viernes, 17 de febrero de 2012

El secreto de Maurice. Cap. VII




La luz del día me despertó muy temprano. Al principio, tuve la sensación de no saber dónde estaba, incluso de que todo había sido un sueño muy real. Pero cuando por fin abrí los ojos, miré a mi alrededor y vi la cuna de Alice, la mesa de estudio junto a la ventana entreabierta, la lámpara en forma de bola colgando sobre mi cabeza, supe que estaba en un lugar desconocido, instalada en una recoleta habitación frente al Sena. París, una ciudad nueva para mí, un territorio que explorar, una aventura. Me revolví bajo la fina sábana de hilo y me hice un ovillo. Cinco minutos más y me levantaría de un brinco, me ducharía intentando gastar poco agua - estaba de invitada- y buscaría un lugar tranquilo para desayunar. No quería convertirme en una carga para Javier y… ¡Dios! no sabía siquiera cómo se llamaba la madre de la petit Alice. Bueno, lo cierto era que tampoco la había visto. Por un instante pensé si existía o no. Tiempo al tiempo -me dije- . Después de todo tampoco había conseguido conocer a la dulce Alice.

Salí de la habitación al salón y me dejé caer sobre el sofá sintiéndome como una pesada pieza de hormigón. Aún sentía el cansancio del día anterior, tanto como si hubiese recorrido los últimos cien kilómetros a pie

Miré hacia la puerta y observé que había un sobre en el suelo. Me acerqué, lo cogí y lo abrí. En una pequeña cartulina estaba escrito “!Abre la puerta!

¿Qué abriera la puerta? ¿Qué clase de sorpresa me esperaba? Volvía a reafirmarme en la idea que cada vez tenía más clara; ya no me gustaban los sucesos inesperados, pero obedecí. Abrí la puerta muy despacio y sobre el felpudo encontré una bandeja con un bote de café instantáneo, un vaso de leche, un tarro de mermelada y un plato de porcelana blanca con tostadas. Junto a aquel festín mañanero, había un sobre de color marfil. Recogí la bandeja y la puse sobre la mesa, cerré la puerta con cuidado y abrí el sobre. Leí.


“Buenos días. Espero que el desayuno sea de tu gusto. Tenía que salir muy pronto y no quería despertarte. No vendré hasta la noche ya que tengo que ir a recoger a mi esposa y a la niña. Te dejo un plano de Paris por si quieres tomar contacto con la ciudad. Si no estás muy cansada y tienes ganas de andar, te recomiendo que sigas el Sena y llegarás hasta la Torre, pero tómatelo con calma porque es un buen paseo. Espero que disfrutes de éste tu primer día en Paris. Naturalmente, cenarás con nosotros y no admitiré un no por respuesta. Que te diviertas. Hasta la noche.
Dejé la nota sobre la mesa y di un sorbo breve al zumo de naranja. Después, unté las tostadas con mermelada y comencé a desayunar mientras me acercaba hacia la ventana. Como casi toda la casa estaba alfombrada, era un placer caminar descalza sobre aquel suelo mullido y suave. Miré por la ventana entreabierta. Curioso. Desde que llegué a Paris había algo que me había llamado poderosamente la atención: la cantidad de árboles que adornaban la ciudad. Había árboles por todas partes, incluso en las calles más estrechas. Eso transformaba el ámbito urbano en un jardín interminable que ayudaba a relajar el ánimo. Aspiré el aire que entraba por la ventana y me sentí como nueva. Era cierto que estaba cansada, pero la ciudad me llamaba a gritos y a mí no me gustaba hacerme esperar.

A las nueve en punto estaba en la puerta de la calle. Junto a la acera de enfrente, aún permanecían cerradas las casetas de madera que albergaban interesantes tiendecillas de pinturas, libros y recuerdos turísticos. Desplegué el mapa y busqué mi posición en él. No era difícil. La casa de Javier y Juliette estaba situada junto al muelle de Montebello, a dos pasos de la basílica de Notre Dame. Que siguiera la orilla del río -me había dicho Javier- y eso estaba dispuesta a hacer aunque la caminata iba a ser de varios kilómetros. Pero bueno, si Paris bien valía una misa, también podía valer un buen par de juanetes inflamados. Me había puesto un calzado muy cómodo para la aventura, unas sandalias rojas destalonadas con apenas dos centímetros de cuña.

