viernes, 17 de febrero de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo VI



Setecientos kilómetros. Ocho horas de insufrible trayecto con dos cortas paradas para tomar algo y visitar los servicios. Nunca hubiera pensado que Paris estaba tan lejos. Era como si la ciudad soñada por tanta gente se hiciera de desear hasta el último momento. Pero ya quedaba poco y, afortunadamente, el súbito mareo que me había aquejado al principio del viaje, había desaparecido dejándome una sensación de estómago vacío que, al menos, no era tan desagradable.

París. Eran las doce del mediodía y el sol iluminaba con intensidad cada calle, cada jardín. Pegué mi nariz al cristal de la ventanilla como una niña curiosa que comenzaba a recuperar la ilusión de llegar a su destino a pesar del hartazgo. El extrarradio de la ciudad no era visible desde la autopista, y a mi derecha e izquierda sólo podía ver enormes prados interrumpidos de vez en cuando por corrillos de árboles que parecían hacerse sombra unos a otros.

La estación de autobuses estaba plagada de gente. Era un mediodía claro y cálido, y cuando me levanté del asiento sentí como si todo mi cuerpo se hubiera quedado acartonado. Después de enderezarme por completo como un folleto desplegable, cogí la bolsa con el oso y saqué la maleta de los bajos del autobús. Mi compañero de asiento ni siquiera se dignó en decirme adiós. Ni falta que me hacía.

Observé a mi alrededor con ojos nuevos. Era sobrecogedor mirar hacia todas partes y no reconocer nada ni a nadie. Era como si de repente hubiera aparecido en uno de esos videojuegos donde, desde cualquier esquina, te puede salir un agresor enloquecido y, sin ningún motivo, darte una patada en el trasero. Lo peor de todo era que tenía que coger un taxi y sólo Dios sabía que podía costar una carrera en aquella ciudad donde los sueños también se contaban en euros.

Arrastré la maleta y la bolsa hasta la salida de la estación. Las piernas aún no me respondían como a mí me hubiera gustado. Me sentía como una vieja anquilosada y rota. El agotamiento, que había supuesto llegaría más pronto o más tarde, hacía su entrada con todos los honores. A la salida de la estación, junto a la acera, una fila de taxis esperaba a los pasajeros que no tenían o no conocían otra opción, como era mi caso. Me puse junto al primero de la fila y el chofer bajó del vehículo y tras una breve sonrisa, que más bien pareció una mueca, instaló mi maleta convenientemente. Después me abrió la puerta mientras me hacía una pequeña reverencia. Me sentí como una princesa en una película Disney.

- Rue de la Boucherie, si vous plait.

- Oui madame.

El coche se puso en marcha. Era un citroën Picasso, ancho y espacioso. Estiré las piernas mientras contemplaba la ciudad a través de la ventanilla entreabierta. El tráfico era intenso a aquellas horas y el vehículo parecía deslizarse entre hermosas calles arboladas en las que destacaban pequeños restaurantes y bazares chinos. Veinte minutos después y treinta euros menos en mi bolsillo, el taxi me dejó en la dirección que le había indicado. Una hermosa calle junto al Sena donde destacaba un mercadillo callejero en el que se exhibían láminas y óleos de vivos colores. Y un poco más allá, la basílica de Notre Dame, enorme, magnífica, instalada en su pequeña isla como una paloma dispuesta a emprender el vuelo río arriba.

El taxi se fue y yo me quedé frente a un edificio antiguo, estrecho y pintado de gris. Tras sus ventanas podían verse las cortinas blancas echadas. Me pregunté cómo podían tener los ventanales cegados pese a las magnificas vistas que sin duda debían tener desde allí.

Llamé al interfono mirando a uno y otro lado como si acabara de robar algo. No tardaron en contestarme. Dos días antes había informado de mi llegada, aunque no había concretado la hora de la misma porque, con tanto transbordo, no tenía ni idea. Por teléfono, el primo de Ana me pareció un encanto, aunque no quise darle demasiada importancia a esa primera impresión ya que a mí me parecían encantadores a través del hilo hasta los teleoperadores de las compañías telefónicas. Insistió en que no era necesario que me trasladara a Paris, que ya vendrían ellos durante el mes de agosto a arreglar todos los papeleos y recoger el regalo de Ana. Pero yo ya tenía los planes hechos y era difícil que diese marcha atrás.

