lunes, 22 de octubre de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo X


capitulo X

( Resumen cap. anterior: Asun decide aceptar la propuesta de Javier y Juliette para ser la niñera de Alice. Para aprovechar su último día libre en París visita el museo del Louvre y a continuación cena con el matrimonio para cerrar las condiciones del contrato. Durante la cena le comunican que se van de vacaciones a Normandía y que ella y la niña irán con ellos.  Cuando por la noche vuelve a casa y mientras la niña ya duerme, Asun se asoma a la ventana y cree ver a Coraline, la joven prostituta que conocía en Montpellier, en la calle. Pero ¿Qué hace Coraline en Paris? ¿Por qué Javier y Juliette  se van tan precipitadamente a Normandía?)


Dos días después de aquella cena nos fuimos a Normandía. Y confieso que no acababa de sentirme bien. No haber visitado nunca un lugar te despierta, al menos a mí,  dos tipos de sentimientos: por una parte, una curiosidad infantil que se ve avivada por el hecho de conocer algo nuevo; y en segundo, un temor incierto que no acaba de concretarse y que, sin duda, debe tener algo que ver con el hecho de que las personas seamos, como los gatos, claramente territoriales.
Nos levantamos temprano, y desde buena mañana le estuve hablando a la pequeña Alice sobre el viaje, no sé muy bien si para disminuir sus temores o acallar los míos.  Sabido es que romper la rutina de un bebé nunca es conveniente, pero como en este caso no había otra posibilidad, era necesario hacerle comprender que aquel día no iba a ser como los demás, en definitiva, que no iríamos  a jugar en los columpios del parque.
Preparé mi patética maleta sin olvidarme de guardar dos sueters de manga larga y una camiseta interior. Después metí toda la ropa de la niña en un precioso bolso de viaje de Hello Kitty. Cuando bajé al piso inferior con Alice en brazos, me detuve un instante junto a la puerta. A través de ella podían escucharse perfectamente las voces alteradas de Javier y Juliette que parecían discutir. Esperé sin saber qué hacer. Escuché la voz de Javier.
- Mais porquoi doncs nous allons bientôt de vacances?
- Porquois? - la voz de Juliette sonaba muy alterada- parce que ce vieux fou il veut parler avec les journalistes... Je ve veux pas étre a Paris.
Creí entender, más mal que bien,  que Javier le recriminaba a Juliette el hecho de que se fueran tan pronto de vacaciones, a lo que ella había contestado algo así como que "ese viejo loco pretende hablar con los periodistas, y yo no quiero estar en Paris".
Bueno, de todas formas, aquella discusión marital no era de mi incumbencia, así que antes de que las cosas fueran a más, llamé al timbre. Ambas voces dejaron de oirse al mismo tiempo que unos pasos se dirigían hacia la puerta.
- ¡Asun! - exclamó Javier con sorpresa al verme-. Qué madrugadora.  Aún es muy pronto.
Sonó claramente como un reproche.
- Cuando tengo que viajar - me excusé- duermo muy mal. De todas formas,  si os parece, espero arriba con la niña y me dais un toque cuando...
- No, por Dios, pasad. En un momento estamos listos. ¿Has desayunado?
No había desayunado pero dije que sí. El trayecto hasta la región de Normandía era un poco largo y no quería acabar montando el número con unas nauseas inoportunas y ridículas. Juliette, que recogía unos vasos de la mesilla del salón, desapareció por la puerta de la cocina después de pronunciar un escueto "bonjour". Yo tomé asiento en el sofá con Alice sentada sobre mis rodillas, y esperé. La tensión entre ambos era evidente. En algunas ocasiones - suele decirse, y es cierto- el silencio es mucho más expresivo que cualquier palabra, y sin duda, aquella era una de ellas. Javier salió de la habitación cargado con un par de maletas.
- Voy a bajar las maletas al coche-. dijo-  ¿Me das la tuya?
Le dí mi maleta y la bolsa de la pequeña Alice. El oso memorión estaba en brazos de la niña, y hubiera sido necesario enzarzarse en una absurda pelea para poder quitárselo de las manos
Diez interminables minutos después, sonó  el interfono. Juliette cogió su bolso de Gucci y me cedió el paso con una falsa sonrisa: Era terrible comprobar cómo ni siquiera le había dirigido una mirada a la niña.
El coche era un Citroen familiar de color azul y se veía muy nuevo.  Javier y Juliette se instalaron en los asientos delanteros, mientras yo colocaba a Alice en su silla de seguridad y me sentaba junto a ella. Tenía por delante doscientos kilómetros de verdes prados, encantadores pueblecitos y apretados bosques de coníferas.
Javier y Juliette apenas hablaron durante el trayecto. Ella se puso unas estilosas gafas de sol y fingió dormir con la cabeza apoyada en la ventanilla. Yo lo miraba todo con ojos nuevos, incapaz de perderme  un sólo detalle. Atravesamos pequeños pueblos con casas de tejados grises y cada vez más puntiagudos. Delicadas mansiones en miniatura rodeadas de pequeños jardines protegidos únicamente por vallas de madera blanca, salpicadas de flores silvestres. Nada que ver con los muros de dos metros, las vallas metálicas de afilada punta,  y las puertas conectadas a centrales de alarma con las que en mi país intentábamos proteger nuestras propiedades. Después de pasar junto a un frondoso bosque que apenas dejaba pasar la luz del sol, cogimos un desvío por una estrecha carretera que llevaba hasta Cauville sur mer, nuestro destino final, un encantador pueblo en la baja Normandía.  Lo cierto es que yo estaba maravillada ante la belleza del paisaje, lo cual unido al hecho de que Alice fuera durmiendo durante todo el trayecto, hizo que éste se me hiciera corto y relajante.
- ¿Estaremos cerca del mar?- pregunté en un determinado momento en el que el silencio molestaba más que cualquier espantoso ruido.
- Muy cerca- respondió Javier seguramente agradecido  porque hubiera roto el mutismo que reinaba en el vehículo desde que salimos de Paris-, y la casa tiene un jardín enorme, sembrado de césped y adornado con grandes bolas de boj. Te gustará.

