miércoles, 8 de febrero de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo V


No fue difícil cambiar la titularidad del billete de tren. Sobre todo, después de explicar en el mostrador de atención al cliente las terribles circunstancias que obligaban a ello. La ciudad estaba aún conmocionada por el accidente del metro, y en la cúpula política, todos comenzaban a echarse las culpas unos a otros, mientras el dolor de las víctimas se extendía más y más como agua derramada.

En la estación del Norte no cabía una aguja. Después de todo, estábamos a principios de julio y mucha gente salía de vacaciones. Me senté junto a mi pequeña maleta en una silla del amplio hall y contemplé ensimismada el ir y venir de todas aquellas personas que, o bien esperaban a alguien, o estaban a punto de emprender un viaje hacia Dios sabe dónde. La vida seguía a pesar de todo, como un tren circulando a toda velocidad del que no era posible bajarse en marcha. Desde hacía unas horas, sentía un hormigueo a la altura del estómago. Hacía tiempo que no iba a ningún sitio que no fuera el supermercado del barrio, y el hecho de abandonar no sólo mi casa sino también mi amada rutina, me causaba un desasosiego incomodo. Intenté relajarme mirando el panel de entradas y salidas. Tampoco era para tanto -me dije- Unas horas de viaje, llegar a Paris, encontrar la rue de la Boucherie y entregar el maldito oso a la pequeña y seguramente dulce Alice, que sin duda acabaría olvidando al peluche en un par de días. Bueno, realmente, la entrega del oso no era ni el único ni el principal motivo de mi viaje. Después de comprobar que efectivamente Javier - así se llamaba el primo de Ana- era el pariente más cercano que tenía, había recogido sus libretas bancarias, la escritura de la casa y el resguardo de un plan de pensiones que se había hecho hacía un par de años presionada por la directora de su sucursal bancaria. Cuando todas las gestiones estuvieran finalizadas y cada papel en su sitio, buscaría alojamiento en un hotelito económico y me dedicaría un par de días a visitar la que llamaban la ciudad de la luz. No podía volver a casa sin subir a la Torre Eiffel, y si mi cuerpo lo aguantaba, algún tramo lo haría a pie.


Faltaba apenas media hora para la salida, y estaba convencida de que una vez bien acomodada en mi asiento, los nervios cederían dejando paso a un enorme cansancio causado por la tensión acumulada durante los últimos días, una fatiga que, sin duda, estaba camuflada por la ansiedad de la nueva situación.

Después de pasar mi equipaje por el escaner y hacer una larga cola de varios minutos, el tren salió con puntualidad británica. Me había comprado un libro para la ocasión, El Club de los viernes, de Kate Jacobs, una historia de vida cotidianas, de mujeres que comparten, entre labores, sus confidencias más íntimas.

Mi asiento era muy cómodo, incluso podía estirar las piernas, lo cual, teniendo en cuenta mi escasa altura, tampoco tenía gran mérito. La luz del vagón era suave, y a través de la ventanilla, podía ver cómo pasaba velozmente el paisaje, que iba cambiando conforme nos íbamos acercando hacia el norte. No fue difícil tranquilizarse en aquel ambiente y poco después de pasar por la ciudad de Castellón, me quedé profundamente dormida.

Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella profunda modorra, pero cuando desperté y miré a través de la ventanilla, estaba anocheciendo y el paisaje había adquirido una tonalidad verdosa que me indicaba claramente que ya estaba lejos de casa.

Pasamos la frontera completamente de noche, y aunque si bien es cierto que las fronteras de la Unión Europea habían desaparecido, todavía quedaban las murallas psicológicas, aquellas que te hacían sentir que salir de tu país era como salir de casa a medianoche y en plena tormenta, dejar atrás tu territorio para adentrarse en un lugar ajeno donde las pisadas no sonaban seguras. Me sentía como una caperucita roja perdida en un frondoso bosque que se preguntaba a casa instante por dónde andaría el lobo.

No era el lobo, pero me sobresalté de todas formas.
- Señora, le informo de que la cafetería está abierta
- Gracias- contesté con una sonrisa-

Pero no me moví de mi asiento. Ya no faltaban muchos kilómetros para llegar a Montpellier, y no quería dejarme la mitad de mi escaso presupuesto en el restaurante de aquel tren de trayecto internacional. Tenía mis reservas. Llevaba guardadas en el bolso, como un tesoro, una pequeña caja de galletes de mantequilla bañadas de chocolate. En caso de urgencia alimentaria o presunción de desmayo inmediato, no iba a dudar en echar mano de ellas.

