lunes, 28 de mayo de 2012

Este no es país para viejos




Ni de casualidad. Víctor de la Peña había cumplido los 55 años hacia apenas dos meses. Su hijo, ingeniero técnico, había emigrado a Bruselas recientemente huyendo de la pertinaz crisis que asolaba el país. Daría, su fiel esposa, había partido hacia el otro mundo, si es que éste se hallaba en algún lugar del universo, tras una espantosa y cruel enfermedad. Así que se había quedado solo como una fruta nacida a destiempo, como una flor decidida a crecer en pleno invierno. Y lo había pensado muy bien, tanto que incluso algunas noches no había podido dormir. Nadie iba a poder obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. Víctor se preguntaba a menudo: ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? ¿Valía la pena seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato soltando arcadas de dolor a toda hora, y un principio de artrosis en las rodillas que no presagiaba nada bueno?

No era el plan que él había pensado para su vejez, y aunque se sentía aún joven- más de espíritu que de cuerpo, sabía que el reloj había comenzado la cuenta atrás. Aunque llegara a vivir cien años -cosa que sinceramente dudaba- ya había superado con creces la mitad de su vida. "Este no es país para viejos", pensó mientras hacía la maleta y metía cuatro cosas imprescindibles en ella, aunque -se preguntó- ¿acaso algo era imprescindible?

Tenía algunos ahorros de un plazo fijo y una pequeña casa de campo perdida en la montaña, entre pinos, olivos y carrascas. Con dos conejos, dos gallinas, un gallo y algunas semillas, saldría adelante. La vida no era tan complicada como le habían hecho creer en la sociedad de la mentira organizada. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un viejo pino piñonero. Tampoco nadie podía obligarle a trabajar durante ocho horas bajo las frías luces de neón de la oficina, mientras la vida vibraba más allá de las ventanas y la muerte estaba ya a un tiro de piedra.

Sonrió Víctor mientras cerraba la maleta como si fuera un niño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes contra sus propios tiranos? ¿Acaso era legítimo aceptar que éste o aquel -qué importa quien- intentase destrozar desde la amenaza sus más legítimos sueños?

Una vez cerrada la maleta, bajadas las persianas, apagado el gas y regado las plantas, Víctor llamó al trabajo para decir que no volvía más. Su jefe pensó que el stress le había vuelto loco y le recomendó que descansara en casa un par de días. Pero él volvió a decir que no, que no quería pasar el resto de su vida repasando y corrigiendo aburridos informes que después nadie leía, que se fuera a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, minúscula y pintada de verde, donde pensaba que, a pesar de todo, aún podía ser feliz.

Cuando salió con su pequeña maleta de casa y dio la vuelta definitiva a la llave, sintió que había tomado la decisión más acertada de su vida.

1 comentario:

  1. Relato breve, apenas unas pinceladas sobre el eterno tema de la vida bucólica - ¡Qué descansada vida la del que huye...-, pero luego siempre queda la duda de si eso es así.
    De todos modos, hoy en día, habría que preguntarse ¿para quién es la vida en este país?
    Pero está el relato muy bien argumentado, presentado y abre toda una serie de interrogantes sobre si la vida a la que nos lleva esta ¿civilización? tiene sentido.

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