Unos pocos kilómetros más adelante, Alice comenzó a  expresar su cansancio en forma de gimoteo. Hacía morritos y decía a todo que no. Al agua, a las galletas, incluso llegó a tirar el oso contra el suelo del coche. Estaba claro que estaba hasta el mismísimo chupete de  aquel viaje. Y yo también tenía ya ganas de estirar las piernas.
 La carretera se iba estrechando mas y más hasta el punto de que llegué a tener serias dudas de que el Citroen pudiese circular por ella. Junto al... llamémosle camino asfaltado, espesos árboles, setos perfectamente cortados, más vallas  pintadas de blanco y casas estrechas y coloreadas que parecían recién salidas del cuento de Hansel y Gretel.
- Esa es nuestra casa ¿Qué me dices?
Nada. Me quedé sin palabras. Aquello era más de lo que yo esperaba, aquella era un mansión en toda regla. Construida sobre un inmenso prado verde, la casa era de estructura totalmente irregular. La parte central era de recia piedra gris, y adosada a la misma había dos construcciones, de distinta altura, al más puro estilo nórdico. Con las maderas a la vista, y estrechas ventanas con tejadillos individuales. En una de esas construcciones había un porche acristalado, y justo encima del mismo, un mirador desde  donde sin duda podía verse el bosque cercano e incluso el mar. Como había comentado Javier durante el trayecto, por el jardín crecían diseminadas enormes bolas de boj que rompían la monotonía del césped como pompas de jabón sostenidas en el aire.  La casa estaba rematada por el tejado de pizarra, donde sobresalían numerosas ventanas que probablemente daban luz a misteriosas y acogedoras buhardillas.
- Es magnífica- contesté al fin- Espero no perderme dentro. Parece enorme.
Juliette sonrió por fin y  se volvió hacia Alice.
- Comment est mon petite fille?
Parecía feliz de encontrarse en aquel lugar,  lejos del Paris, del bullicio, de la gente.  Abrió la puerta con inesperada energía y comenzó a ayudar a Javier con las maletas.
- Alice y tu os instalareis en el segundo piso- advirtió Javier- , en una gran habitación con chimenea y cuarto independiente para Alice. Ahora te la enseñaré.
La tensión que había advertido entre los dos esposos aquella mañana, había desaparecido por completo. Era como si hubiera transcurrido mucho tiempo cuando en realidad sólo habían pasado poco más de dos horas desde que habíamos salido de París. Sin embargo, no podía olvidar aquellas frases que había escuchado tras la puerta del apartamento, si es que las había llegado a entender bien. ¿Quién sería aquel viejo loco al que se refería Juliette? y en todo caso, ¿que podría contar aquel anciano a los periodistas para que hubiésemos tenido que salir de Paris de forma tan apresurada?

Alice lloraba ya a voz en grito, y entre sollozo y sollozo, puede escuchar que vocalizaba un par de monosílabos: am, am, que claramente, y en su jerga de bebé, significaba que tenía un hambre atroz.  La cogí en brazos e intenté orientarme para llegar a la cocina. Javier me acababa de decir que se accedía a la misma por una puerta pequeña y acristalada, pintada de verde. Dejé atrás la entrada principal, doblé la esquina y allí estaba la puerta verde. A pesar de los gritos de Alice, desde allí volví a escuchar las voces airadas de Juliette y Javier, y me quedé quieta como una estatua,  apresada entre el fregadero de mármol y una enorme mesa de cocina cubierta por un hule de margaritas silvestres. Presentí que aquello no iba a ser fácil.

Pero no fue tan difícil como esperaba en un principio. El segundo día de sus vacaciones, Javier y Juliette se fueron a hacer la compra para toda la semana a un pueblo cercano, y Alice y yo salimos al jardín.  Puse una manta sobre el césped, aún húmedo por la escarcha de la noche, y senté a la niña encima con algunos de sus juguetes preferidos.  La temperatura era muy agradable y el ambiente, extremadamente tranquilo. Alice ya parecía ir adaptándose a su nuevo entorno y yo con ella.  Por la tarde, después de comer, bajamos hasta la playa donde descubrí un mar color esmeralda que me fascinó. Mientras la niña jugaba con la arena y yo intentaba, a duras penas, leer una revista del corazón, sus padres iban poniendo la casa en marcha. Me hubiera gustado ver aquel mismo paisaje en invierno, cuando la niebla cayera sobre el acantilado cercano y fuera necesario encender la chimenea de la habitación para poder entrar en calor.
Comenzó a refrescar sobre las siete de la tarde  y me eché sobre los hombros un fino chal de algodón.  Recogí la pala, el cubo  y el rastrillo de Alice, y volvimos a casa paseando. Aquella diminuta señorita de preciosa mirada debía ya acostumbrase a andar, y aquel era un día como otro cualquiera para empezar.
Empujé la puerta de madera de la valla y entré al jardín.  El perfume de las buganvillas saturaba el aire, y la calma era absoluta. Me senté en el porche a disfrutar del paisaje que se extendía frente a mí. Quien hubiera construido todo aquello, probablemente había hecho realidad un sueño. Miré hacia la mesa, y junto a una jarra de agua vacía, ví que alguien se había dejado un ejemplar de Le Monde. Alargué la mano para cogerlo, pero alguien fue más rápida que yo.
- Pardon- dijo Juliete- mais je veux lire un  article du journal.
Ni siquiera la había oído llegar. Se había acercado por detrás y había dado tal zarpazo al periódico que estuvo a punto de romperlo en pedazos.
Esa noche, después de dormir a Alice en su cuna de viaje, cubierta con una suave sabanita de raso, caí rendida en una cama de princesa, a la que cubría un suave dosel de algodón blanco. Y a pesar de encontrarme en un entorno tan edulcorado,  soñé que Caroline sonreía como la propia Gioconda,  que Juliette se comía una ensalada aliñada con papel de periódico, y que un viejo loco  se lanzaba desde la torre más alta de Notre Dame después de hablar con unos periodistas  que vestían ajados uniformes verdes.
Afortunadamente, de madrugada, me despertó el llanto de Alice. Estaba desorientada y asustada. Contraviniendo las pautas dadas por sus padres,  la cogí en brazos y la pasé a mi cama. Agarrada a mi mano, no tardó ni dos minutos en volver a dormirse. Sin embargo, sin saber por qué, yo tardé un poco más.

