de las Zarpas les iba a encadenar  como a esclavos. Ni siquiera se escuchó un rumor.  Se miraron unos a otros desolados, atribulados, resignados. Sin embargo, cuando la noche cayó sobre el circo y las estrellas brillaban como lo que en realidad son - soles lejanos-, el mago Linmer desató las cadenas de uno en uno, hasta que todos quedaron libres. Después desengancharon las carretas de los animales procurando no hacer ruido, y salieron al camino sin saber muy bien adonde ir, pero teniendo muy claro lo que dejaban atrás. 
Cuando amaneció, el Señor de las Zarpas estaba solo, solo sobre la arena como un gladiador herido y derrotado. Y sabía que, por mucho que bajara las entradas, nadie más volvería a entrar en aquel circo que ya no alegraba el corazón. 

domingo, 16 de junio de 2013

La y griega y el toro de la Vega.


Hoy me ha dicho mi hijo que la y griega ya no se llama y griega, que se llama no sé cómo, pero no quiero ni acordarme. Por Dios - he pensado-, que poca faena deben tener los de la Real Academia  para que se vean obligados a derogar, defenestrar, y acabar con el nombre de la y griega. Y seguro que les pagan por ello. Y probablemente, que antes de llegar a esa importante decisión, han mantenido larguísimas reuniones, enconados debates y han llevado a cabo profundos estudios. 
Me importa un pito, con i latina, porque para mí, hasta el día que ponga el pie en esa delgada línea que nos separa de quien sabe qué, la i latina seguirá siendo la i latina y la y griega seguirá siendo la y griega. Y ellos que hablen. 
Y dejando este estúpido tema atrás, me voy a otro que me duele mucho más. Es curioso que un país que es capaz de finiquitar en un pis pas el nombre de una letra,  no  pueda  poner fin a espectáculos tan bárbaros, sangrientos, crueles, brutales, violentos, mezquinos, bárbaros, despìadados, incultos... Esperad ¿qué me dice el señor de la Real Academia? ¿Que no puedo poner tantos adjetivos seguidos? Venga ya, cuando la acción se lo merece yo pongo todos los adjetivos que sean capaces de soportar mis escasos pero admirados lectores. Así que, señor de la RAE, calladito estás más... calladito. Me estoy refiriendo, para no aburriros, a ese evento despreciable que se celebra cada año en la localidad de Tordesillas, en la que un toro es lanceado por centenares de hombres que lo persiguen por un bosquecillo polvoriento, hasta su muerte. Se me pone la carne de gallina sólo de escribirlo, porque no quiero imaginarlo. Barbarie, salvajada, ensañamiento, que dice muy poco a favor de las "personas" que participan en esta masacre.  ¿Cien hombres - o más-  armados con afiladas lanzas que clavan una y otra vez en el cuerpo malherido del toro,  o cien cobardes armados contra un toro? Todos los años se recogen miles de firmas en toda Europa para que se acabe con este brutal espectáculo y cada año se vuelve a repetir. ¿Qué país es éste que nos quita la y griega pero no es capaz de acabar con un festejo que, a la mayoría de españoles, nos avergüenza hasta el límite.  
Y ese es el problema. Somos muchos ya los españoles que no nos reconocemos en las costumbres de este país. Somos muchos ya los españoles que nos avengonzamos de las costumbres "ancestrales" de esta España nuestra, entre las que también se encuentran, por cierto, ahorcar galgos cuando acaba la temporada de caza.  Y eso es peligroso porque, llegado el día, nos dará vergüenza decir abiertamente que somos españoles.
 Quiero que mis palabras hagan daño, tanto como esas lanzas que se clavan sin piedad en el animal condenado a muerte por una sociedad ignorante que no conoce la piedad.  Escribo con ánimo de ofender, como diría Pérez Reverte. Y desde ahora mismo pongo a Tordesillas en mi lista negra,  y haré todo lo que esté en mi mano para abolir de una puñetera vez esa costumbre ancestral y vomitiva que me llena de asco. Vida y libertad para el Toro de la Vega. 

