martes, 8 de enero de 2013

El secreto de Maurice. Capítulo XI

Una semana después de llegar a Cauville sur Mer, en la Alta Normandía,  Javier recibió una inesperada llamada de su trabajo. Debía volver a Paris a firmar un proyecto arqueológico que se iba a llevar a cabo en Reims. Juliette se empeñó en regresar con él a pesar de las prisas que había tenido unos días antes para salir de la ciudad. Mientras ellos discutían una vez más tratando de no levantar la voz, yo permanecí en el jardín, al cobijo de una sombrilla, mientras  Alice jugaba con un rompecabezas de grandes piezas almohadilladas. 
Después de comer, y cuando por fin parecían haberse puesto de acuerdo, partieron hacia Paris no sin antes asegurarse de que el frigorífico y la despensa estaban lo suficientemente llenos para que no nos faltara de nada en los próximos días, ni a nosotras ni a los pobladores en diez kilómetros a la redonda. 

-En veinticuatro horas volvemos, Asun -me dijo Javier poniendo cara de circunstancias- Hubiera preferido que Juliette se quedara con vosotras, pero parece ser que también tiene ella un tema pendiente por resolver.

Mentía. Mentía y se notaba a la legua. Simplemente era que Juliette no quería quedarse con Alice y conmigo mientras Javier viajaba solo a Paris, pero yo sabía perfectamente lo que tenía que decir en estos casos. 

- No te preocupes -afirmé con una enorme sonrisa-. Alice y yo estaremos perfectamente. Aunque, eso sí, me va a sobrar casa por todas partes. 
Lo noté intranquilo.
- Podéis bajar al pueblo, es muy bonito y hay alguna pequeña tienda donde venden de todo, y la playa...
- No te preocupes - interrumpí-. Vamos a estar bien. 