Era curioso. Seis, siete horas sentada en aquel tren de larga distancia sin dar palo al agua y, sin embargo, me sentía tremendamente cansada, casi como si el trayecto lo hubiera hecho a caminando. Sin embargo, faltaba poco para llegar a mi destino y no podía dormirme. Tenía que distraerme de alguna forma, así que saqué el diccionario de mi bolso y ojeé las palabras que previamente había subrayado, así como algunas sencillas frases que había apuntado en una cuartilla.

- Yo quiero dormir: je veux dormir.
- Dónde está la estación de autobuses: Où est la gare rotuiere?
Yo quiero un pingüinos?: Je veux un pingouin,

Sonreí al leer esta última frase. La había copiado de un pequeño libro titulado, “las frases más utilizadas en francés”, que había comprado en la librería Paris-Valencia hacía apenas un par de días. Lo había comenzado a leer mientras esperaba el autobús de la EMT frente a la iglesia de San Agustín, y había acabado riéndome sola como si, de repente, me hubiera vuelto loca, Entre las frases más habituales, el libro recogía, además de la de los pingüinos, algunas tan cotidianas- y tan inútiles- como “Pongo el libro sobre la mesa”, o “Detrás de la nevera hay un erizo“. No sé si alguna vez me encontraría un erizo tras el frigorífico, pero estoy segura de que en ese caso no me haría falta traducir mi terror a ningún idioma, sino salir corriendo en dirección a la calle.

Ante la inminencia de la llegada a Montpellier, guardé el diccionario en el bolso y estiré el cuello como si en medio de aquella oscuridad pudiese atisbar algo. Llegar de madrugada a cualquier lugar no es agradable. Las ciudades duermen, las luces están apagadas tras las ventanas y una no deja de preguntarse qué hace allí, en medio de la noche, cargada con una maleta de ruedas, y en ese momento, triste oso de peluche asomando las orejas por la bolsa de cartón reciclado. No me quedaba más remedio que sentarme en la sala de espera hasta el amanecer para coger después el autobús en el que atravesaría Francia de Sur a Norte para llegar a París Dios sabe cuando, pero seguro que hecha unos auténticos zorros.

El tren se detuvo con suavidad en la estación. La gente comenzó a levantarse y a coger sus maletas. Yo cogí la mía, el oso y una fina rebeca de algodón que había llevado por si acaso, y bajé al andén. No hacia frío y en contraste con el aire acondicionado que llevaba puesto el vagón, en la calle se notaba un calor seco muy agradable. Entré en la sala de espera iluminada con potentes tubos de neón y tomé asiento. Eran las dos de la madrugada y el autobús salía de Montpellier a las siete de la mañana. ¡Menudo viaje se había organizado Ana! Si no fuera porque ya algunas canas acariciaban mis sienes, aseguraría que las tendría al llegar a Paris.

La sala estaba casi vacía: un joven con rastras que dormía abrazado a su mochila, una mujer de mediana edad de rasgos magrebíes rodeada de fardos y una joven de melena lacia y rostro infantil que, por su descocada forma de vestir, supuse sería una mujer de la calle, de vida alegre, como solía decir mi madre para referirse a las prostitutas que deambulaban por las calles cercanas al mercado central de mi ciudad.

La joven me miró con curiosidad y sonrió al ver los ojillos del oso que asomaban por la parte superior de la bolsa.

- Ça va? - dijo-
Creí entender que era algo así como decir ¿va todo bien?
- Ça va- contesté intentando disimular mi tremendo cansancio con una sonrisa-
- Où allez-vous?
Los conocimientos de francés que había adquirido en el instituto de enseñanza media parecían resurgir de lo más profundo de mi memoria.

- Voy a Paris.
- Española tú?
- Sí.
- Yo un poco de español. Tengo des amis de tu país.
Supuse que más que amigos serían clientes. No pude dejar de sentir cierta compasión por aquella jovencita que no superaría los diecisiete años, escondidos bajo una espesa capa de maquillaje barato. Se produjo un silencio sólo roto por el ruido de un tren al pasar a toda velocidad.