jueves, 13 de junio de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XVI



Mis esperanzas fueron vanas. Ocho horas después de conciliar el sueño, me desperté sobresaltada y entresudada. Mi inconsciente aquella noche había hecho de las suyas, probablemente desbordado por toda la información que había tenido que procesar. Había soñado que recorría un bosque incendiado a lomos de un minotauro indómito, y que el capitán Trueno había venido a rescatarme antes de que llegara a caer a un río de aguas turbulentas. Cuando toqué las aguas heladas del río, me desperté. Nada más abrir los ojos, noté un sabor amargo en la boca. Supe de inmediato que era la maldita bilis acumulada de tanto nervio. Me serví un vaso de agua fría y puse la televisión. A primera hora de la mañana solía ver los noticiarios. Aunque  todavía no entendía muy bien lo que decían, las imágenes hablaban bien claro de lo que el día anterior había pasado en el suburbio de Clichi sous bous: barricadas, coches incendiados en medio de la calzada, cargas policiales, gritos... Se me aceleró el pulso y si seguía viendo aquello no tardaría en vomitar. Apagué la televisión con los ojos aún semicerradus y fui a ver a Alice, que seguía durmiendo plácidamente. 
No me sentía con el ánimo capaz para visitar más parques con patos, así que comencé a pensar en un plan sencillo para pasar la mañana con la pequeña, un plan que no aburriera a la niña ni me machacara a mí más de lo que ya estaba, Consultaría el mapa  de nuevo porque, para mi desconcierto, Javier no subió ni siquiera para dar los buenos días. Supuse que la conversación que había escuchado la noche anterior, había ido a más, aunque tampoco me pareció tan gran delito haberme acercado hasta el barrio de Clichi. Después de todo, yo no sabía que iba a meterme en la boca del lobo el peor día de su historia. Me equivoqué, sencillamente,  de día y de lugar. 
Me preparé una manzanilla a ver si conseguía arrancar de mi boca aquel sabor asqueroso. No debía darle más importancia a lo que no la tenía. Miré el móvil. Eran  las ocho y cuarto y tenía tiempo suficiente para comer lo que mi cuerpo estuviera decidido a admitir. Luego, me arreglaría adecuadamente y despertaría a Alice con la enorme sonrisa que ella se merecía.  
Después de una ducha corta y con agua que casi hervía, decidí maquillarme. Había que enterrar de alguna forma aquella cara de cadáver que se me había quedado tras la aventura del día anterior. Abrí el neceser para comenzar a usar a fondo mis armas de mujer, y allí, junto a las pinzas de depilar, encontré un papel doblado que había adquirido la misma tonalidad dorada que mi sombra de ojos. Desplegué con cuidado el papel. Ya ni me acordaba. Era la lista de nombres que había encontrado en la biblioteca de la casa de Normandía. Los volví a leer muy despacio: Jean Guy Bernard, Henri Frenay, François Pallier, Maurice Cravoisier, Agnes Humbert y Jean Moulin. ¿A quien pertenecerían aquellos seis nombres? Estaba claro que sólo conocía a uno de ellos, a Maurice, pero, ¿quienes eran los otros? Dejé el papel sobre la mesilla central y, junto a él, extendí el mapa de la ciudad. Necesitaba encontrar pronto un objetivo para aquella mañana, un paseo tranquilo que me reconciliase con el París amable, luminoso y feliz. 
A un tiro de piedra estaba el Square René Viviane, un pequeño parque situado junto al Quai de Montebello, y muy cerca de casa. Era suficiente para pasar la mañana y para que la pequeña Alice pudiera corretear un poco sobre el césped. Si la niña se cansaba, podríamos acercarnos a visitar la pequeña iglesia de San julián el pobre, adosada al jardín y rodeada de pequeñas y antiguas casas pintadas de vivos colores. Cerré el mapa. Estaba decidida El día era bueno, la predicción del tiempo había sido inmejorable y moverme por el quartier me aportaría la tranquilidad que necesitaba después de la emocionante jornada anterior. 
Desperté a Alice a la hora acostumbrada, Supuse que mi maquillaje había surtido su efecto porque la niña me saludó con una gran sonrisa. Después de darle el desayuno y vestirla, salimos a la calle. Eran poco más de las once y el sol iluminaba la inmensa mole de Notre Dame dando la impresión de que se trataba de un barco anclado en tierra contra su voluntad. 