La puerta se abrió con un chirrido eléctrico. Entré en el ascensor y pulsé el cuarto piso. Me contemplé en el espejo panorámico que llevaba el habitáculo. De pena. Mi imagen era de pena, y ni siquiera los retoques que a toda prisa me había hecho en la lavabos de la estación de Montpellier, habían podido darle un mejor aspecto a mi rostro. Javier, el primo de Ana, me esperaba en el rellano con una enorme sonrisa. Era un hombre alto y moreno, fibroso, de mandíbula cuadrada e intensa mirada. No se parecía en nada a la pequeña y delicada Ana.

- ¿Has tenido un buen viaje- inquirió mientras cogía mi maleta-

- Larguísimo- Contesté por no decir una palabra malsonante- pero bueno, lo importante es que ya estoy aquí.

- Pasa, por favor. Mi esposa está trabajando y la pequeña Alice está con mi cuñada en una preciosa casa de campo, muy cerca del aeropuerto Charles De Gaulle. Seguro que te vendrá bien un café.

La puerta daba directamente, sin más preámbulo, a un amplio salón de paredes blancas rematado con dos enormes ventanales que daban a la calle. Las ventanas estaban abiertas y una agradable brisa hinchaba las cortinas de finísimo algodón bordado. Situado junto a la pared, un mueble minimalista de estructura muy básica y sobre él. una televisión de pantalla panorámica. Enfrente, un inmenso sofá tapizado de rojo en el que Javier me hizo tomar asiento. Observé que en aquella acogedora estancia había dos ramos de flores frescas, uno de claveles y otro de rosas, pero ambos igualmente rojos.

- ¿Prefieres un café o algo fresco?

Contestar que necesitaba las dos cosas hubiera sido una grosería, así que opté.

- Mejor un refresco.

Durante unos segundos, Javier desapareció por la pequeña puerta basculante. Yo seguí pegada al asiento sintiendo que nunca más podría levantarme, aferrada a mi maleta y a la bolsa del oso, del que sólo eran visibles sus grandes orejas. Javier no tardó en volver con una bandeja en las manos sobre la que había colocado dos naranjadas y un cuenco con galletas integrales.

-Cuéntame - dijo mientras colocaba la bandeja sobre la mesa- Necesito saberlo todo.

Era lógico que tuviera ansias de saber pero yo no tenia deseos de contar. Hablar sobre hechos que ya habían pasado supone revivirlos, imaginarlos, sufrirlos de nuevo.

- Ana tenia muchísima ilusión de venir a París a conocer y a cuidar de la pequeña Alice -Tomé aire- Poco antes del accidente me había contado sus proyectos y lo cierto es que yo me quedé un poco sorprendida. Después le encargaron aquel estúpido encargo que ella nunca debiera haber hecho y… sucedió lo que ya sabes, el terrible accidente del Metro.

No quise entrar en detalles ¿Para qué contarle que el cuerpo había quedado totalmente destrozado? ¿Qué en su rostro aún podía leerse el terror? Hay cosas que siempre es mejor no contar para poder olvidarlas

- Es terrible - dijo tras unos tensos instantes de silencio- Cuando lo ví en las noticias de la televisión no podía imaginarme que precisamente ella tuviera que estar en ese maldito lugar y precisamente ese día.

- Ya ves.

Se me había hecho un nudo en la garganta y temía que si la frase era más larga, iba a acabar envuelta en lágrimas. Porque lo absurdo de la situación era que Ana no tenía que haber estado allí ni ese momento ni ese lugar, pero las circunstancias lo quisieron así. Y la pequeña y divertida Ana había emprendido su último vuelo cuando aún sus alas aún no estaban hechas para volar.

- Perdona- dijo Javier de repente, como si quisiera zanjar la conversación- no te he enseñado tu habitación.

No lo pude evitar.

-¿ Mi habitación?

- Claro. La buhardilla que está sobre este piso también es nuestra. Es reducida, apenas tiene veinte metros cuadrados, pero reúne todo lo suficiente para vivir con comodidad. Venga, coge la maleta.