Cuando por fin se fueron ya entrada la tarde, no pude dejar de sentir cierto alivio. Los últimos días, además de tensos, habían sido extraños. Demasiados misterios, demasiadas conversaciones que cesaban en cuanto yo entraba por la puerta, cosas tan raras como que aquella madre no hiciera caso de su propia hija o de que no hubiera forma de leer la prensa, ya que en cuanto ellos la leían, la rompian Pero lo cierto es que la casa sin ellos se transformó. Adquirió una luz nueva y recuperó un silencio reconfortante, sólo roto por los graznidos de las aves que sobrevolaban la casa al amanecer. Por la mañana, Alice y yo bajábamos a la playa con el almuerzo, el cubo y la pala, dispuestas a hacer magníficos castillos de princesas en la arena. Y por la tarde, merendábamos en el jardín, y cuando comenzaba a refrescar, volvíamos a ver, una vez más, la película de La Sirenita. Alice no quería ver otra, sólo la historia de aquella muchacha que, por amor, renunció a ser sirena y prefirió abandonar para siempre las profundidades del mar. Y por las noches, cuando Alice se quedaba dormida, yo bajaba al porche acristalado, y seguía leyendo la obra de Victor Hugo,  el relato sobre aquel muchacho deforme que, también por amor, se había enfrentado a todo hasta  llegar a perder su propia vida. 
Lo que en principio tenían que ser dos días, se convirtió en una semana. Javier me llamaba todas las tardes, poco antes de la hora de la cena, para preguntarme cómo estaba Alice y si teníamos algún problema. Yo le contaba nuestras excursiones a la playa, las compras en el pueblo, y las sesiones dobles de la Sirenita. El siempre acababa las conversaciones con un "seguramente, mañana estamos ahí", pero pasaban los días y aquella situación que en un primer momento había sido pasajera, acabó convirtiéndose en crónica. 
Me sentía el ama de aquella preciosa casa.  Cuando por las tardes Alice se dormía, yo me dedicaba a entrar en cada habitación, a subir a la buhardilla que estaba llena de trastos viejos, o a curiosear en la biblioteca. Cada habitación de la casa, y tenía seis, estaba pintada de un color y decorada con extrema elegancia. Cuadros de paisajes alpinos, jarrones austriacos de vidrio esmaltado en oro, flores de seda levemente descoloridas, edredones de cretona estampada, pequeños sillones instalados junto a los miradores. Sin duda alguna, cada rincón de aquella casa había sido diseñado para que el que la habitara se sintiera completamente a gusto. 
Aquella cálida tarde de principios de agosto, Javier me acababa de llamar cuando tocaban las seis de la tarde en el reloj de la biblioteca. Según me dijo, todo estaba arreglado y llegarían al día siguiente, sino surgía ningún problema. Estaban - y lo había dicho en plural- locos por ver a la niña. En París- añadió- llovía un poco pero hacía calor. Yo le dije que en Cauville sur Mer no había dejado de caer un suave sirimiri desde buena mañana, así que Alice y yo estábamos pasando el día en casa. 
Uno de los lugares más acogedores de aquella mansión, era sin duda la biblioteca. Situada en la segunda planta del edificio, se llegaba a ella por una estrecha escalera que apenas tenía tres escalones anchos y profundos. La sala era amplia y tenía un enorme mirador que daba al jardín. Toda una pared estaba ocupada por una estantería llena de  libros, la mayor parte de ellos muy antiguos. El suelo era de parquet y, probablemente, estaba muy estropeado porque sobre él habían extendido una gruesa alfombra de lana que lo tapaba casi por completo. Era aquel un buen lugar para pasar una tarde tranquila porque, entre otras cosas, estaba de La Sirenita, hasta las mismísimas escamas. 
Coloqué la manta de Alice sobre la alfombra y dejé a la niña con sus rompecabezas de cubos. Me acerqué al mirador. La lluvia que estaba cayendo sin tregua desde primeras horas de la mañana, había reverdecido aún más el paisaje cercano. No podía sentirme ni más a gusto ni más tranquila. 
Cogí un libro al azar: "el retrato de Dorian Grey", demasiado inquietante. Lo volví a dejar en su sitio y cogí otro: La nausea, de Jean Paul Sartre, todavía más inquietante. De todas formas, lo tomé y me senté junto a la gran mesa central al tiempo que encendía el flexo de sobremesa, aunque en realidad no hacía falta. Se podía leer perfectamente con la breve luz que entraba por la ventana. Fue entonces cuando escuché un ruido a mis espaldas. Me levanté sobresaltada y miré hacia el lugar donde había dejado a la niña. Alice no estaba en su mantita. 
- Alice- llamé nerviosa-, ¿dónde estás?
Un sonido que venía del otro lado de la sala me hizo saltar en aquella dirección. Alice estaba de pie, apoyada en la estantería con una mano, mientras que con la otra iba tirando al suelo todos los libros que estaban  a su altura. 
- Alice - grité -, eso no se hace. 
Le quité el libro de las manos y volví a ponerlo en la estantería. La niña me miró sorprendida, como si no comprendiera nada. Era la primera vez que la regañaba. 
- Venga princesa -le susurré en voz baja-, vamos a devolver los libros a su casita. 
Y en ese momento me di cuenta de que Alice se había metido algo en la boca y comenzaba a masticarlo con entusiasmo.
- ¿Qué llevas en la boca, cariño. Dámelo.
Ella apretó los labios con fuerza y negó con la cabeza. Hacíendo palanca, conseguí introducir mis dedos en su boca.
- ¿Qué estas comiendo? Venga, abre esa boca, Alice,  o me voy a enfadar.
A duras penas conseguí separarle los dientes y sacar el trozo de papel que estaba masticando.
- ¡Serás cochina!- exclamé- El papel no se come. 
Alice comenzó a llorar desconsoladamente y volvió a su mantita murmurando una serie de palabras ininteligibles. Si la ignoraba, no tardaría en calmarse; por el contrario, si le hacía caso, la tendría toda la tarde lloriqueando. Así que volví a la mesa sin decirle nada y abrí el papel que había sacado de su boca. Estaba muy arrugado y lleno de babas, pero aún así me pareció que se trataba de una lista, una breve lista en la que sólo había seis nombres: André Cordier, Claude Argy, Jean Pallier, Marcel Abattu, Roland Archin y Fabián Cravoisier. Los dos primeros y el último estaban tachados con una fina linea azul, y el tercero tenía un interrogante junto al nombre. La letra era refinada y picuda, sin duda, letra de hombre.