domingo, 14 de octubre de 2012

Encuentro en el Vaticano



La plaza de San Pedro está medio desierta. No es extraño. En este desapacible mes de noviembre y a estas horas de la tarde, es mejor estar en casa que en cualquier otro sitio. Pero cuando se está de viaje, las inclemencias del tiempo es lo que menos importa. Hay que aprovechar cada minuto para verlo todo con calma. Y Roma bien merece unas cuantas gotas de lluvia.
Cuando he salido del hotel poco después del mediodía,  el cielo estaba tan oscuro que parecía que, en cualquier momento, fuera a anochecer. Apenas llovía, pero unos inquietantes relámpagos surcaban el cielo despidiendo una potente luz que iluminaba, durante escasos segundos, las estrechas calles romanas por las que transitaba.  Ahora pienso que quizás hubiera hecho mejor quedándome en el hotel a ver la tele o a tomarme un Martini con hielo en el acogedor pub de la esquina. Pero aquí estoy, aterida de frío, con los pies mojados, y mi cabello convertido en un amasijo de rizos que tienden peligrosamente a convertirse en ridículos tirabuzones.
No es por el mal tiempo ni por un mal humor que va creciendo dentro de mí como un hongo silvestre,  pero me siento inquieta. Desde hace apenas unos minutos me he dado cuenta de que alguien me observa, sigue mis pasos. Y no creo que sea porque hoy esté especialmente atractiva. Una falda escocesa por debajo de la rodilla y unos espantosos mocasines de color negro con los tacones desgastados,  me confieren todo el aspecto de una madura monja seglar. Pero mi presentimiento no me engaña. Es un hombre de mediana altura, de cabello negro y tez harinosa. Acelero el paso, pero él acelera el suyo. ¿Por qué esta plaza es tan enorme y por qué precisamente hoy, está tan vacía?  La respuesta es obvia; con un día como éste no sale a la calle ni Dios, con perdón.   Me odio a mí misma por estar allí, por haber hecho algo tan insensato. Pero es demasiado tarde. El hombre está ya a un tiro de piedra. Puedo ver sus ojos y son claros como el agua cristalina de una fuente. Pienso en lo que llevo de valor en el bolso: el móvil, unos cincuenta euros, la cámara digital…
Ya está junto a  mí. Miro a mi alrededor desesperada y siento cómo mis pupilas se dilatan en la oscuridad de la media tarde. No puedo creer lo que veo. En el otro extremo de la plaza un perro, un perro enorme de pelaje gris, corre enloquecido y viene hacia mí. En décimas de segundos se ha lanzado sobre mi atacante, y de un brusco golpe de sus patas delanteras,  lo ha tirado al suelo donde lo mordisquea sin piedad.
- ¡Socorro! -grito fuera de mí-, que alguien me ayude.
El miedo me ha paralizado y ya no siento nada. Entre la lluvia que arrecia veo como se acerca un guardia del vaticano blandiendo su alabarda como un elfo correteando por las neblinosas tierras medias. No me lo puedo creer. Deben estar rodando una película y yo me he metido por medio. Pero no. El guardia golpea al perro  sin piedad y éste gime de dolor mientras sale huyendo. El hombre atacado se levanta de un brinco y sale tras él mientras una niebla repentina se extiende por el suelo como una lengua húmeda y pegajosa.
- ¿Se encuentra bien?
El guardia me sujeta por el brazo. En su rostro no hay el más leve signo de agitación.
- Bien, gracias - miento intentando esconder mi terror, porque si la proximidad de aquel extraño hombre de ojos claros me ha asustado hasta el límite, todavía me ha alterado más  la repentina aparición de aquel perro callejero, de imponente presencia y cuya providencial intervención me ha salvado sin duda de pasar un mal rato.

En Roma he visto gatos. Orondos gatos atigrados, rojos, blancos como enormes ratones, tricolores, brillantes, curiosos, tumbados el sol, sobre las ruinas, mirando fijamente a la cámara de los turistas que optan siempre por tener foto de columna romana junto a gato callejero. Pero perros como aquel… Enorme, salvaje, rápido, feroz, libre, no había visto ninguno. Y no puedo negar que el susto me ha quitado las ganas de visitar la capilla Sixtina, que era mi destino en esta gris y desapacible tarde de noviembre.