Crucé la calle mirando hacia uno y otro lado, y en apenas unos minutos llegué al parque, No era muy grande, pero lo consideré suficiente para pasar el par de horas que quedaban para la comida. Me senté sobre el césped y tumbé a Alice  sobre su mantita para que no cogiera humedad. Le había bajado una pelota para jugar y en ese momento la estaba haciendo rodar de una mano a la otra. Miré a mi alrededor complacida mientras me dejaba acariciar por los rayos del sol. En el centro del parque había una fuerte en la que destacaba una escultura esculpida en bronce.que representaba a varias personas entrelazadas. Sobre el césped, algunos jóvenes leían o charlabam. Era la calma que había ansiado, la tranquilidad que tanto precisaba. Comencé a pensar en el día anterior, en el ruido, las voces, el miedo. Pensé en Guillermo. ¿Volvería a verlo alguna vez? Había dicho "Nos vemos" antes de irse, pero eso es precisamente lo que suele decirse cuando no piensas ver a alguien nunca más. Así que más valía no alimentar esperanzas.  Saqué el libro que me había llevado para leer un rato, pero, fue entonces, en aquel preciso momento, cuando advertí que alguien me miraba. Unos metros más allá, junto a la verja que rodea la iglesia de San Julián, estaba aquel hombre, el anciano que días atrás me había hablado mientras esperaba que cambiase el color del semáforo, el que me había preguntado si Alice era la nieta de Maurice. Noté un escalofrío por todo el cuerpo. Otra vez aquel anciano perverso instalado en un lugar estratégico del parque, seguramente espiando a inocentes niños que jugaban sobre la yerba. Sentí un repentino asco, y en un movimiento instintivo, cogí a la niña y la senté sobre mi falda. Mi enfado crecía como la marea en luna llena. Si el parque era precioso, si el día era plácido, ¿por qué siempre había algo, -en este caso alguien- que acababa estropeándolo todo? Alice se estaba poniendo irritable, quizás porque sentía mi propio nerviosismo. En vez de pasarse la pelota de una mano a la otra, ahora se había empeñado en lanzarla lo más lejos posible. Me levante airada, cogí la pelota y la guardé en la bolsa de red del cochecito, Ahí se acabó la paciencia de la pequeña que comenzó a llorar desconsoladamente. Miré en dirección a la iglesia. Allí continuaba aquel hombre indecente, apoyado en la pared, observando a su alrededor con mirada vigilante, como una pantera a punto de saltar sobre su presa. 
Me percaté de que la indignación subía por mi garganta como un vómito indeseable. Era preciso coger el toro por los cuernos y plantar cara a la situación. Coloqué a la niña en el coche, a pesar de su tenaz resistencia, y avancé hacia él con paso firme. Tuve la sensación de que me estaba esperando porque en ningún momento hizo ademán de rehuirme. 
- Bounjour- le dije con la cara contraída por la rabia que sentía- 
- Buenos días- contestó en castellano, supongo que para intentar sorprenderme- 
Fui al grano. No estaba para tonterías. 
- ¿Qué es lo que hace aquí?-interrogué- 
- Tomo el sol.  N´est pas possible?
No me arredré. 
- He visto cómo mira a los niños y no me gusta nada.
Me miró fijamente. Tenía los ojos grises como un atardecer sombrío. 
- Es usted una mujer muy bonita, pero tiene una mente ecceurant... enfermiza..
No podía creer lo que estaba escuchando. 
- Creo que la mente enfermiza es la suya- dije, y no pude evitar que mi voz temblase levemente. 
El hombre miró hacia otro lado. 
- Usted no sabe nada de nada. Peut être, está muy mal informada. 
-Eso es lo que usted quiere creer. 
Se volvió hacia mí, lentamente. Sus ojos estaban enrojecidos, su pupila, dilatada como la de un gato en una noche oscura.   
- Sí, madame, sí- dijo alzando la voz agitada-, es verdad que miro a los niños, a esos niños torpes y revoltosos que corren como galgos detrás de las pelotas...
No podía más. 
- ¿Está reconociendo...?
-¡ Sí! -gritó enfurecido-. Miro aux enfants  que corren sin ver y se lanzan a la calle detrás de un balón. Igual que hizo mon fils. 
- ¿Qué?
la voz del anciano se convirtió en un susurro quebrado. 
-Mon fils de seis años jugaba en el parque, un matin comme ça. Se le escapó el balón y salió corriendo. Era el año 1942. París estaba ocupada por los alemanes. Une voiture  de la carlingue...
- ¿la carlingue?
