viernes, 8 de febrero de 2013

La persecución



El semáforo se pone en ámbar y, a continuación, en rojo. Sara Frena en seco mientras baja con esfuerzo la ventanilla del coche. Hace un día cálido y húmedo, y enormes nubes rojizas parecen incendiar el horizonte. Vuelve a casa después de una jornada desastrosa, una de esas en las que sólo se desea que concluyan, una más en esa secuencia amarga de jornadas clónicas, grises y aburridas que últimamente dan forma a su vida.


Sin saber por qué razón mira por el espejo retrovisor. Tiene la misma sensación que cuando se piensa paranóicamente que alguien te persigue. Entonces le ve. Al principio tiene sus dudas porque el tiempo no ha pasado en vano, pero el vuelco inesperado de su corazón las despeja  rápidamente. 

Más viejo, sí, con menos pelo, con profundas arrugas marcadas junto a los ojos, pero es su rostro, el mismo con el que soñó noches enteras en una adolescencia casi olvidada. 
Han pasado veinte años desde la última vez que le vio, pero le hubiera reconocido en cualquier lugar. Vuelve a mirar obsesivamente hacia el espejo retrovisor. Es curioso -piensa- que en una era cibernética en la que la gente sólo se reencuentra en la comodidad de las redes sociales, ella se haya encontrado con el hombre que amó durante años junto a un semáforo, en el centro de una desabrida avenida, en una larga y pegajosa tarde de finales de primavera. 

Olvida el anodino día que ha pasado. Olvida la dura rutina que, poco a poco, ha ido quitándole brillo a la vida, y, por supuesto, olvida meter la primera marcha cuando el semáforo se pone en verde. Dejaré que me adelante - decide-. Y no es difícil teniendo en cuenta la mierda de coche que conduce-. Nunca es tarde para hacer una locura. Además, y a pesar de la acumulación de colesterol en su cuerpo, vuelve a sentir correr la sangre por las venas y ese  flujo carmesí despierta a guantazos los recuerdos de un letargo obligado. 

El muy canalla lleva un buen coche. Un bemeuve de color negro que brilla como un espejo a la salida del sol. Sin duda, le va bien en la vida, lo contrario que a ella. Sara quiere hacerse más pequeña de lo que ya es. Se agacha cuanto puede para tratar de esconderse tras el volante de su Ford fiesta de segunda mano, mejor dicho,  de tercera. El bicho - como suele llamarle cariñosamente- lo adquirió hace poco más de un año a la prima del cuñado de su vecino de rellano. Y ésta a su vez parece ser que ya se lo había comprado a un compañero de trabajo. Esa diversidad de dueños ha dotado a su utilitario de un historial que ya quisieran para sí muchos vehículos. Eso, y una malformación congénita que hace que su motor se caliente  mucho mas de lo habitual. 

Acelera cuanto puede para poder dar alcance al bemeuve, pero siempre intentando mantener una distancia prudencial. Menuda sorpresa le voy a dar- piensa con deleite-, e Imagina su sonrisa de oreja a oreja iluminando su rostro.  Fantasea pensando en un abrazo rotundo, incluso en un beso. Sin poder evitarlo, extrae de su memoria aquel beso en los labios, con sabor a tabaco negro, la mirada ansiosa, la caricia tanto tiempo deseada... y así, rememorando, el santo se le va al cielo. ¿Dónde esta? ¿Dónde se ha metido el maldito cochazo? Mira a su izquierda y obtiene la respuesta: el túnel. ¡Dios! se ha metido en el túnel que pasa por debajo de la antigua carretera de Barcelona.

 Le han comenzado a sudar las manos. Ahora ya no puede alcanzarlo. Ha tenido la oportunidad de su vida y la ha desaprovechado haciendo gala de su generosa torpeza. 
Se detiene de nuevo en otro semáforo. A su izquierda hay una bicicleta y a su derecha, otra. Tiene la extraña sensación de  que sendos ciclistas observan con ironía su rostro arrebolado. El motor de su Ford ruge como un viejo tractor agonizante. La salida del túnel esta un poco más allá del colegio de los Salesianos. No lo duda y se salta un semáforo en ámbar. El castigo de los coches que atacan por su izquierda es desproporcionado. Los conductores hacen sonar sus claxon como si en ello les fuera la vida. Sara lanza su melena por detrás de su hombro en un gesto de claro desafío y sigue adelante. Afortunadamente, el semáforo que hay junto a la calle Bilbao lo ha retenido.  Se pone las gafas de sol y se coloca tras él mientras su corazón hace serios esfuerzos por seguir latiendo con normalidad. Como si no pasara nada. 

Como si no pasara nada. Con toda naturalidad le cogió de la mano en aquella plaza inmensa abarrotada de gente. Fuegos artificiales llenaban el cielo de lagrimas de colores que iluminaban sus rostros. Y Sara sentía sus dedos acariciando suavemente la palma de su mano. ¿Es posible morir de felicidad? Estuvo segura en aquel momento y, más aún, no le hubiera importado. 