Comencé a andar muy despacio mientras iba sonriendo sola, como una loca. ¿Qué iba a pensar el primo de Ana cuando viera la bandeja completamente vacía? Me consoló el hecho de saber que en algunos países -ojalá uno de ellos fuera Francia- no dejar una migaja sobre el plato se consideraba una muestra de cortesía y buena educación.

El trayecto que debía haber completado más o menos en una hora me costó casi dos. Pero valió la pena. Pasear por Paris, sin otra cosa que hacer, buscando la sombra de los árboles frondosos que crecían junto al río, mirar cada escaparate como si fuese el primero que había visto en mi vida: librerías que exponían en el escaparate las últimas novedades editoriales; acogedoras pastelerías que mostraban sus pasteles de merengue blanco y rosa entre cortinas de ganchillo, bazares donde podías encontrar de todo y, sobre todo, pequeños restaurantes con mesas y sillas en la acera, bajo toldos rojos o azules, acotados por maceteros de terracota donde crecían enormes matas de brezo. Pasear por París, junto al Sena, en un verano cálido pero soportable. Era el sueño de Ana y ahora era mi realidad. Sentí por un momento que se lo estaba robando, le estaba arrebatando su proyecto de vida. pero, curiosamente, ese hecho no me hizo sentir mal.

Dos horas después, llegué a Campo de Marte hecha unos zorros. Sudaba por cada uno de mis poros y me ardía la planta de los pies como si hubiese caminado sobre ascuas. Me senté sobre el césped y contemplé la enorme extensión verde que se extendía frente a mis ojos. Y al final de aquella pradera, la torre. Era tan imponente como había imaginado. Parecía una flecha descomunal apuntando hacia cualquier lugar del Universo. Desde mi privilegiada posición, podía observar cómo la gente subía o bajaba a pie por la estructura de la Torre, aunque ya me habían comentado que había ascensores para facilitar la escalada a los que ya no estábamos tan ágiles. No me sentí con fuerzas para subir. Lo dejaría para otro día.

Mis pies comenzaban a recuperarse, así que los dejé juguetear con el césped mientras extendía el mapa y lo contemplaba cuidadosamente. Lo cierto era que, bordeando el Sena, había dado un paseo inolvidable, pero también había hecho más kilómetros de los necesarios. Sería divertido regresar atravesando el barrio latino y buscar algún lugar barato para comer. Después regresaría a la maison de Javier y Juliette y me echaría una buena siesta. Mi cuerpo me la estaba pidiendo con urgencia tras la larga caminata.

Permanecí un rato tumbada sobre la hierba, observando las formas curiosas que iban adoptando la nubes. Es una escena recurrente de película romántica, pero mis nubes no tenían forma de nada, en todo caso podían parecerse a las bolas de algodón de azúcar que compraban los niños durante la feria de julio, redondas, esponjosas y frágiles.

Eran las doce y media del mediodía y mi estomago daba enérgicos signos de protesta emitiendo incómodos ruidos que sin duda podían percibirse desde el exterior. Me puse en pie, sacudí de mi falda las briznas de hierba seca que habían quedado pegadas y volví a ponerme las sandalias. Comenzaba la aventura del regreso, porque adentrarse en caminos nunca antes andados no deja de ser una aventura. La cuestión era seguir el plano al pie de la letra. Y lo primero que tenía que encontrar era la avenida de Tourvilla. Después ya veríamos.

Me perdí como era previsible. Aquel laberinto de antiguas calles fue superior a mi escasa capacidad de orientación. Pero tenía tiempo para salir de aquella encrucijada de caminos y, sobre todo, para detenerme en algún sencillo restaurante y tomar un bocado.

En la esquina de la rue Casicir encontré un bar que, por su alarmante sencillez, parecía poder acoplarse a mis precarias condiciones económicas, le Telex, un establecimiento modesto que había instalado en la acera mesas y sillas de mimbre al abrigo de un toldo desgastado. Ese era mi sitio.