- La gestapo francesa, un hatajo de canaille - aclaró sin mirarme-.   Le voiture pasó a toda velocidad y lo arrolló. Nadie pudo hacer nada. 
No supe qué decir. En aquel momento sólo pensé en lo arriesgado que era hacer juicios precipitados sobre las personas. 
- Perdón- pude al fin murmurar-. No podía saberlo. 
El anciano me miró. Creí ver lágrimas en sus ojos.  
- Claro que no podía saberlo - afirmó- Je ne veux pas ni pensar que le ha contado la familia de Maurice. 
Creí oportuno no dar explicaciones. 
- ¿Eran ustedes muy amigos?
- Sí -contestó lacónicamente- 
- ¿Puedo preguntarle su nombre?
- Siempre que usted me diga el suyo.
Ironizaba. Parecía haber superado el mal trago. 
- Asun, me llamo Asun Gascó.
Me tendió la mano, un tanto temblorosa. 
- François Pallier, a votre servicio. 
- Gracias. Debo irme ya - dije mientras observaba los gestos  de enojo que hacía la pequeña-. Alice está un poco enfadada. 
- Tenga cuidado, madame. 
Y formulada esta clara advertencia ¿o amenaza?, comenzó a caminar muy lentamente en dirección a la calle. Yo le observé mientras desparecía entre la gente sin dejar de hacerme una pregunta ¿ habría sido capaz de mentirme? 
Volví a casa despacio, absorta en mis pensamientos. Así que aquel anciano fisgón no era un repugnante pederasta, sino un responsable padre traumatizado por las terribles circunstancias que rodearon la muerte de su hijo. Me avergoncé de mi misma y de mis malos pensamientos. Menudo chasco y menuda forma de hacer el ridículo. Aceleré el paso al cruzar el semáforo, Una idea se abría camino en mi mente como un relámpago en la noche más opaca. Llegué a casa con la respiración agitada. Coloqué a Alice frente a la televisión, puse la película de la Sirenita, para variar, y corrí hacia el cuarto de baño. Dentro del neceser seguía la lista de nombres que había encontrado  por casualidad esa misma mañana. Me senté en el sofá y volví a releerla. Allí, en tercer lugar, estaba su nombre: François Pallier, marcado con un punto que algún día debió ser rojo y que ahora apenas era visible. Respiré hondo para tratar de serenarme y encontrar el hilo conductor de todas aquellas casualidades. ¿Por qué el nombre de aquel anciano que había perdido a su hijo bajo las ruedas del imperio nazi aparecía en aquella vieja lista?
Estaba tan cansada y confusa que esa tarde opté por no salir. Alice y yo nos quedamos leyendo cuentos y viendo películas de dibujos. 
Aquel ambiente distendido y sosegado me animó a pensar que quizás fuera mejor olvidar todas aquellas historias y dejar que el pasado se quedara en su sitio para siempre. 
Pero no estaba muy segura de querer hacerlo. 

martes, 11 de junio de 2013

la vida entre normativas


La tarde había sido tan calurosa que Higinia no había podido salir a la  calle hasta la puesta de sol. El viento de poniente había soplado recalentando el asfalto y las paredes encaladas de las casas. Higinia cogió una silla de enea, su cesto de labores y salió a la calle. Le había prometido a su sobrina que tendría listas las puntillas de los visillos antes de las fiestas, pero ahora se daba cuenta de que iba ya mal de tiempo. Pasó sus grandes manos por sus piernas hinchadas y varicosas y presintió que, de seguir así, más pronto o más tarde, acabaría en una silla de ruedas. 
- ¡Lisardo! - llamó a voz en grito- Saca la manguera y riega un poco la calle que parece que sale fuego del suelo. 
Higinia cogió el cesto de las labores y se lo puso sobre las rodillas. Por la calle vio venir a un niño de la edad de su hijo. Traía las mejillas enrojecidas y, mientras corría, empujaba un balón medio deshinchado. 
- ¿Está Juan?- preguntó el chiquillo-
- Ha ido a dar una vuelta en bicicleta.
- ¿Por dónde?-
- No tengo idea, hijo. El suele ir por el camino del río. 
 El niño hizo un gesto de desaliento y siguió corriendo. 
- Espera chaval - gritó Higinia- ¿Puedes acercarte al ultramarinos y  traerme un kilo de azúcar? Tengo las piernas muy cansadas. 