- Tengo hambre - dijo la joven de repente- Avez vous quelque chose à manger?
Era el momento de sacar las galletas de mantequilla porque yo también estaba empezando a sentir un vació en el estomago. La joven Cogió un par de ella y me dio un breve merci.
. A six heures ils ouvrent la patisserie
. Yo la invita.
- Merci beaucoup, gracias- contesté-

¡Vaya! Aquella que yo suponía joven damisela de la calle me estaba invitando a desayunar. No estaba mal para empezar un viaje que no dejaba de ser una aventura. Desayuno en Montpellier con una joven puta de hermosos ojos negros. Sabía que me enfrentaba a cosas nuevas que nada tenían que ver con la tranquila rutina que hasta ese momento había vivido. Lo había pensado muchas veces durante los últimos días. Nuevos aromas, nuevos paisajes, gente por conocer. Todo era cuestión de empezar.

Dos horas más tarde, Coraline- así se llamaba la muchacha- y yo tomábamos un café con leche en una pequeña pastelería que encontramos nada más bajar la cuestecilla que conducía desde el andén de las estación a la ciudad. Se trataba de un establecimiento antiguo, acogedor, cuya fachada estaba pintada de un espantoso color amarillo. Sin embargo, el ambiente era agradable y cálido, olía a pan recién hecho y, además, yo tenía un hambre canina.

Durante las dos horas que habíamos pasado en la sala de espera de la estación, Coraline- medio en francés medio en castellano- me había hablado de su trabajo, al que ella llamaba d´accompagnent des chevaliers. Me había contado que su hermana vivía en Marsella pero que no se hablaban desde hacía años, y me había confesado su sueño, comprar una casa pequeña con jardín a las afueras de Montpellier.

- A ce moment - dijo muy convencida- yo dejaré mon travail.
Yo le conté, como pude, que me iba a Paris de visita y a hacer un poco de turismo. No quise entrar en detalles dramáticos. Tampoco había tiempo.
- Paris est una belle ville.
- La ciudad de la luz- dije mientras apuraba mi café- 
-Mais, La ville de la lumiere c´est pleine d´ombres. Atention.

La ciudad de la luz está llena de sombras. Ten cuidado. No sonaba nada alentador. Más bien perecía una advertencia o, posiblemente, los delirios de una jovencita agotada, convertida en puta cuando aún debía estar estudiando en el instituto. Sentí nuevamente pena por ella y un amago de arcada. El autobús en el que viajaba desde hacia media hora parecía deslizarse sobre el asfalto como una patinadora sobre el hielo. Era tanta la suavidad y el baile con que el vehículo tomaba cada curva, que comencé a sentir un molesto mareo. Consulté la hora en mi móvil y vi que apenas eran las nueve de la mañana. Me quedaban muchas horas de viaje y ya sentía las piernas medio dormidas.

Comencé a mover los pies en un juego de punta talón, no fuera que al final me diera un jamacuco por estar demasiado tiempo inmóvil.

Me sentía inquieta. De vez en cuando, como una bocanada de aire fétido, me llegaba una extraña sensación de confusión, de irrealidad. Intente convencerme a mí misma de que no había motivo, Después de todo, Iba a Paris y cualquiera se sentiría feliz de realizar aquel viaje. Sin embargo, el recuerdo de Ana brincando entre las mesas del taller, caminando directa hacia un sacrificio que ella desconocía. No se me quitaba de la cabeza. A esto había que añadir el hecho de que yo no iba a Paris únicamente a pasear por los campos Elíseos y hacerme una foto bajo la torre Eiffel, sino a entrevistarme con la familia de Ana y a entregarle los documentos bancarios y administrativos a los que había que dar alguna salida. Ah, y no podía olvidarme del oso, aquel peluche que había cambiado mi vida de un día para otro y que estaba compartiendo conmigo aquel viaje interminable, mirándome con recelo con sus enormes ojos de azabache.

Lo cogí y pulsé el botón de su mano derecha. El oso comenzó a cantar con la voz de Ana distorsionada
Esta niña tan feliz
Es la niña de Paris…

Mi compañero de asiento, un joven de tez pálida y mirada ausente, me miró como si quisiera estrangularme.

- Perdón- susurré mientras volvía a introducir el oso en su bolsa.
Estaba claro que la canción era muy mala, pero no tanto como para mirarme de aquella forma. Respiré hondo y fingí dormir mientras pensaba que en cualquier país puedes encontrar gente que no tiene una pizca de sentido del humor.


 

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