Sin embargo, un relámpago que cruza el cielo de parte a parte me obliga a tomar una rápida decisión. Si entro en el Palacio episcopal al menos estaré a resguardo y  no me mojaré más de lo que ya estoy. Y si evito calarme hasta los huesos, evitaré también el catarro o la neumonia posterior. Corro por la plaza mientras siento que mis piernas no avanzan a la velocidad que yo quisiera. Afortunadamente, no hay cola para entrar y en unos minutos me veo envuelta en la semipenumbra de una antesala cálida y amplia. Me sacudo el agua agitando la cabeza y miro a mi alrededor intentando situarme. Los nervios aún recorren mi cuerpo como si aquel relámpago fugaz hubiera traspasado mi piel húmeda y me fustigase desde las entrañas.  Sigo las indicaciones. Capilla Sixtina. Camino a paso rápido como un hamster tozudo correteando por su rueda. No sé qué clase de descanso moral hallaré cuando llegue a la capilla, pero algo me dice ¿un sexto sentido quizás? que no puedo demorarme, que allí, al abrigo de los frescos de Miguel Ángel, hallaré la serenidad que ahora más que nunca necesito.
Grandiosa, como tantas veces la había imaginado. Respiro hondo y decido darme todo el tiempo del mundo para contemplar la obra por la que algunos hombres se eternizaron. Apenas hay gente. Sólo unas cuantas personas pasean por la sala y susurran entre sí en voz muy baja. Desde las bóvedas, Moisés me observa desde sus cientos de años. Me dejo seducir por la belleza que me rodea y siento no ser un gigante para acercarme más y más hasta los techos pintados con tanta técnica como pasión.
El juicio final sobre mi cabeza, como una premonición. Trago saliva y espero que nunca llegue y si llega, que el juzgador sea benevolente con mis errores y mis leves pecados. Más allá de la muerte, ¿será cierto que iremos a parar ante un tribunal  al que tendremos que dar cuenta de lo malo y lo bueno que hemos hecho? Sonrío con mis tontos pensamientos mientras camino despacio sobre el pavimento de mármol y piedras coloreadas.
De repente, siento que alguien está demasiado cerca de mí, más de lo aconsejable.
- Perdón - Se disculpa -, miramos hacia arriba y no vemos…
Sonríe y su rostro se llena de belleza. Es un hombre de mediana edad, de cara angulosa y ojos oscuros. En la mano lleva un guía turística
- No se preocupe - respondo mientras recuerdo con odio mis mocasines monjiles y mi espantosa falda de punto escocés por debajo de la rodilla. Debo estar de pena. Sigo caminando despacio mientras siento fija en mí su mirada. Oigo sus pasos detrás de mí, pero intento disimular mi nerviosismo.
- La he visto en la plaza - me dice sin más preámbulo-. Ha debido llevarse un buen susto.
Me vuelvo en redondo. Ahora ya no tengo dudas. Aquel encuentro no parece fruto de la casualidad; más bien diría que aquel hombre me ha seguido hasta dentro de la Basílica. Un escalofrío recorre mi cuerpo pero no acierto a saber cual es su causa. Hago un esfuerzo por aparentar naturalidad y aplomo.
- La verdad es que he pasado un mal rato -reconozco-. Creía estar soñando. Primero aquel hombre tan siniestro que ha intentado robarme; luego, la aparición de  ese perro imponente… ha sido... - no encuentro el adjetivo adecuado- desagradable -digo al fin-
- Mi nombre es Philip - dice tendiéndome la mano-
Es una presentación en toda regla. No puedo dejar de hacer lo mismo.
- Estefanía Sampedro . Estoy de visita en Roma. Usted… ¿vive aquí?
La pregunta le ha pillado por sorpresa porque tarda en contestar.
- Aquí y allá. Dispongo de un pequeño apartamento en  el barrio de Appia Antica, pero habitualmente mi residencia la tengo fijada en Austria.
¡Vaya! -pienso-,  una respuesta tan confusa que no sé si es un romano que vive en Austria o un austriaco que ha decidido fijar su residencia en Roma, o simplemente una persona que quiere ocultar el lugar en el que habita.   Para disimular mi desconcierto, alzo el cuello como un pavo para encontrarme de nuevo con las bóvedas repletas de historias bíblicas, de rostros perfectos, de colores azules y violáceos, de túnicas plisadas, de templos griegos,
- Es una maravilla, ¿verdad? - me escucho decir, y para desviar su mirada penetrante, añado-,  y aquello de allí ¿qué es? Parece que la tierra se esté tragando a la gente.
Avanzamos a la par hacia la escena. El silencio en la capilla es casi palpable pero siento que me acoge. Desearía no salir nunca de allí, quedarme acurrucada en cualquier rincón y seguir viviendo a la sombra de Jesús, de sus amigos y de sus enemigos. Veo que el hombre consulta su guía con atención.
-Es el castigo de los rebeldes- comenta mientras va leyendo-. Parece ser que algunos sacerdotes hebreos, entre ellos Coré y Datán, se rebelaron contra Moisés. Su castigo fue ser engullidos por la tierra y consumidos por el fuego…
- Pobrecillos - digo sin poderlo evitar-, ser rebelde en esa época no parecía salir muy rentable.
Es entonces cuando el hombre vuelve a sonreír y yo siento que estoy  a punto de desmayarme.  Mi torpe comentario sobre una obra de arte ha logrado el hechizo. Su rostro cambia, sus ojos se iluminan y su sonrisa se amplia por todo su cuerpo otorgándole una dimensión nueva.
- Supongo que no pasaría tal cual - responde riendo- pero seguro que enfrentarse contra el poder en aquellos tiempos no era  una actitud prudente sino más bien muy peligrosa. Igual que ahora, por cierto.