El niño se detuvo en seco. No parecía que le agradase la idea en absoluto.
- Y te compras un kinder de paso -añadió ella- 
El niño se acercó, cogió el dinero que le tendía la mujer y siguió corriendo. Fue en ese momento cuando Lisardo salió con la manguera con la mano. 
- Pues si hace calor, joder - exclamó- 
- Ya ves, no sopla ni la brisa. ¿ Tenéis hoy partida?
- Sí,  y esta vez toca en casa ¿has comprado las cervezas?
- Están en el frigorífico. 
Como manos invisibles, el vapor emergía del asfalto recalentado envolviendo las piernas hinchadas de Higinia. Las nubes de tormenta que habían amenazado a primeras horas de la tarde, se habían disipado por completo. Lisardo comenzó a regar con parsimonia.
  Ese fue el momento en el que por la esquina de la calle apareció una pareja, un hombre y una mujer, correctamente vestidos, él con traje de chaqueta, ella con una anodina falda gris y una blusa blanca camisera. Llevaba la mujer zapatos de medio tacón y el pelo recogido en un apretado moño. Se acercaron con lentitud mientras Higinia los miraba con recelo y pensaba que serían unos de aquellos pirados que vendían religión de puerta en puerta. Iba a cortarles las alas en seco. Cuando se pararon frente a ella, les dijo:
- Soy católica. 
- Me parece muy bien. - Dijo la mujer sin sonreír- No venimos por eso. 
Higinia dejó la labor sobre el regazo mientras Lisardo miraba de reojo a los recién llegados. 
- Pues díganme en qué puedo servirles.  
- ¿El que riega la calle es su esposo? - Esta vez era el hombre quien habló
- Si señor.
-¿Y sabe usted que están contraviniendo una normativa municipal de buenos usos con el agua potable? ¿Conoce usted cual es ahora mismo la reserva hidrográfica en nuestro país?
Higinia había comenzado a sudar. 
- ¿Qué?
- Que no se puede malgastar el agua regando la calle. Así que, según el Reglamento municipal publicado el 6 de agosto de 2009, nos vemos obligados a ponerle una multa de doscientos euros.
Higinia no daba crédito.
- Pero buen hombre, que eso es mucho, y yo soy pensionista. 
La mujer del moño, que ya retrocedía, se volvió. 
- ¿Es pensionista? ¿y eso que está tejiendo? 
-Unas puntillas para unos visillos, para la casa de mi sobrina- aclaró- ¿le gustan? 
-  A mí no pretenda engañarme - avisó la del moño con gesto torvo -¿Seguro que no las vende?
Higinia hizo un gesto de fastidio. 
- Pero mujer... ¿ Cómo iba a venderlas? ¿Sabe usted cuántas horas se tarda en hacer esto? 
- No tengo ni idea. Las labores del hogar no van conmigo. 
- Pues le aseguro que si tuviera que ponerles precio, nadie me las compraría. 
La mujer abrió una carpeta negra e hizo como si leyera. 
- Pues lleve cuidado. Si usted vendiera esas puntillas, estaría realizando un trabajo sumergido, y correría un grave riesgo de perder su pensión. 
Higinia comenzó a sentir una opresión en el pecho en el mismo momento que volvía el amigo de su hijo con el paquete de azúcar. 
- Gracias chaval - le dijo- ¿te has comprado el kinder?
El niño asintió con la cabeza y salió corriendo. 
- Perdone señora - dijo esta vez el hombre-, ¿ha mandado usted a ese niño a hacerle un recado?
- Si. Lo he mandado a por el azúcar. Es que no sabe usted cómo tengo las piernas...
El hombre pareció no escucharla. 
- ¿Es su hijo?
 - Es un amigo de mi hijo. 
El hombre hizo un gesto de exasperación.
- Pero mujer, ¿y si mientras ese chaval va a hacerle el recado le sucede algo? Le puede salir un coche, le puede morder un perro... Usted sería la responsable del percance, y no sólo eso, sino que incluso podría ser acusada de trabajo infantil y explotación de menores. 
- ¿Qué me está diciendo? 
-Lo que oye. Una democracia constitucional como la nuestra no puede convertirse en una anarquía. La culpa de la crisis, la culpa de todos los males que padece este país, la tiene la gente como usted, señora, gente que transgrede las leyes más básicas, que incumple las normativas...
