lunes, 18 de marzo de 2013

Mis primeros relatos que no llegaron al papel


 Hace unos meses, alguien, no recuerdo ya quien, me preguntó desde cuando escribía. Creo que le contesté algo parecido a desde siempre, frase que me libró del esfuerzo de recordar y que acompañé con una amplia sonrisa. Después, al volver a casa, me quedé pensando. No era cierto lo que había dicho, no escribía desde siempre, aunque sí es verdad que desde muy pequeña comencé a crear historias, que todavía no llegaron a verse reflejadas en papel. 
Hasta los diez años acudí al colegio de las Trinitarias, un colegio de monjas, exclusivamente para niñas, que se hallaba en el Llano de la Zaidia, junto al río. Tenía por aquel entonces una imaginación desbordante que hacía perder los nervios a más de uno, porque en aquella época ya casi olvidada de la infancia, mis primeras historias fueron mis primeras mentiras. Y no sabéis cómo disfrutaba. 
Cada dos por tres las monjas nos hacían ir a la iglesia, con un velo de tul blanco sobre la cabeza, y rezar de rodillas hasta que nuestros jóvenes huesos crujían como sarmientos rotos. Allí, catapultada por el aburrimiento que me causaba el rezo del Rosario, inventé mi primera historia, y si no mal no recuerdo, convencí a todas mis amigas. Les decía entre susurros que los santos, las imágenes que dormían en sus altares dorados, me hablaban a través de un complicado sistema de morse que yo acentuaba dando golpecitos con los nudillos en el banco de madera. Las niñas me preguntaban emocionadas qué cosas me decían los venerables y las vírgenes desde sus inmaculados aposentos, y como es natural, yo les contestaba lo que me convenía:  San Francisco dice que me des tu lápiz del número uno, de staedtler; Santa Agueda te pide que me invites a chuches al salir del colegio.  Me emocioné de tal forma con aquellas irreverentes fantasías que crecían como pompas de jabón, que estuve a punto de creerme yo misma aquellas patrañas. 
Mi imaginación se enredaba en los rizos de mi cabello cobrizo, como un matojo reseco de los que rodaban por mi barrio cuando soplaba el viento.  Recuerdo igualmente otra ocasión, esta vez en el pueblo, que unos cuantos niños entramos en una casa a recoger no me acuerdo ya que. En aquella casa encalada, muy sencilla, vivía una mujer sola, extraña, gorda, de nariz afilada como una bruja. Mientras mis primos hacían el recado, yo, llevada de mi innata curiosidad, miraba aquí y allá. De repente alcé una cortinilla que había bajo un fregadero y allí estaba: el cadáver de una mujer. Os aseguro que creí verlo: la cabellera caída sobre el rostro, la falda arrugada... Corrí de nuevo la cortinilla y salí hacia la calle velozmente. Mis primos, al ver la palidez de mi rostro,  me preguntaron qué me pasaba y yo les contesté, temblorosa, que había visto una muerta bajo el fregadero. La noticia corrió entre los niños como un reguero de pólvora y fueron muchos los que pasaron temerosos por delante de la puerta de la casa de aquella mujer-bruja que, mientras tanto, hacía punto de media sentada al sol de media tarde. Por fortuna, el rumor no llegó a oídos de los mayores, porque de haber sido así. a mi me hubieran llevado al psiquiátrico más cercano y me habría quedado a solas con mis alucinantes embustes. 
De ahí pasé a inventar historias de miedo, terribles historias de apariciones fantasmales, a cual más escalofriante, que contábamos junto al calor del fuego o en la que llamábamos Sala de lectura, historias que nos aterrorizaban en la misma medida que nos fascinaban. A pesar de todo este siniestro currículum, parece ser que nadie hizo ningún esfuerzo por canalizar aquella imaginación que se salía de madre y sin duda no sólo amenazaba mi estabilidad mental, sino también la de los que me rodeaban  Pero eso fue hasta que llegué al Instituto. 
En la Filial 5 del Instituto femenino San Vicente Ferrer en la que estudie el bachiller - primero el elemental y luego el superior- había una profesora que me llamaba por mi auténtico nombre: Desamparados. No he visto en mi vida un nombre más largo ni más triste, pero es el que me pusieron y, afortunadamente, el que casi nadie ha empleado para requerirme a lo largo de mi vida.  Menos ella. 
Era una profesora alta y delgada, probablemente de barrio rico. Un día, después de recoger las redacciones, me llamó a su mesa.
- Desamparados - me dijo mientras blandía la libreta frente a mis ojos-, ¿esto lo has escrito tú?
Creo recordar que era una redacción sobre una tormenta, una tormenta con todo lujo de rayos, truenos y vendavales. 
- Sí -le contesté sin dudar- 
- ¿De verdad?
No se lo creía y eso me fastidió hasta el límite.
- Pues claro - respondí un poco indignada. 
Tenía once años y una inseguridad más que manifiesta. 
- Pues cuando acabe la clase te vas a quedar y vas a escribir otra. 
Así lo hice. La profe de barrio rico me dio un tema y escribí sobre él mientras mis compañeras jugaban en el paseo y. flirteaban con sus primeros novios, algunos recién salidos del reformatorio.  Cuando acabé, se la entregué y, después de leerla atentamente, me dijo: escribes muy bien, Desamparados. Sigue escribiendo. 
Y fue entonces, ese preciso día, en ese exacto instante, cuando fui consciente de que quería escribir, de que  realmente aquello me gustaba, de que sabía hacerlo mejor que las otras niñas de mi edad. 
 Con el paso inexorable del tiempo, reconozco que mis sueños se quedaron en alguna cuneta recubierta de margaritas. Admito, muy a mi pesar, que no he llegado demasiado lejos en esto de la escritura, pero también es verdad que seguí  al pie de la letra el consejo de aquella profesora delgada, alta y rica. Desde entonces, no he dejado de escribir. 
Y han pasado ya unos cuantos años. 

2 comentarios:

  1. Sí, tienes una imaginación desbordante y escribes muy bien. Aquella profesora sabía de lo que hablaba y te dio un buen consejo.
    Espero que no desjes nunca de escribir.

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    1. Gracias Elías. Tiene mucho mérito que me leas en plenas fallas. Yo también quiero no dejar nunca de escribir. Que la salud me acompañe para poder seguir visitando vuestro tiempo.

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