No estaba dispuesta a ocupar el lugar de Ana, a contemplar las bellísimas vistas que ella debiera haber contemplado, a ver caer la noche sobre Paris desde su propio palco.

- Ni hablar, de verdad . Afirmé completamente convencida- Tengo que buscar un hotelito barato. Seguro que hay algo por aquí cerca que puedo pagar.

- Ni lo sueñes. Estamos en Paris y en el centro de esta gran ciudad no hay hoteles baratos, además - añadió- esto no es negociable. Te vas a quedar con nosotros. Alice no volverá del campo hasta dentro de tres días, y aquí en la rue Boucherie, estás cerca de todos los sitios. ¿Has visto Notre Dame? Esta justo enfrente.

- Casi casi- bromeé- he visto a Quasimodo saltando de ventana en ventana.

No se hable más. Coge tus cosas y subamos. Te va a encantar.

Y tanto que me encantó. La buhardilla era un sueño, diminuto, pero un sueño. El salón, al que ser accedía directamente desde el rellano de la escalera, incluía una cocina americana pequeña pero suficiente. Sobre la tarima de madera había una alfombra de pelo largo con enormes círculos multicolores. Tres lámparas en forma de cono iluminaban la estancia con una luz anaranjada y cálida. A la derecha de la estancia, había una puerta lacada en blanco que daba a la habitación, de paredes rosa pálido y con numerosos cuadros infantiles colgados en la pared. Una ventana cubierta con cortinas de delicadas flores violetas, daba a la calle principal. La cama, pegada a la pared estaba recubierta con una colcha azul celeste, igual que la alfombra que descansaba a sus pies. Y al otro lado de la habitación, estaba la cuna de Alice, amplia, blanca, con un gracioso cabecero de bolas azules y rosas. Expresé en palabras lo que sentía por dentro.

- Es precioso.

Pues ya verás cuando anochezca. La vista de la ciudad iluminada te deja sin aire. No te la puedes imaginar.

Sí me la podía imaginar. Paris, la ciudad de la Luz ¿diurna o nocturna? ¿Qué importaba? Aquello era más de lo que había imaginado. Miré a mi alrededor y por alguna desconocida razón, me sentí como en casa.

- ¿Bajarás luego a cenar? - inquirió Javier en tono jovial.

Todo tenía un límite.

- No, sólo quiero descansar. Tengo tanto sueño que no siento ni el hambre. No lo tomes a mal, pero prefiero darme una ducha y descansar un buen rato

Javier se fue dejando tras un agradable aroma de perfume masculino. Me quité las sandalias con dificultad- parecían estar pegadas a mis pies- y me tumbé en la cama. La luz de la tarde entraba por las ventanas abiertas. Hubiera deseado bajar al Quai y contemplar el reflejo de la gran mole de Notre Dame en las aguas del Sena, pero no podía más. Mi cuerpo ya no respondía a los deseos de mi espíritu. Casi sin darme cuenta, me quedé dormida. Pero antes, saqué el oso de su bolsa reciclada y lo dejé sobre la cuna de Alice. Él también merecía un buen descanso.

El secreto de Maurice. Cap. VII




La luz del día me despertó muy temprano. Al principio, tuve la sensación de no saber dónde estaba, incluso de que todo había sido un sueño muy real. Pero cuando por fin abrí los ojos, miré a mi alrededor y vi la cuna de Alice, la mesa de estudio junto a la ventana entreabierta, la lámpara en forma de bola colgando sobre mi cabeza, supe que estaba en un lugar desconocido, instalada en una recoleta habitación frente al Sena. París, una ciudad nueva para mí, un territorio que explorar, una aventura. Me revolví bajo la fina sábana de hilo y me hice un ovillo. Cinco minutos más y me levantaría de un brinco, me ducharía intentando gastar poco agua - estaba de invitada- y buscaría un lugar tranquilo para desayunar. No quería convertirme en una carga para Javier y… ¡Dios! no sabía siquiera cómo se llamaba la madre de la petit Alice. Bueno, lo cierto era que tampoco la había visto. Por un instante pensé si existía o no. Tiempo al tiempo -me dije- . Después de todo tampoco había conseguido conocer a la dulce Alice.

