martes, 29 de mayo de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo VIII

Supongo que ningún lector de este blog se acuerda ya de esta novela, El secreto de Maurice. Diversas circunstancias que algunos conocéis y el proyecto de editar un libro de relatos cuyos beneficios irán destinados al proyecto Lazarus, le dieron un parón a esta novela cuyo resumen sería el siguiente: Asun y Ana son dos amigas que trabajan en una fábrica situada en un polígono industrial de la ciudad de Valencia. Un día, Ana le dice a su amiga que va a dejar el trabajo y se va a trasladar a París para cuidar de la hija de su primo Javier, la pequeña Alice, y le enseña un gran oso de peluche que le ha comprado para tal ocasión. Pero esa misma mañana, Ana muere en un accidente de metro y Asun se ve obligada a viajar a París para arreglar algunos asuntos de Ana y para entregar el oso a la pequeña Alice. Tras un largo viaje, llega a la ciudad del Sena y se instala en la casa de Javier y Juliette, su esposa. Tiene dos o tres días para conocer la ciudad y hacer un poco de turismo, pero los planes de Javier son otros... Capítulo VIII

Capítulo VIII
La escalerilla sube al barco directamente. Yo llevo un bolso menudo y gris pegado al cuerpo. Paseo entre la gente que dice adiós con la mano. Sin embargo, busco con la mirada pero no encuentro de quien despedirme. Aún así, agito la mano con vehemencia hacia la multitud concentrada en el muelle. Cuando el barco abandona el puerto, trato de encontrar mi camarote, el número 14. Entro. Dejo el bolso gris sobre la cama y me siento en la silla metálica que hay junto a una pequeña mesa de lectura. El camarote no es muy grande. Tampoco es acogedor. Parece un calabozo oscuro y gris. Me tumbo esperando no marearme demasiado. De pronto, escucho un golpe en el puerta, y otro. Alguien llama con los nudillos de la mano: toc, toc. El barco se mueve. pienso que ya está en alta mar ¿pero quién...?

- Asun, ¿puedes abrir por favor?

Desperté sobresaltada. Efectivamente, alguien tocaba a la puerta, pero no del camarote, sino de la casa. Abrí los ojos y comprobé que la luz del día apenas entraba por la ventana, por lo que deduje que debía ser muy pronto. Todo había sido un sueño, un sueño del que me costaba despertar. Me levanté de un salto y sentí un leve mareo. Al otro lado de la puerta estaba Javier y llevaba a la pequeña Alice en brazos, envuelta en una suave manta de terciopelo de alegres colores.

- ¿Te he despertado?

- No - mentí disimulando un bostezo- Estaba a punto de levantarme.

- Verás, acaba de llamar Cinthia, la joven que estos días cuida de Alice. Parece ser que se encuentra un poco indispuesta. Sé que es mucho pedir pero ¿podrías quedarte hoy con la niña? Juliette tiene que desplazarse hasta Reims para dar una charla en una escuela y yo ya debía estar trabajando hace un buen rato.

En su voz advertí desesperación. Realmente, yo era su única opción y no estaba dispuesta a defraudarles.

- Naturalmente que puedo - contesté intentando despertarme del todo- Será un placer. ¿Ha desayunado la peque?

- Aún no. Te traigo el biberón y la ropa de calle. No sabes cuanto te lo agradezco. Me sacas de un buen apuro.

-No hay nada que agradecer - dije de corazón- ¿Puedo sacarla a pasear cuando el sol esté ya un poquito alto?

- Naturalmente. Bajo, junto a la portería, está su silla de paseo. Le encanta ir a Notre Dame y, además, está muy cerca. Pasas el puente y...

- Estupendo- interrumpí sin saber por qué- todavía no he tenido la oportunidad de visitarla.

-Bueno, pues hasta la noche, y no te olvides de ver la estatua de Juana de Arco en la catedral... es impresionante.

- ¿Y qué hace allí?

Puso cara de extrañeza ante mi ignorancia.

- Es una insigne santa de la iglesia católica.. ¡Pobre niña loca! pensar que Dios le había ordenado liderar un ejercito... ¿Conoces la historia?

- Muy poco- admití-

- Ya te la contaré algún día. ¡Ah!, y ten cuidado, no vayas a toparte con el jorobado.

- El jorobado?

- El que vive en Notre Dame- sonrió ya totalmente relajado- Ahí en la estantería tienes el libro de Víctor Hugo por si te apetece darle una mirada. Aún es muy pronto. Alice se volverá a dormir.