 Edu, el truc, y Evaristo el de Eulalia, se sumaron en ese momento al grupo. 
- Buenas tardes- dijeron a un tiempo- 
-Buenas tardes caballeros -dijo la mujer del moño que había comenzado a sudar, con lo cual Higinia pensó que era probable que fuera un ser humano.- Si vienen ustedes a visitar a esta familia, nosotros ya nos vamos. 
- Qué va. Venimos a la partida, como todos los sábados. No se preocupen.
-¿Partida de qué?- inquirió la mujer-
- Del siete y medio, del cinquillo... ¿pasa algo?
- ¿Juegan acaso con dinero?
- Seis euros pone cada uno sobre la mesa, y na' más. El que gana invita a unas cervezas en el bar de la plaza. 
 El hombre del traje negro se tiró las manos a la cabeza. Tenía hinchadas las venas de la sien y las mejillas arreboladas.
- ¿Pero no saben ustedes que están incumpliendo la normativa que sobre juego se ha dictado en este país?
- Pero si esto es una partidilla entre amigos- se quejó Edu- 
- Esto es juego ilegal, en domicilio particular y con dinero. Señora, lamento decirle que a usted y a su esposo los vamos a tener muy vigilados. Vamos a estar siempre muy cerca. Vamos a ...
Lisardo, que se había ausentado durante unos minutos, apareció en la puerta de la casa, acompañado de un tremendo rottweiler de porte amenazador y  brillante dentadura.  
- ¡Dios mio!- exclamó la mujer del moño dando un paso atrás-.  Supongo que sabe que ese es un perro potencialmente peligroso. 
- Lo sé. 
- ¿Está educado?
- Está educado, sí, señorita, y con matrícula de honor.  
- ¿Vacunado?
- Naturalmente, y si quiere ver la cartilla... 
- ¿Tiene chip?
Lisardo dio dos pasos hacia adelante. 
- Tiene chip y, como verá,  una mandíbula capaz de triturarle a usted el moño y lo que lleva a él pegado, o sea su cabeza. Lo que quiero decir es que se van ustedes cagando leches o este pedazo de perro les va a hacer algo más que cosquillas.
El hombre y la mujer retrocedieron sin dejar de mirar al perro. 
- Tendrán noticias nuestras, muy pronto. Es la gente como ustedes los que están hundiendo nuestro país, los que...
Las voces,  y sus dueños, dieron la vuelta a la esquina y se perdieron en la distancia. 
- Míralos cómo corren.- rió Higinia- Ay, Lisardo, qué malo eres, pero si el pobre Roure tiene cinco meses. Sólo quería jugar. 

- Sí,  Higinia, pero esos sabelotodo de las normativas,  no tenían ni idea. Venga, Edu, Evaristo - dijo Lisardo haciendo un expresivo gesto con la mano-,  vamos a echar la partidita de una vez. 
Mientras, Higinia volvió a su labor, a ver si podía acabar las puntillas antes de que llegaran las fiestas. La noche caía como un regalo del cielo, y con ella, una suave brisa que refrescó el ambiente. 

lunes, 3 de junio de 2013

El buen vecino



El hombre permanecía sentado sobre la cama, con el rostro escondido entre las manos. Frente a él, otro hombre, de pie, le miraba atentamente sin decir nada. El primer hombre sollozaba. El segundo encendió un cigarro lentamente y miró hacia la ventana como si el espectáculo de ver a un hombre llorar le resultara insoportable. Hacía una noche plácida y la luz de la luna llena atravesaba los visillos y se extendía por la habitación en penumbra contorneando la silueta de los muebles.  
- Cuéntame - le dijo el segundo hombre al primero-. No tenemos mucho tiempo. 
El primer hombre se quitó las manos de la cara. Su rostro estaba pálido y gruesos regueros de lágrimas lo recorrían. 
- No me acuerdo de nada, te lo aseguro. 
El primer hombre dio una profunda calada a su cigarro.
- ¿Discutisteis?
- Claro que discutimos. Eva se había ido al centro comercial sobre las siete y volvió a las doce de la noche. Ni siquiera me llamó por teléfono para avisarme de que llegaría tarde. 
El segundo hombre tomó asiento en un viejo sillón tapizado de skay.
- ¿Eso te enfado, Pablo?