Salí de la habitación al salón y me dejé caer sobre el sofá sintiéndome como una pesada pieza de hormigón. Aún sentía el cansancio del día anterior, tanto como si hubiese recorrido los últimos cien kilómetros a pie

Miré hacia la puerta y observé que había un sobre en el suelo. Me acerqué, lo cogí y lo abrí. En una pequeña cartulina estaba escrito “!Abre la puerta!

¿Qué abriera la puerta? ¿Qué clase de sorpresa me esperaba? Volvía a reafirmarme en la idea que cada vez tenía más clara; ya no me gustaban los sucesos inesperados, pero obedecí. Abrí la puerta muy despacio y sobre el felpudo encontré una bandeja con un bote de café instantáneo, un vaso de leche, un tarro de mermelada y un plato de porcelana blanca con tostadas. Junto a aquel festín mañanero, había un sobre de color marfil. Recogí la bandeja y la puse sobre la mesa, cerré la puerta con cuidado y abrí el sobre. Leí.


“Buenos días. Espero que el desayuno sea de tu gusto. Tenía que salir muy pronto y no quería despertarte. No vendré hasta la noche ya que tengo que ir a recoger a mi esposa y a la niña. Te dejo un plano de Paris por si quieres tomar contacto con la ciudad. Si no estás muy cansada y tienes ganas de andar, te recomiendo que sigas el Sena y llegarás hasta la Torre, pero tómatelo con calma porque es un buen paseo. Espero que disfrutes de éste tu primer día en Paris. Naturalmente, cenarás con nosotros y no admitiré un no por respuesta. Que te diviertas. Hasta la noche.
Dejé la nota sobre la mesa y di un sorbo breve al zumo de naranja. Después, unté las tostadas con mermelada y comencé a desayunar mientras me acercaba hacia la ventana. Como casi toda la casa estaba alfombrada, era un placer caminar descalza sobre aquel suelo mullido y suave. Miré por la ventana entreabierta. Curioso. Desde que llegué a Paris había algo que me había llamado poderosamente la atención: la cantidad de árboles que adornaban la ciudad. Había árboles por todas partes, incluso en las calles más estrechas. Eso transformaba el ámbito urbano en un jardín interminable que ayudaba a relajar el ánimo. Aspiré el aire que entraba por la ventana y me sentí como nueva. Era cierto que estaba cansada, pero la ciudad me llamaba a gritos y a mí no me gustaba hacerme esperar.

A las nueve en punto estaba en la puerta de la calle. Junto a la acera de enfrente, aún permanecían cerradas las casetas de madera que albergaban interesantes tiendecillas de pinturas, libros y recuerdos turísticos. Desplegué el mapa y busqué mi posición en él. No era difícil. La casa de Javier y Juliette estaba situada junto al muelle de Montebello, a dos pasos de la basílica de Notre Dame. Que siguiera la orilla del río -me había dicho Javier- y eso estaba dispuesta a hacer aunque la caminata iba a ser de varios kilómetros. Pero bueno, si Paris bien valía una misa, también podía valer un buen par de juanetes inflamados. Me había puesto un calzado muy cómodo para la aventura, unas sandalias rojas destalonadas con apenas dos centímetros de cuña.

Comencé a andar muy despacio mientras iba sonriendo sola, como una loca. ¿Qué iba a pensar el primo de Ana cuando viera la bandeja completamente vacía? Me consoló el hecho de saber que en algunos países -ojalá uno de ellos fuera Francia- no dejar una migaja sobre el plato se consideraba una muestra de cortesía y buena educación.

El trayecto que debía haber completado más o menos en una hora me costó casi dos. Pero valió la pena. Pasear por Paris, sin otra cosa que hacer, buscando la sombra de los árboles frondosos que crecían junto al río, mirar cada escaparate como si fuese el primero que había visto en mi vida: librerías que exponían en el escaparate las últimas novedades editoriales; acogedoras pastelerías que mostraban sus pasteles de merengue blanco y rosa entre cortinas de ganchillo, bazares donde podías encontrar de todo y, sobre todo, pequeños restaurantes con mesas y sillas en la acera, bajo toldos rojos o azules, acotados por maceteros de terracota donde crecían enormes matas de brezo. Pasear por París, junto al Sena, en un verano cálido pero soportable. Era el sueño de Ana y ahora era mi realidad. Sentí por un momento que se lo estaba robando, le estaba arrebatando su proyecto de vida. pero, curiosamente, ese hecho no me hizo sentir mal.