Debía haber comprado una guía para visitar y entender todo aquello. Es, posiblemente, la única forma de sumergirse en  este  hermoso galimatías que baila sobre mi cabeza, hablándome desde épocas inciertas y quizás de cosas más inciertas todavía.
-Debería haber traído una guía turística - digo ahora en voz alta-. Mis hermanos ya me lo advirtieron. Una ciudad como Roma sin una buena guía es como el laberinto del minotauro.
 Sonríe. Es como si como si  mi comentario sobre los desventurados  sacerdotes hebreos que la tierra se había tragado con absoluta crueldad, todavía le sigue haciendo gracia. Creo que no me ha oído, pero me equivoco.
- ¿Tienes hermanos?- inquiere-
- Dos - respondo-, y los días previos a mi viaje no dejaron de decirme que dónde iba yo sin una buena guía. Tenían razón.
- Ya ve- dice mientras me muestra la suya-. Parecen suficientemente útiles para comprender esas terribles escenas bíblicas.
Sonrío a mi vez. Está claro que me siento demasiado bien. Y se que ese cosquilleo a la entrada del estómago no es una buena señal. No puedo permitirme un ligue de viaje. ¿O sí?
- ¿Tiene usted hermanos?
Veo que sigue leyendo atentamente la guía.
- La vida de Jesús, en pasajes… Veamos. ¿qué decía?
- ¿Qué si tiene hermanos? -vuelvo a preguntar sintiendo que soy una  torpe entrometida-
- Sí - su tono de voz se convierte en un susurro-. Soy el séptimo varón de una humilde familia austriaca.
- Una familia numerosa - interrumpo-
- Sí… - contesta mientras sigue ojeando la guía.
Guardo silencio mientras espero que continúe.
-Realmente,  no llegué a conocer a mi familia biológica - dice de repente-. Me abandonaron siendo muy pequeño, casi un bebé.
La confesión me coge por sorpresa.
- Lo lamento.
-Son  cosas de la vida - afirma mientras sonríe de una forma  que transforma todo su rostro-, pero, a duras penas se van superando.
- ¿Era una familia muy humilde?
- Por lo visto,  no.
 Es evidente que no quiere darle importancia al asunto, o más aún, prefiere no hablar de ello.
- Mire la bóveda central, allí, a la derecha, es la Creación de la luz, una maravilla.
Pero yo me  he quedado prendida  en la anterior historia, en la historia personal del hombre con el que estoy compartiendo un paseo celestial. La creación de la luz, hermosísima, sin duda, me importa bien poco en estos momentos.
- ¿Por qué le abandonaron? - pregunto antes de que el tema que a mí me interesa deje de poder ser introducido de forma espontánea en una conversación llena de barbudos profetas y sabios pontífices.
- Por ignorancia. Había una estúpida creencia en mis país que afirmaba que los séptimos hijos varones de una familia, se convertirían con el paso de los años en hombres lobos.
No me río por no ofenderle.
- Y su familia…
- Mi padre estaba convencido de que esa absurda leyenda rural era cierta, así que, pese a los desesperados llantos de mi madre, me abandonó en un oscuro bosque, cerca de Hainsdorf ¿Conoce Austria?
- En absoluto -confieso-
Es una zona muy boscosa, muy oscura. Afortunadamente, unos campesinos que volvían de su trabajo me encontraron y me llevaron a su casa. Allí me crié.
Me he quedado sin aire, sin aliento. Tengo la sensación de que la bóveda de la capilla quiere hacerse añicos sobre mí  de un momento a otro.
- Es una historia terrible - digo con un hilo de voz-. No sabe cuánto lo lamento.
- La ignorancia causa muchos más estragos que la propia maldad de los seres humanos - sentencia -. Vamos a ver la pared norte- y añade-,  si le apetece. Es allí donde está reflejada la vida de Jesús, y verá usted que belleza en la representación de la  Ultima Cena.

La belleza danza a mi alrededor como una oleada de color y recuerdos. Estoy convencida de que este hombre me esta seduciendo, consciente o inconscientemente. Mientras él habla de la Ultima Cena, yo comienzo a soñar en un futuro que imagino  muy cercano. Al cabo de unos minutos -sueño- abandonaremos la basílica y él tendrá aparcada junto a la Plaza de San Pedro una moto gigantesca con hermosos abalorios plateados. Y dos cascos. Me preguntará si quiero dar una vuelta por la ciudad  y yo le contestaré encantada que sí. Cruzaremos las calles de Roma con el cabello al viento como Audrey Hepburn y Gregory Peck En Vacaciones en Roma. Me llevará luego a la isla Tiberina y allí, nos sentaremos en un banco junto al río hasta que lentamente caiga la tarde... A continuación me invitará a cenar en una pizzeria mal iluminada situada en una recoleta plaza del Trastevere y luego nos tomaremos una última copa en...
Su voz  alterada  rompe  de golpe mis tontas ensoñaciones.
- Está saliendo el sol -dice, y noto que la voz le tiembla-. Tiene que salir ahora, antes de que las nubes oculten de nuevo los rayos solares.
- ¿Qué?
Me coge del brazo y me lleva hacia la puerta mientras yo intento resistirme. ¿Se ha vuelto loco ?
- Debe salir ahora y caminar por donde el pavimento quede iluminado por los rayos de sol.
Me estoy poniendo de los nervios.
- Perdone… - digo muy resuelta dispuesta a no dejarme a avasallar, pero él no me deja continuar-
-  Escúcheme. Aquel hombre que se acercó peligrosamente a usted en la plaza de San Pedro no quería ni su móvil ni su dinero…
- ¿Entonces…?
Siento que sus uñas se clavan en mis manos.
- Aquel hombre sólo quería su sangre. Salga ahora o no escapará nunca.