Y así fue. Alice se durmió como un lirón en su cuna, pero yo estaba ya completamente despejada; bueno, más o menos, porque la resaca, consecuencia de los excesos de la noche anterior, aún pululaba a la altura de mis sienes, y me había revuelto el estómago por completo. Me preparé un café con leche mientras buscaba una aspirina en el botiquín. Me la tomé con un gran vaso de agua y me senté en el sofá frente a mi desayuno. Javier, junto a la bolsa con la ropa de la pequeña, me había entregado otra más pequeña que contenía unas galletas de trigo y almendra. Era consciente de que debía programar bien el día porque tenía una pequeña acompañante que introducía sin querer cambios considerables en los planes que ya me había hecho. Aquella mañana había previsto acercarme hasta el museo del Louvre, pero estaba claro que aquel no era el mejor lugar para un bebé de poco más de un año. Javier me había hablado de la catedral de Notre Dame y pensé que ese, sin duda, era un plan perfecto. Realmente, estaba muy cerca y todavía no la había visitado. Me levanté perezosamente y cogí el libro de la estantería. Hasta que Alice se despertase tenía tiempo para leer un poco. Al azar, abrí el libro más o menos, por la mitad: En el primer párrafo encontré algunas palabras subrayadas: hombres, mujeres y niños y una frase entera "ese era el color con que el verdugo pintaba los edificios infames". Víctor Hugo seguía con una exhaustiva descripción de las diversas barbaridades que los científicos del arte, los arquitectos, habían ido introduciendo a lo largo de la historia en la catedral de Notre Dame, y un poco más allá del texto, encontré otras tres palabras Igualmente subrayadas: brutalidades, contusiones y fracturas. Se me cerraban los párpados, así que dejé el libro sobre la mesa y volví a coger un sueño ligero y breve.

Alice comenzó a parlotear sobre las diez de la mañana, cuando más dormida me había quedado. Al sacarla de la cuna me miró con desconfianza y lanzó un pequeño grito, como si se tratara de una gaviota sobrevolando la orilla del mar. Yo le hablé con un tono de voz muy suave y la cogí en brazos. Le preparé el biberón y se lo dí. Eso la tranquilizó y el cambio de pañal aún más. Javier me había dejado un body de algodón blanco, un precioso vestido amarillo con pequeños topos anaranjados y unas pequeñas sandalias blancas. Para la cabeza, un sombrerito con idéntico estampado que el vestido y una diminuta flor bordada.

- Pero si eres una princesa de Disney - le dije mientras le cogía de ambas manitas-

Y era cierto. Era como una muñeca de porcelana de dulce rostro y piel muy pálida. El vestido le había gustado mucho, hasta el punto que no paraba de mordisquear la puntilla de la enagua que sobresalía de la falda.

Abrí la ventana y comprobé que, a pesar de que era temprano, ya hacía calor. Las noticias de la noche anterior habían anunciado que un frente muy cálido atravesaría el país, y que las temperaturas superarían los treinta grados. Con tal pronóstico, lo único que podía ponerme era un vestido de tirantes muy fresco y mis más que usadas sandalias destalonadas. Cogí el neceser de Alice y salí de la casa con la niña en brazos. De nuevo, sentí que Ana estaba allí, junto a mí, siguiendo mis pasos como una sombra cercana y cálida, sonriendo desde cualquier rincón de la casa.

Una vez en la calle, busqué el paso cebra y unos minutos más tarde estábamos cruzando el puente que nos llevó hasta Notre Dame. A mitad de camino me detuve a mirar las aguas del Sena que reflejaban la imagen temblorosa de la catedral. A Alice parecía encantarle la excursión porque todo el tiempo palmoteaba y lo miraba todo con suma atención. La explanada que se extendía frente a la fachada principal de la abadía estaba llena de turistas que deambulaban sin prisa y hacían fotos desde cámaras, móviles y otros cachivaches digitales cuyos nombres y apellidos escapaban ya de mis conocimientos. Me senté en un banco para contemplar la grandeza del edificio. Qué privilegio - pensé- el de las cosas inertes que permanecen en el tiempo mucho más que nosotros. Imaginé la misma escena hace cien, doscientos, trescientos años: una mujer y una niña sentadas al sol en la isla de la Cité, contemplando la catedral de Nuestra Señora. Desde luego, aquello no era la eternidad, pero se le parecía mucho.

Entré en el recinto de la basílica y sentí un agradable frescor. Imaginé a Quasimodo con Esmeralda de la mano, gritando como un poseído ¡Asilo, asilo!. La casa de Nuestra Señora era el único lugar donde las hordas enfurecidas no podían vulnerar ni la libertad ni la vida de aquel desgraciado jorobado.