- ¡Hombre! El centro comercial cierra a las diez y está apenas a un cuarto de hora. Pensé que le había pasado algo.
- ¿Y qué te dijo ella cuando llegó?
- Que se había encontrado con una amiga, pero no la creí. 
- ¿Por qué?
- Sus amigas tienen niños pequeños y no suelen estar a esas horas por ahí. 
- Ya.
Se produjo un silencio tenso, cargado de ansiedad.
-Déjame verla, Rodrigo. Quiero saber qué he hecho. 
Rodrigo se acercó a Pablo y puso sus manos sobre sus rodillas.
- Es mejor que no la veas- aconsejó-. No podrías olvidarlo. 
Una ráfaga de viento entró por la ventana y Pablo se estremeció en un temblor que le recorrió todo el cuerpo. 
- Escucha- le dijo Rodrigo en un susurro-, soy tu vecino además de policía. Sólo quiero ayudarte. Trata de recordar que pasó. 
Pablo volvió a esconder la cara en sus manos. Gimoteaba como un bebé hambriento. 
-Eva había llegado muy tarde. Llevaba un vestido de color azul  muy atrevido. Se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera bebido.
- Sigue- le animó Rodrigo- 
- Comenzó a servirse una copa tras otra. Me decía que no me metiera en su vida, que estaba harta de mis tontos celos,  que había estado con una amiga y punto. 
- ¿Y qué hiciste tu?
- Empecé a beber para que ella no acabara borracha como una  cuba. Después, ya no recuerdo nada.
Rodrigo miró a su alrededor. Sobre el sofá, en el suelo, en la alfombra, enormes manchas de sangre tapizaban el frío suelo de terrazo gris.
- Pues ya ves que la discusión fue a más.
Pablo volvió a sollozar entre grandes espasmos. 
- ¿A qué esperas para llamar a tus compañeros? No alarguemos esto más.  
- Estoy pensando.
- ¿En qué?
- Sabes que no vas aguantar mucho en la cárcel. Estás enfermo.
Pablo se retiró el pelo de la frente. La mano le temblaba. 
- ¿Qué importa ya?
Rodrigo dio una vuelta sobre si mismo, en un gesto estudiadamente teatral. 
- Claro que importa, Pablo. La vida importa. Es lo único que tenemos. ¿Cuantos años tienes?
- Treinta y cinco. 
- ¿Lo ves? Cuando salgas de la cárcel, la vida habrá pasado si es que consigues salir. Serás un viejo derrotado y fracasado, y sólo porque cometiste un error. 
- Soy un monstruo, Rodrigo. No he cometido un error. 
Rodrigo se encaminó hacia la ventana y dejó que  la brisa de la noche golpeara su cara curtida. Habló sin volverse. 
- Te doy una hora.
- ¿Qué?
- Ahí fuera tienes el coche. El aeropuerto está a tan sólo veinte minutos...
- ¿Estás loco? Vas a hundir tu carrera, te vas a meter en un lío...
Rodrigo se acercó lentamente. Su voz era suave y persuasiva.
- Sé lo que hago. ¿Tienes dinero?
- Algo. 
-Vete y no vuelvas nunca. 
Pablo comenzó a llorar de nuevo y esta vez fueron profundos gemidos. 
- No hay tiempo que perder, Pablo. Vete y recupera tu vida.
El hombre se levantó tambaleándose y abrazó a Rodrigo. 
- Eres un buen hombre y un buen vecino.
- No pierdas el tiempo. 
Cinco minutos después el coche de Pablo desapareció camino arriba, hacia la carretera, entre las sombras alargadas de los cipreses.  Las nubes habían semiocultado la luz de la luna y la noche se había vuelto más oscura. Rodrigo se sentó en el sillón y encendió otro cigarro. Cerró los ojos y dejó que transcurriera el tiempo. 
Apenas media hora después unos golpes sonaron en la puerta. Rodrigo gritó sin levantarse. 
- ¡La puerta está abierta!
Unos pasos sigilosos resonaron sobre el parquet. 
- ¿Ya se ha ido?
- Para siempre. Supongo que me merezco un beso, Eva.
- Un beso y más. 
Eva y Rodrigo se fundieron en un abrazo largo, brusco, traidor. Mientras la luna salía de nuevo de entre las nubes para iluminar el escenario de la mentira.