Alice había dejado de llorar pero suspiraba como si le hubieran arrebatado lo más querido. De pronto, dejó de llorar y levantó su barbilla como si hubiera escuchado algo. Y yo también lo escuché.  A pesar del dulce rumor que producía la lluvia al caer sobre el cesped, pude oír claramente una voz que venía del jardín. 
- Juliette, Javier ¿Êtes-vous à la maison?
Supuse que sería un vecino que, alertado por la abundancia de luces encendidas, había venido a saludar. Pero lo que menos me apetecía en ese momento era hablar con desconocidos. Me acerqué con el sigilo de un ladrón al mirador y vi a un hombre de edad avanzaba en el jardín. Parecía confundido. Miraba hacia todas partes como si hubiese esperado una cálida acogida. No tenía más remedio que bajar. Le dí la mano a la niña y bajamos lentamente las escaleras en dirección al vestíbulo. El hombre se había refugiado de la lluvia en el porche, y había tomado asiento en uno de los sillones de mimbre que había junto a la cristalera, 
- Hola - dije al tiempo que le tendía la mano-. Soy Asun, la niñera de Alice.
El hombre se levantó con dificultad y me tendió la mano mientras mostraba una enorme sonrisa. 
- Je suis Jean Paul, le propietaire de ce maison. ¿Española?
- Sí - respondí odiándome por no saber expresarme en francés. ¿Es el dueño de la casa? Debo decirle que es preciosa. 
- C´est la verite- contestó riendo- Merci beaucop, Javier, Juliette, ils sont a la maison?
- Están en París. Y vienen mañana. ¿Me entiende?
- Sí. Comprendo y también parlo algo.- Oh, mon Dieu!- exclamó como si acabara de caer en la cuenta-  alors ? no están.
-Lo siento. Vienen mañana- volví a decir- 
Fue entonces cuando reparó en la niña que se escondía detrás de mí aferrándose a mi pierna. 
- N´est pas possible! - dijo con exagerada vehemencia- ¿Es ésta la petite Alice?
- Sí, es la hija de Juliette y Javier. 
- C´est tres jolie... muy bonita. ¿Ya camina? 
. Ya lo creo. Y dice muchas palabras. Estábamos en la biblioteca ¿Quiere subir y tomar un café? Aquí hace mucha humedad. 
El hombre sonrió con una mueca de ironía.
- Je suis chez moi, mademoiselle.
Qué tonta, claro. El estaba en su casa y yo había tenido el detalle de invitarle a subir a la biblioteca. Pensé que no tenía remedio con mis escasas habilidades sociales. Así que había que reparar aquel estúpido desliz y tratar ser amable. Pero la curiosidad me pudo una vez más. 
- ¿Vive usted cerca de aquí? 
La pregunta que quería hacer no era realmente esa. En realidad era: si ésta es su casa, ¿por qué no vive aquí? Parecia que me había leído el pensamiento. 
-Vivo en el village, en une maison plus petite que ésta... más pequeña. Esta casa es muy grande pour moi.
Subíamos las escaleras al lento ritmo de Alice. 
-¿La construyó usted?
-  Oh, no. no... Mon pere. El había beaucoup de fills. 
- ¿Tenía muchos hijos?
- Sí, y quería una maison grande y muy  cómoda. Yo seulement construí esta ala, la que da al oeste.
-Es un sueño de casa- dije sinceramente- 
- Qui, vraiment. Fue su sueño et apres, el mio.
Llegamos a la biblioteca. El ambiente era reconfortante. Encendí la luz y volví a sentar a Alice sobre su manta. 
- Formidable biblioteca - sentencié- 
- Oh, no madame - contesto riendo- la biblioteca no es mía. Juliette y Javier la tenían en l´outre maison, , en París. Cuando cambiaron de casa, la biblioteca no cabía. Ellos querían faire une... ¿cómo se dice? 
-¿Donación?- apunte intentando acertar-
- Exactamente, mais je les dije que podían traerla chez moi.
Pasó los dedos suavemente por los lomos de los libros como si cada uno de ellos estuviese lleno de recuerdos. 
- Son libros tres vieux, tres intéressant. Algunos son de Maurice, le pere de Juliette.
- Han encontrado sin duda un buen lugar para vivir- dije, para añadir de inmediato- ¿Quiere usted tomar un café?
- Estaré encantado. Y Vous le dit a Juliette que demain, je vais venir manger avec eux.
Cuando se fue casi había anochecido. Yo, siguiendo mi arraigada y nefasta costumbre, no había dejado de hacer preguntas, y Jean Paul había respondido con suma amabilidad a todas mis dudas. Según me contó, o al menos yo entendí, había sufrido un accidente laboral mientras trabajaba en unas ruinas arqueológicas junto a la ciudad de Marsella. Después de mucho pelear, le habían dado la baja definitiva y le habían concedido una pensión que le permitía vivir con holgura. La ciudad de París le agobiaba en exceso y decidió trasladarse a Normandía, donde aun vivía su padre. Una vez se hubo acostumbrado a la tranquilidad de la vida rural, no quiso volver a París. 
Después de cenar, Alice se quedó dormida en mis brazos. Apagué las luces del porche después de cerrar la cancela del jardín, y subí a la primera planta donde estaba nuestra habitación. Le puse el pijama a la niña y ni siquiera se despertó. Yo me eché el batín sobre los hombros y me senté en la cama. Saque el papel que había arrancado de la boca de Alice y volví a leer: André Cordier, Claude Argy, Jean Pallier, Marcel Abbatu, Roland Archin y  Fabián   Cravoisier.
¿A quién pertenecían aquellos seis nombres?

3 comentarios:

  1. Me quedo con la boca abierta cada vez que leo algún capítulo de esta saga. Estoy deseando que escribas el próximo. ¡ Qué imaginación ! La descriptiva es sencillamente perfecta, estoy viendo la casa, la escalera, la biblioteca.
    Es fantástico.
    En cuanto a la trama, engancha, desearía ya conocer el desenlace, sin darme cuenta que lo bonito es ir saboreando la acción.
    ¡ Enhorabuena !

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  2. Estupenda narrativa, te lleva de la mano sin apenas esfuerzo lector. El misterio está servido y la incognita en el aire nos ha dejado con la urgencia de saber más.

    Besos.

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  3. Acabo de leer este capítulo y sólo te digo que estoy intrigadísimo. Me encanta como escribes. No quiero perder un minuto para leer el siguiente capítulo.

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