La altura de la nave era impresionante. Me pareció aquella una iglesia construida para gigantes. La luz del día atravesaba los vitrales circulares, convirtiendo los haces de luz en caminos diseñados a través del aire. Alice lo miraba todo ensimismada, como si recelase de toda aquella grandeza, Avancé hacia el coro donde destacaba un bajorrelieve que representaba la muerte temporal de la Virgen María. La belleza y el dramatismo de la imagen me subyugó. Alice comenzaba a impacientarse y lo manifestaba dando patadas rítmicas sobre el reposapiés del carrito. Estaba claro que prefería el sol del exterior a aquella penumbra salteada de imágenes con miradas de piedra. Pero yo no podía salir de allí sin echar una mirada rápida y fascinada. Me habían hablado del órgano, una obra impresionante de Cavaille-coll. Sin duda, habría que escucharlo algún día con tranquilidad y sin niña. Avancé por la nave central mientras Alice se iba poniendo más y más nerviosa. ¿Dónde estaría la estatua de Juana de Arco de la que me había hablado Javier? Fui recorriendo las naves laterales mientras le cantaba una canción a Alice en voz muy baja. Hasta que la hallé. Allí, vestida de guerrero y adornada con casco y espada, estaba aquella joven que fue capaz de enfrentarse al ejercito inglés, desafiando, desde su leyenda, al turista timorato que pasaba junto a ella sin casi mirarla. Quizá no había valido la pena morir en la hoguera.

Alice empezó a llorar. Supuse que era su última estrategia para abandonar aquel lugar. Aceleré el paso, atravesé el haz de luz que derramaba la vidriera como una mariposa torpe, y salí a la plaza donde un nutrido grupo de japoneses, cámara en mano, se preparaba para entrar.

Nada más salir me dí cuenta de que el disgusto de Alice se debía, entre otras cosas, a que tenía un hambre voraz. Se restregaba los ojos hasta enrojecerlos y el rictus de su boca era ya una muestra de hartazgo. Y la verdad es que yo también empezaba a sentir algo de hambre. Por la mañana, Javier me había dejado dos potitos para Alice, uno de pescado y otro de frutas, así que la mejor opción era buscar un supermercado y comprar un poco de carne y verduras para preparar mi comida.

Me dio el tiempo justo de darle los potitos a Alice antes de que cayera dormida. Yo me preparé una ensalada sencilla y una pechuga de pollo salpicada de orégano. En el supermercado había visto muchas cosas con aspecto realmente suculento pero, por el momento, prefería moverme en terrenos culinarios conocidos.

Tenía dos horas y media para leer, o quedarme yo también como un leño. La luz y el calor que entraban por las ventanas invitaban a no hacer nada, a la holgazanería en todo el sentido de la palabra. Apenas llevaba dos días en aquella ciudad y ya sentía que me estaba atrapando entre sus brazos, tan fuertes como etéreos. Alice dormía junto a mí en el sofá. La miré y sentí una inmensa ternura al tiempo que me asaltaba un terrible interrogante: ¿Cuál era realmente el concepto de niño abandonado? ¿El que sobrevive a duras penas en la calle pasando como un paquete de unos familiares a otros? ¿el que se deja en una gasolinera porque nadie puede, o quiere, mantenerlo? ¿el que vive en una familia burguesa y acomodada y al que ni siquiera su familia tiene tiempo de hacerle una caricia?

Supuse que no era yo quien para juzgar y que las razones de cada cual a veces no son comprensibles ni conocidas para los demás, así que me levanté del sofá intentando que Alice no se despertara y cogí de nuevo el libro de Víctor Hugo, leyendo al azar.

.."Un espectáculo sui generis del que sólo pueden hacerse una idea aquellos lectores que hayan tenido la fortuna de ver una villa gótica entera, completa, homogénea como todavía existen algunas en Nuremberg..."
Y esta última palabra, aparecía nuevamente subrayada con una delgada línea roja.

Aquel debía ser sin duda uno de aquellos textos que habitualmente forman parte del temario de algún curso de secundaria o bachiller. Ese tipo de lectura obligada que convierte el placer de leer en un inexcusable e insoportable deber.

Alice se desperezaba en el sofá y despertaba con una enorme sonrisa. Pasaban unos minutos de las cinco de la tarde y me sentía demasiado cansada para salir. Jugaría un rato con la niña y esperaría a que vinieran a por ella. Le dí un petit sin tropezones mientras la niña me miraba con curiosidad con sus preciosos ojos verdes donde se reflejaba un inmenso interrogante. Sin duda, se estaba preguntando quien era aquella señora que le hablaba en una jerga que ella no podía entender, ya que tanto Javier como Juliette le hablaban habitualmente en francés.

Cuando faltaban cinco minutos para las siete de la tarde llamaron a la puerta. Cogí a Alice en brazos y fui a abrir. Javier tenía un aspecto de profundo cansancio.

- ¿Cómo ha ido todo? - preguntó intentando esbozar una tímida sonrisa-

- Muy bien - contesté mientras también intentaba ocultar mi sensación de fatiga- Alice se ha portado de maravilla. Ha comido bien, ha hecho su siesta, y ya la ves - dije haciendo un ademán con la cabeza- está muy contenta.