Una luz dorada lo invade todo. Le miro a sus ojos y tengo la certeza de que no miente. Es posible que la locura que ilumina su mirada en este momento me hace sentir que está diciendo la verdad pero, ¿qué clase de surrealista verdad es ésta? ¿En qué lugar del futuro queda ahora mi sueño del paseo en vespa por las calles de Roma, y la cena íntima en la pequeña pizzeria a la luz tenue de unas velas perfumadas?
Sin saber a qué tipo de razones o demencias  obedezco, salgo a la plaza y corro buscando las baldosas iluminadas por los rayos de sol, como si estuviera jugando en un sambori descomunal. De repente, sin darme cuenta salto a una zona inundada por las sombras y siento de inmediato que la tierra se abre bajo mis pies y me traga  mientras  mis piernas comienzan a arder  en algún fuego oculto, igual que les sucedió a los sacerdotes rebeldes que no acataron las normas. Comienzo a gritar mientras todo se oscurece a mi alrededor y un terrible ruido  me taladra la cabeza. Me hundo más y más  mientras nadie acude en mi ayuda.

Despierto. Mi respiración es agitada y mi cuerpo esta cubierto de sudor.  Junto a mí, la alarma del móvil suena como si fuera a acabarse el mundo. Miro la hora. Son las ocho en punto. Respiro muy hondo intentando encontrar mi ritmo cardíaco. Todavía puedo sentir las manos de aquel hombre de mirada inolvidable sobre las mías. Tengo tiempo. A las doce sale el avión hacia Roma. Siento un cosquilleo por todo el cuerpo mientras me preparo el café. Todavía no he comenzado el viaje, y tengo la sensación de que ya he vuelto.


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lunes, 8 de octubre de 2012

Capítulo IX El secreto de Maurice


capítulo IX

De acuerdo. Estaba decidida. ¿Qué mejor forma de recordar a Ana que llevar a cabo su sueño, el que había sido su proyecto, el que la había llenado de ilusión los últimos días de su vida. Seguramente, era una oportunidad que no volvería a presentarse en mi vida, que no dejaba de ser rutinaria y más bien aburrida. Aceptaría el trabajo de cuidar a Alice, que más que un trabajo era todo un lujo y una buena ocasión para vivir nuevas experiencias en un país diferente. Además, la pequeña iría a la guardería en poco más de seis meses y, sin ninguna duda, su madre, Juliette, mejoraría poco a poco de la aprensión que tenía hacia la niña. Aquella noche, antes de caer rendida, había buscado una respuesta en el cielo estrellado de París, aunque sabia que la respuesta estaba dentro de mí y que apenas tenía elección.
A la mañana siguiente, nada más levantarme, y antes de poder arrepentirme, llamé al móvil de Javier y le dije que sí, que me quedaba en París para cuidar de Alice. El no pudo disimular su alegría, y me comentó que hablaríamos de las condiciones por la noche, a la hora de la cena, a la que, por supuesto, estaba invitada.
Colgué el teléfono y me quedé con la boca abierta. Condiciones de trabajo. Ni siquiera  había pensado en ello. Pero estaba claro que al igual que lo hubiera tenido Ana, yo tendría un sueldo, un horario, un día libre y unas pautas para tratar y educar a Alice. Me pregunté, levemente angustiada, que papel estaba jugando Juliette en el cuidado y la educación de la pequeña. No acababa de tener muy claro si la iniciativa de ofrecerme el trabajo de niñera, la había tomado Javier por su cuenta ante la desidia de Juliette, o si por el contrario, era la propia Juliette la que había delegado aquella tarea en su marido al sentirse impotente para afrontar su primera maternidad. Pero al fin y al cabo, eso eran cuestiones de pareja y en ese terreno tan privado como cenagoso yo no pensaba poner el pie. Bastante tendría con pasar el día con mi adorable  diablillo, que ya caminaba, comenzaba a decir sus primeras palabras y a abrir los cajones de la cómoda, sacando de ellos todo su contenido y dejándolo desparramado por el suelo como un improvisado mosaico romano.
Así que como aquel día era, teóricamente, el ultimo que iba a tener libre, decidí ir a visitar el museo del Louvre, cita obligada que no podía demorar más.
Cogí el autobús porque sabía, por lo que me habían dicho, que la caminata dentro del museo era impresionante. A mi lado, un turista japonés con traje de chaqueta miraba su mapa turístico con la misma intensidad que si trazara un despiadado plan para bombardear la ciudad. Yo, sin embargo, observaba ensimismada las calles, las pequeñas tiendas con toldos anaranjados, las terrazas instaladas a la sombra de los árboles... El trayecto se me hizo corto, y el turista japonés y yo nos bajamos en la parada que había junto al museo. Mientras yo me quedaba quieta mirando hacía todas partes y dejando bien claro que no sabía cuál era el paso siguiente a dar, él emprendió el camino raudo, como si aquella ruta la hubiese ya repetido  muchos días.
Crucé la calle y me puse en la cola de la pirámide de cristal que brilla como un zafiro junto al imponente palacio del Louvre.  Me pareció que la moderna construcción contrastaba hasta el dolor con el edificio de formas clásicas y perfectas,  pero también era cierto que rompía la dureza del paisaje y aportaba un tono futurista a un palacio que venía del pasado cargado con mil historias. Hice unas cuantas fotos y entré.
No pensaba pasarme el día allí, así que me había trazado un plan básico de visita. Suponía que, si iba a quedarme en París, tendría días sobrados para visitar el museo con la atención y la preparación psicológica que, sin duda se merecía. Así, que, esquivando enormes grupos de turistas que atendían a su guía, llegué hasta La Gioconda, un cuadro que no podía perderme; en primer lugar, porque tenía una enorme curiosidad en verlo, y en segundo, porque estaba segura que Javier y Juliette sería lo primero que me iban a preguntar, si había visto la Gioconda.  Allí estaba, después de siglos, con su sonrisa eterna en el rostro, cuestionándonos todavía qué había detrás de ese misterioso gesto socarrón que ya había hecho correr ríos de tinta. Continué andando en busca del pintor que más me subyugaba desde que en el colegio había visto una virgen con niño pintada por él; Murillo. Y ahí sí me temblaron las piernas y tuve que tragar dos veces saliva para aceptar la belleza que puede ser creada por un ser humano. El niño mendigo, de Murillo, del que dicen que estaba despulgándose en el momento en que Murillo captó la imagen. Un instante plasmado con maestría y emoción, un niño cualquiera, un niño de la calle que, sin quererlo ni saberlo,  se eternizó y que hoy vive en un palacio rodeado de reyes dorados,  santos martirizados y dioses paganos.
Pasé a las salas de escultura. Había dos obras que no quería perderme, la Victoria de Samotracia, descabezada, con su túnica al viento, y la Venus de Milo, perfecta en sus insinuantes redondeces,
La inmersión en el mundo del arte y la caminata consiguiente, me había dejado muy fatigada, así que opté por descansar un rato y prepararme bien para la cena en la que se iba a decidir mi próximo futuro. Y en medio de un sinfín de sentimientos y sensaciones encontradas, sólo algo destacaba con claridad: si quería el trabajo, debía caerle bien a aquella mujer inexpresiva, Juliette, cuya fría mirada no reflejaba ningún tipo de sentimiento.
A la hora que en España se merienda, en Francia se cena. Cuando la tarde cae, cuando el sol comienza a perder fuerza y la brisa reclama su espacio, es la hora de cenar. Las terrazas de los restaurantes se llenan de gente que habla y ríe alrededor de una buena botella de vino. La gente pasea, contempla las obras de los pintores callejeros que dan las últimas pinceladas a sus obras junto al Sena, y las parejas bajan a los muelles a susurrarse palabras de amor y a besarse entre las sombras.  Pero yo tenía una cita ineludible y debía estar fresca y lúcida, preparada para afrontar cualquier duda, ágil para responder con inteligencia pero sin orgullo. ¿Sería cierta esa frase que afirma que los negocios y la amistad nunca deben mezclarse?
Cuando Alice me vio entrar por la puerta, sonrió de oreja a oreja y extendió sus bracitos para que la cogiera. Mal empezamos- pensé- . Unas muestras exageradas de cariño por parte de la niña hacia su niñera, podían despertar el instinto maternal de Juliette en su peor versión. Aún así, no pude dejar de hacerle una leve carantoña.
- Estás muy guapa - exclamó Javier mientras me ofrecía una copa- ¿Qué has visitado hoy?
- El Museo del Louvre - afirmé-, bueno, sólo una parte. Aquello es enorme. Hubiera necesitado todo el día y unos buenos patines.
- Y tanto - dijo Javier- ni siquiera yo creo que lo he visitado en su totalidad. Y mira que he ido veces...
- C´est un museé magnifique- intervino Juliette que llevaba puesto un precioso vestido rojo-, ¿Has visto la salle du la Gioconda?
Hice un relato corto de mis andanzas por el Museo. Había tenido la sensación, que evidentemente oculté. de que el arte concentrado es como el dulce, en exceso cansa. Había visitado las salas del Renacimiento, estatuas y siglo XII, y  XIII. En esta última sala me quedé extasiada con un cuadro que desconocía por completo, San José Carpintero, de un tal Georges de la Tour, que representaba a José trabajando en su taller mientras Jesús sostiene  en sus manos una vela que ilumina la escena.  Si embargo, y a pesar de la belleza que me rodeaba,  llegó un momento que mis pies y mi estómago, aliados contra mí, habían dicho basta y me habían sacado del recinto a toda velocidad.
- Habrás visto la Gioconda? - preguntó Javier-
 Por lo visto, no había estado muy atento con mi relato, porque es lo primero que había dicho tras la pregunta de Juliette. Tal y como había pensado, la pregunta no tardó en aparecer, y por segunda vez.
. Era una visita obligada - contesté cortesmente-. Una mujer enigmática, sin duda, pero prefiero a Murillo; es mi debilidad.
Javier hizo un gesto de extrañeza.
- ¿Algún cuadro en especial?
- El niño mendigo. Me fascina.
- Tu sí  me fascinas- dijo Javier riendo-. No sabía que entendieras de arte.
- Y no entiendo- dije con sinceridad- pero una reproducción del niño mendigo salía en mi libro de historia de bachillerato Esa es la explicación.