Menudo arranque tiene el puto bemeuve. En dos segundos adelanta veinte metros. Por un momento piensa que la ha visto y huye. Después de todo, la huida hacia adelante siempre fue su mejor técnica. ¿Por qué no puedes olvidarme - le preguntó  aquella noche casi olvidada mientras observaba con serenidad su triste expresión-. Porque te quiero - le susurró ella con voz temblorosa. "Pues ese es tu problema"- contestó él. Sara se estremece con sólo pensarlo. Sin duda, aquella  respuesta era en toda regla un puñetazo en el alma. Y se sintió tan sola como un abeto nevado en un bosque mediterráneo. 

¿Pero dónde va este hombre, Dios? Sara alarga el cuello por encima del volante.  El coche ha enfilado la avenida Blasco Ibañez a toda velocidad y le cuesta seguirlo. Siempre le costó. Le costó hasta entender sus más crueles ironías.

 ¿Te imaginas - le dijo aquella noche de verano-, junto a la persona que amas, con una copa de champagne en la mano, y frente a una chimenea con el fuego encendido? Estúpida hasta los talones ella contestó que sí, saboreando la gloria antes de tiempo. "Pues no eres tú"- añadió él para abrir más la herida y que la sangre - o lo que quiera que contenga el alma- pudiera salir en cascada. 

Sin embargo, el amor, a pesar de tantas jarras de agua fría, no se marchitó. Y ella pensó que era como el viento que trae la tormenta, la luz de la linterna que rasga la oscuridad, un roce, una sonrisa, una mirada cómplice que conduce al infinito y aún más allá, a un lugar donde las estrellas, por no tener, ni siquiera tienen nombre.

Ha llegado al Cabañal. El mar está muy cerca y el aire llega hasta ella fresco y aún más cargado de humedad. Se pregunta sobresaltada si este hombre no irá en busca de una de esas... meretrices que pasean junto al puerto enfundadas en estrechos y brillantes vestido de nylon. No lo cree, pero sabido es que mentes nobles y almas más o menos puras han acabado cayendo en la fácil tentación del sexo callejero.  

En aquellos días ya lejanos a los que se asoma desde su frenética persecución, surgió la duda con la imprudencia de uno de esos granos asquerosos que destrozan las mejillas más lozanas. ¿Cómo adivinar si el otro siente lo mismo que tú?, ¿Como saber si mira en la misma dirección, camina por el mismo sendero? ¡Coño! no ha puesto el intermitente y le ha obligado a dar un volantazo. El conductor que está a su derecha la mira con odio. "Qué pasa, eh?- le grita ella por la ventanilla-, ¿qué pasa? Aunque lo cierto es que ha estado  a punto de tragarse el tronco de una de las palmeras que adornan el seto central de la calzada. 

Sin duda va hacia la playa. Más romántico si cabe - piensa Sara- y se deja llevar de nuevo por al ansia de volver al encuentro  de la que alguna vez fue: joven, ilusionada, torpemente enamorada. Siente la boca seca. Pasa su lengua por sus labios finos y levemente agrietados y recuerda la tibieza de los suyos en aquella playa donde crecía la mandrágora y la magia llenaba la tarde de primavera. 

Está ya junto a la línea de adosados de la Malvarrosa.  Él aparca el bemeuve a la sombra breve de una acacia escuálida, y Sara se detiene a unos diez metros, entre un vado y una tienda de comida turca. Se contempla por un instante en el espejo, tiempo suficiente para desanimarse por completo. Ha sudado en exceso y tiene el pelo grasiento. Las ojeras parecen barcazas encalladas bajo sus ojos cansados. Abre la puerta del coche. Él esta manipulando algo en el maletero. Lleva un traje de corte clásico, pero se ha quitado la chaqueta y se ha quedado en mangas de camisa.  Sara camina hacia él conteniendo la respiración. Tampoco sabe cómo va a recibirla después de tantos años. Piensa en un instante qué huella dejan, a pesar del tiempo pasado, los besos, los abrazos, las caricias. Si son acaso como huellas de dinosaurios que permanecen para siempre, o huellas de gaviota sobre la arena, que se lleva la primera ola que llega. Está justo detrás de él. 
- Hola - dice, mientras presiente que está cometiendo un grave error- 
 El hombre se da la vuelta como una peonza, como si su voz inesperada le hubiera sobresaltado. 
-¿Perdone? - dice-
No la ha reconocido. La mira sin verla. No parecen sus ojos. No parecen sus labios.  Ha cometido un grave error.
- Perdóneme usted - contesta completamente azorada-. Creo que me he confundido. 
 Sara regresa al coche deseando ser por un momento, invisible. Los recuerdos revividos vuelven velozmente a las celdillas de su cerebro para fundirse de nuevo con el pasado. Todo ha sido como un espejismo que se ha esfumado en un par de segundos. 
Ahora ya lo sabe. Los besos, los abrazos, las caricias, fueron sólo como huellas de gaviota sobre la arena.  

2 comentarios:

  1. Vuelves a los finales bruscos llenos de amargura. Aquí la amargura se ha convertido en tristeza, pero es lo mismo. Me dejas con el corazón en un puño.
    Escribes tan bien que te confundes con el personaje. Pero debes comprender, Sara, que con un Ford Fiesta de tercera mano no se puede alcanzar a un Bemeuve.

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    1. Ja, ja, Tienes razón Elías. No me gusta dejarte con el corazón en un puño. A ver si la próxima me sale algo más distendido, pero es que la vida está siendo tan dura... Gracias por tus comentarios. Un abrazo.

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