- No sabes cuánto te lo agradezco... ¿Habéis visitado Notre Dame

. ¡Cómo no! Me ha impresionado mucho, aunque harían falta unas cuantas horas para verla bien, con detenimiento.

- Ya lo creo. ¿Has visto la estatua de Juana de Arco?

- Me ha costado, pero la he encontrado. Impresionante.

. Su historia, más -dudó durante un instante- ¿Puedo pasar un momento?

- Desde luego. Te recuerdo que ésta es tu casa.

Se sentó junto a mí en el sofá mientras yo mantenía a la niña sentada sobre mis rodillas. No sabía por qué pero no dejaba de sentirme un tanto incómoda.

- Tengo que pedirte un favor- susurró como si temiera que alguien pudiera escucharle- un enorme favor.

- ¿Que me quede mañana con la niña?- pregunté para rebajar la tensión que se iba acumulando minuto a minuto en el ambiente.

- Más aún. Quiero que cuides a Alice todos los días.

Mi inquietud seguía creciendo, pero ya no era controlable.

- ¿Estas diciendo que...?

- Que te quedes con el trabajo que iba a hacer Ana ¿Quién mejor que tú? Y, además, mírala, está contenta y feliz.

No encontraba las palabras.

-Pero yo le aseguré a mi jefa que volvía en una semana, que este era un viaje de... compromiso.

No parecía dispuesto a claudicar.

- Me das el teléfono de tu empresa y yo lo arreglo, bueno, eso si decides quedarte.

No quería ser descortés, pero me estaba empezando a faltar el aire. Sencillamente, no era lo que yo había previsto.

- Deja que me lo piense -conseguí decir a pesar de mi confusión- Me has pillado tan de sorpresa...

- Lo entiendo. Hay algo más - añadió-

Pensé que al menos Alice, en casos desesperados como éste podía ponerse a llorar o a gritar, pero yo ni eso.

- Dime.

- Juliette, mi esposa, tiene graves problemas de insomnio desde que nació la niña. Su llanto la saca de quicio, y el psicólogo nos ha dicho que es cuestión de tiempo. ¿Me entiendes?

- No lo sé -contesté mientras sonreía como una estúpida-

Javier tomó aire.

- A pesar suyo, Juliette no acaba de aceptar a la niña. Tiene... -dudó de nuevo- sentimientos encontrados.

Mis sospechas comenzaban a confirmarse.

- Es muy duro lo que me dices.

Javier volvió a respirar hondo, como si aquella conversación le resultara muy fatigosa.

- Pues así son las cosas. Parece ser que la situación se irá normalizando poco a poco, pero hoy por hoy, Juliette no puede hacerse cargo de Alice.

-Y, por tanto, necesita una niñera que cuide de ella.

-Tú lo has dicho.


No quería tomar una decisión precipitada de la que luego podía arrepentirme.

- ¿Me das veinticuatro horas?

- Naturalmente -contestó algo más animado- Es una decisión que va a cambiar tu vida.

Era mejor no hacer ningún comentario sobre esta última frase que me produjo una repentina sensación de vértigo.

- ¿Quieres que hoy Alice se quede a dormir aquí?- insinué-

- Tranquila. Esta noche puedo ocuparme yo de ella. Mañana ya me dices.

Javier cogió a la niña en brazos y le dio un dulce beso en la frente mientras se la llevaba hacia el estrecho recibidor. Yo cerré la puerta mientras intentaba recuperar el aliento: Un trabajo en Paris, una casa preciosa junto al Sena, una niña dulce, una buena familia ¿Dónde estaba el truco de este trato? Necesitaba aire. Abrí la ventana y me encontré frente a frente con la magnífica imagen de Notre Dame iluminada, a pesar de que aún no había anochecido del todo.

Era incapaz de pensar con claridad, de ver los pros y los contras de aquella propuesta. No sabía qué hacer, así que volví a curiosear los libros de la estanterías. Además de la novela de Víctor Hugo, había dos o tres libros más: uno sobre la segunda guerra mundial, la biografía de Charles de Gaulle y El Avaro, de Moliere.

Visto lo visto, volví al encuentro de Quasimodo. Y la noche llegó sin darme cuenta, mientras yo intentaba tomar una decisión que cambiaría mi vida y Esmeralda moría entre los brazos del deforme campanero.

1 comentario:

  1. Me ha venido muy bien el recordatorio de la historia de la novela. Aún estoy un poco despistado, recuerdo que había alguna alusión al padre de Javier y no sé qué ha pasado. ¿O lo he soñado?
    De todos modos es una delicia leer estos relatos, que van tomando cuerpo poco a poco, que van perfilando los personajes (dos, tres,...), hasta que ya son viejos conocidos.
    Sí, está muy bien escrita, me gusta.

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