Juliette pareció entenderme porque el reconocimiento de mi ignorancia le había hecho mucha gracia y reía a carcajadas con un estilo muy francés.
- Yo, sin embargo, me quedo con la Gioconda, la madonna le plus fantastic jamais retratada.
Como la que tenía enfrente. Una mujer enigmática que no dejaba ver lo que ocurría en su corazón y que, sin embargo, sonreía con una sonrisa cómplice y extraña. Llegamos a los postres sin abordar el tema salarial, pero yo no estaba dispuesta a dar el primer paso. Fue Javier quien después de un sorbo breve de vino tinto, se lanzó al tema sin más preámbulos.
- Entonces- dijo mirándome directamente a los ojos-, ¿estas  decidida a quedarte con nosotros?
Afirmé con la cabeza a riesgo de atragantarme con el dulce.
- Hemos pensado - siguió diciendo- que puedes librar un día, los miércoles, que vendrá mi cuñada a quedarse con la niña. Vivirás en el ático, con Alice, y tendrás libertad absoluta en tus salidas y entradas, eso sí, siempre respetando los horarios de la niña. Alice no es alérgica a nada y, como has podido ver estos días, tiene buen carácter y se adapta con facilidad a la gente ¿Hablamos de dinero?
Sentí un pudor inevitable.
- Como queráis, pero no creo que el dinero suponga ningún inconveniente.
Lo cierto era que me daba más apuro hablar de dinero que de sexo.
- El salario será de mil doscientos euros mensuales y, además, dispondrás de diez euros más al día como dinero de bolsillo, y por si Alice necesita algo o para realizar cualquier traslado en    autobús o en metro ¿Qué te parece?
- Me parece muy bien.
Iba a dar saltos de alegría pero no me pareció prudente. De todas formas, y como mi capacidad de disimulo es nula, supongo que mi cara hablaría por sí misma.
-Tenemos previsto que la niña vaya a la guardería hacia el mes de marzo, para que se vaya acostumbrando. Entonces tendríamos que prescindir de ti. Queremos que tengas claro- pluralizó -que se trata de un trabajo temporal
-Está claro.
- Ah. y una última cosa, Como en París hace ya mucho calor y Juliette este año está especialmente fatigada, nos vamos a ir de vacaciones a Normandía. Un viejo amigo de la familia nos presta una preciosa casa muy cerca del mar. Supongo que no tendrás inconveniente en realizar con nosotros ese inesperado desplazamiento.
No tenía inconveniente, pero la novedad me pilló totalmente por sorpresa. No me importaba salir de París, si el trabajo así lo  exigía, pero me daba un poco de mal humor dejar aquella ciudad cuando estaba comenzando a cruzar las primeras palabras con ella. Además, seguro que en la costa atlántica los días eran grises y fríos.  Probablemente, mi rostro debió traslucir algún signo de preocupación porque Javier no tardo en repetir.
- Es una vieja pero acogedora casa con un enorme jardín. El mar está muy cerca y el ambiente es muy tranquilo. Te va a encantar.
- Seguro que sí- afirme sin ninguna convicción-.
Otra vez a hacer maletas. De nuevo un viaje inesperado, la urgencia de abandonar aquel lugar que acababa de conocer para salir en busca de un paraje desconocido. "Los cambios no son tan malos" - me dije a mí misma en un arranque de positivismo- pero no logré convencerme.
- Saldremos el viernes por la tarde.
Sonreí en señal de afirmación y me levanté de la mesa.
- Ya es muy tarde para Alice y creo que se cae de sueño.
En efecto, la pequeña Alice había dejado caer su cabecita sobre el oso memorión mientras mordía el chupete con entusiasmo. Cogí a la niña en brazos, la acerqué a su madre para que le diera un beso, y luego a su padre. Fue él quien me preguntó:
- Qué vas  a hacer mañana?
-pensaba ir al parque..., Está muy cerca y he visto que hay toboganes donde puede jugar Alice.
Al salir hacia la escalera, me detuve un instante a mirar la foto de Maurice, el padre de Juliette.
-Qué sitio más bonito - exclamé-, ¿dónde está hecha la foto?
- En la catedral de Notre Dame, donde estuviste ayer.
Ya en casa, cambié a Alice. Le puse un pijama de fino terciopelo y la dejé en la cuna tapada únicamente con una fina sábana de algodón. Es lo que me habían dicho antes de abandonar la casa con la niña, que nada de dormirla en brazos, que luego se acostumbraría y las consecuencias las pagarían ellos. Afortunadamente, Alice se quedó un rato jugueteando con sus pies y, poco a poco, fue cerrando los párpados hasta quedarse plácidamente dormida.