Pedí un plato combinado en el que había un poco de todo, y una cerveza muy fría. El joven que me atendió era un muchacho extremadamente amable. Por su francés de libro, supuse que se trataba de un ciudadano extranjero y, por un momento, me recordó mucho al chico que trabajaba en el restaurante del barrio, allá en Valencia, y que había acabado teniendo un corto romance con Ana, romance que ésta dio por finalizado al conocer al chaval que nos traía las pizzas a casa los sábados por la noche, un chico que parecía sacado de cualquier repetitiva comedia de Hollywood.

Sin querer, sonreí. Seguro que al ver a este muchacho de cabello oscuro y mirada penetrante, Ana me hubiera dicho: de uno a diez ¿tú que nota le pondrías? y yo le habría contestado que un ocho para que ella, entusiasmada, pudiera calificarlo con un diez. Pero allí estaba yo, más sola que la una, sin nadie con quien poder hablar, frente a mi plato variado, bajo un toldo ajado por el paso del tiempo y con los pies hinchados a causa del largo paseo.

Después de tomar un café y pagar la cuenta, me situé en medio de la calle como un naufrago en su pequeña isla, y tras consultar el mapa dos o tres veces y preguntar otras tantas, conseguí llegar hasta la orilla del Sena, y desde allí ya me fue fácil orientarme. Estaba deseando llegar a casa, bajar las persianas del salón y dejarme caer como un peso pesado en el confortable sofá rojo.

Tal y como presentía, la siesta me sentó de maravilla. Borró la fatiga de mi rostro y me deshinchó los pies hasta que estos adquirieron un tamaño adecuado. A las seis de la tarde me levanté, me duché y me puse un vestido de gasa, de color rosa palo y unas sandalias doradas muy poco discretas.

Pero tenía una duda inmensa ¿Qué se puede llevar a una cena cuando apenas conoces a los comensales? ¿Una botella de vino? ¿Unos bombones? Puede ser, pero ¿y si algunos de los comensales ha sido en algún momento de su vida un alcohólico? ¿o es diabético? ¿Qué pautas marcaría un buen protocolo para un caso así? Tenía que arriesgarme. De vinos no entendía nada; bueno, miento, sólo de aquellos cuyo precio fuese inferior a dos euros, pero ésta no hubiera sido una buena idea, así que decidí ir a una discreta boulangerie -pastelería- que había visto a la vuelta de mi primera excursión por Paris. Preguntaría allí a ver si me daban alguna idea para, al menos, no quedar mal.

La dependienta, una mujer gruesa de rostro sonrosado y afable, me mostró cosas tan buenas que temí que acabara cayéndome la baba delante de toda la clientela. A final opté por unos pastelillos de trufa y nata que tenían cierto parecido con las lionesas. Me los pusieron en una bandeja de cartón dorado, la cubrieron con un papel satinado y la ataron con una cinta de color salmón.

Cuando regresé a casa ya eran las siete. Retoque mi maquillaje frente al espejo y me cambié las escandalosas sandalias doradas por unos molestos y clásicos zapatos de salón. Me puse un poco de colonia tras el lóbulo de las orejas y bajé lentamente las escaleras hasta la casa de Javier y Juliette.

La puerta se abrió casi al instante. Javier sonreía, como era habitual, y lucía un aspecto espléndido. llevaba una camisa blanca de manga corta y unos vaqueros desteñidos. Tras él, poniendo la mesa, puede ver a una mujer muy alta, con el pelo recogido y un ceñidísimo vestido rojo que le llegaba casi hasta el tobillo.

- Pasa Asun- invitó Javier haciendo un gesto al mismo tiempo con la mano- te presento a Juliette, mi esposa, y allí al fondo, en su trona, a la pequeña Alice.

Juliette y yo nos dimos dos besos sin apenas rozarnos las mejillas, y después me dirigí hacia Alice, una muñeca regordeta, de pelo castaño y piel muy blanca en la que destacaban unos preciosos ojos verdes.