Me asomé a la ventana. Era todavía pronto para irse a dormir, Paris vivía por los cuatro costados. La gente paseaba y charlaba animádamente bajo los árboles, junto al Sena. Parejas cogidas de la mano, familias arrastrando niños que se caían de sueño, jóvenes que retaban a la noche con la suficiencia de su juventud. Chicas que coqueteaban...  Mi mirada se detuvo. ¿Y aquella chica? ¿aquella chica de larga melena, vestida con un cortísimo y precioso vestido de verano? Me puse de puntillas como si así pudiese ver mejor. Estaba segura de que era Coraline, la joven prostituta que había conocido en la estación de Montpellier. y si no era ella se le parecía muchísimo. ¿Qué hacía en Paris? ¿Qué hacía en la ciudad a la que ella había llamado la ciudad de las sombras? La llamé a voz en grito.
-¡ Coraline!
 Vi que Miraba hacia todas partes como si hubiera escuchado claramente su nombre pero no supiera de dónde venía la voz. Un coche deportivo de lunas tintadas paró junto a ella y bajó la ventanilla. Coraline se agachó para hablar con el conductor y, sin duda, dejar a su vista sus jóvenes pechos. La puerta del coche se abrió y la chica entró confiadamente. Cerré la ventana con una sensación desagradable. Alice dormía en su cuna abrazada a su oso. Puse la televisión En uno de los canales hacían "las vacaciones de mister Bean". Necesitaba reírme a carcajadas, así que la dejé puesta.
Pero, a pesar de las risas y del dulce aroma que entraba a través de la ventana no podía dejar de pensar en Coraline, en aquella pobre niña que, probablemente, en esos mismos instantes, vendía su cuerpo joven en las sombras de París.








domingo, 7 de octubre de 2012

Tito, el gato de mi madre y que ahora es mío. Es un gato que no maúlla, sólo parlotea un poco, sobre todo si se siente molesto. Pero el día que ella falleció en el hospital, él se pasó toda la mañana maullando y caminando pasillo arriba, pasillo abajo, como si presintiera el inevitable final. De madre persa gris y padre callejero- más que probablemente de color naranja- Tito es un gato independiente, entrañable, precioso. A veces te persigue por toda la casa. Cuando te vas, te espera en la puerta, y cuando haces la cama, es el primero que sube para probarla. Tiene los ojos verdes como el mar revuelto y una mirada felina que lo dice todo. Yo creo que a veces él se piensa que es un león, pero es un simple gato, todo un señor gato, el que comparte mis días buenos y malos, el que se sienta junto a mí en el sofá para ver la tele, el que ve volar las gaviotas desde el alfeizar de la ventana. Todo un señor gato, mi gato.