- Tengo un regalo para ti, Alice - le dije- y la niña me miró sonriendo de oreja a oreja probablemente sin entender nada. Saqué el oso de su bolsa y la niña lo observó con ojos espantados para luego darle un apretado abrazo. Intenté disimular la emoción con una falsa carcajada.

La cena transcurrió en un ambiente distendido y a ello contribuyó bastante la botella de vino tinto Voillot Volnay, que había acompañado a la carne guisada con salsa de roquefort y pasas. En medio de la mesa, además de dos enormes ramos de rosas rojas, el ama de la casa había preparado unos aperitivos mínimos pero exquisitos a base de salmón, huevas de no sé qué pescado y bacalao desalado. con nueces.

- Preciosas las rosas -comenté entre bocado y bocado-

- Mi esposa dice que las flores de color rojo impiden que los secretos que se hablen junto a ellas salgan de su protección- explicó Javier completamente convencido.

- C´est la verité- recalcó ella- les romains colocaban une rose suspendida sur la table. Eso significaba que toutes les confidences que se expresaban est resté un secret.

- De todas formas -rió Javier dando por hecho que yo me había creído algo- no sé si las rosas serán capaces de guardar secretos, pero son realmente preciosas. Con eso me basta.

- Incrédulo- acusó ella mientras se levantaba para llevarse los platos de la mesa. Javier la siguió y yo hice amago de levantarme. pero ambos se volvieron a un tiempo.

- Ni hablar. Tú quédate sentada. Eres nuestra invitada.

Unos minutos más tarde, ambos salieron con la bandeja de pastelillos que había comprado aquella tarde en la boulangerie del barrio, una botella de champagne francés y tres copas de cristal que brillaban como si fueran de puro diamante. A aquellas alturas del la noche, después del Martini blanco que había acompañado a los aperitivos, el tinto de crianza que se había servido con la carne y la copa de champagne burbujeante que tenía frente a mí, estaba más achispada que en la última nochevieja en la que acabé durmiendo sobre la alfombra del salón. El alcohol y el tremendo cansancio acumulado estaban convirtiéndose en amistades peligrosas. Los párpados me pesaban y comenzó a darme una risa fácil y tonta. Debía retirarme si no quería dar una mala impresión.

- Estoy muy cansada- dije levantándome e intentando no perder el equilibrio- La cena ha sido magnifica, Juliette, pero mañana quiero levantarme pronto.

- No te preocupes - dijo Javier mientras se levantaba- mañana te dejaré el desayuno junto a la puerta.

- Ha sido magnífico pero no puedo convertir... digo, consentirlo.

La mezcla de alcohol había comenzado a enredarme la lengua. Era urgente hacer mutis por el foro. Me acerqué al sofá donde la pequeña Alice se había quedado dormida y le dí un beso en la frente. Al salir tropecé con mi propio pie y me dí de narices con un mueble bajo que estaba abarrotado de pequeñas fotos enmarcadas. Una de ellas cayó sobre si misma.

- Lo siento -dije aturdida mientras volvía a ponerla en su sitio. En la fotografía aparecía un hombre mayor enfundado en un largo abrigo gris. Tenía hermosos ojos claros y el cabello ligeramente ondulado.

- C´est Maurice, mon pere. un homme tres honêtte.
Había cogido la foto y la miraba con adoración.

-El ha...

-Sí. il est maintenant avec les justes, dans la paix du Sacre Coeur.

La cabeza me daba mil vueltas. Me quité las sandalias mientras subía los veinte escalones que separaban una casa de la otra, y nada más entrar me dejé caer sobre la cama. Había conocido a Alice y era una niña preciosa, Juliette me había parecido una mujer un tanto extraña, y Maurice, su padre estaba durmiendo la paz de los justos en el Sagrado Corazón. Era demasiado para una noche. Todo comenzó a rodar como si hubiera subido en un tío vivo sin control.

1 comentario:

  1. Sorry. I don't speak French as a second language, but English. I have been in Paris just once 35 years ago in my honey moon. Now, after I read this chapter I can say that I have been twice.

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