Dos horas después, llegué a Campo de Marte hecha unos zorros. Sudaba por cada uno de mis poros y me ardía la planta de los pies como si hubiese caminado sobre ascuas. Me senté sobre el césped y contemplé la enorme extensión verde que se extendía frente a mis ojos. Y al final de aquella pradera, la torre. Era tan imponente como había imaginado. Parecía una flecha descomunal apuntando hacia cualquier lugar del Universo. Desde mi privilegiada posición, podía observar cómo la gente subía o bajaba a pie por la estructura de la Torre, aunque ya me habían comentado que había ascensores para facilitar la escalada a los que ya no estábamos tan ágiles. No me sentí con fuerzas para subir. Lo dejaría para otro día.

Mis pies comenzaban a recuperarse, así que los dejé juguetear con el césped mientras extendía el mapa y lo contemplaba cuidadosamente. Lo cierto era que, bordeando el Sena, había dado un paseo inolvidable, pero también había hecho más kilómetros de los necesarios. Sería divertido regresar atravesando el barrio latino y buscar algún lugar barato para comer. Después regresaría a la maison de Javier y Juliette y me echaría una buena siesta. Mi cuerpo me la estaba pidiendo con urgencia tras la larga caminata.

Permanecí un rato tumbada sobre la hierba, observando las formas curiosas que iban adoptando la nubes. Es una escena recurrente de película romántica, pero mis nubes no tenían forma de nada, en todo caso podían parecerse a las bolas de algodón de azúcar que compraban los niños durante la feria de julio, redondas, esponjosas y frágiles.

Eran las doce y media del mediodía y mi estomago daba enérgicos signos de protesta emitiendo incómodos ruidos que sin duda podían percibirse desde el exterior. Me puse en pie, sacudí de mi falda las briznas de hierba seca que habían quedado pegadas y volví a ponerme las sandalias. Comenzaba la aventura del regreso, porque adentrarse en caminos nunca antes andados no deja de ser una aventura. La cuestión era seguir el plano al pie de la letra. Y lo primero que tenía que encontrar era la avenida de Tourvilla. Después ya veríamos.

Me perdí como era previsible. Aquel laberinto de antiguas calles fue superior a mi escasa capacidad de orientación. Pero tenía tiempo para salir de aquella encrucijada de caminos y, sobre todo, para detenerme en algún sencillo restaurante y tomar un bocado.

En la esquina de la rue Casicir encontré un bar que, por su alarmante sencillez, parecía poder acoplarse a mis precarias condiciones económicas, le Telex, un establecimiento modesto que había instalado en la acera mesas y sillas de mimbre al abrigo de un toldo desgastado. Ese era mi sitio.

Pedí un plato combinado en el que había un poco de todo, y una cerveza muy fría. El joven que me atendió era un muchacho extremadamente amable. Por su francés de libro, supuse que se trataba de un ciudadano extranjero y, por un momento, me recordó mucho al chico que trabajaba en el restaurante del barrio, allá en Valencia, y que había acabado teniendo un corto romance con Ana, romance que ésta dio por finalizado al conocer al chaval que nos traía las pizzas a casa los sábados por la noche, un chico que parecía sacado de cualquier repetitiva comedia de Hollywood.

Sin querer, sonreí. Seguro que al ver a este muchacho de cabello oscuro y mirada penetrante, Ana me hubiera dicho: de uno a diez ¿tú que nota le pondrías? y yo le habría contestado que un ocho para que ella, entusiasmada, pudiera calificarlo con un diez. Pero allí estaba yo, más sola que la una, sin nadie con quien poder hablar, frente a mi plato variado, bajo un toldo ajado por el paso del tiempo y con los pies hinchados a causa del largo paseo.

Después de tomar un café y pagar la cuenta, me situé en medio de la calle como un naufrago en su pequeña isla, y tras consultar el mapa dos o tres veces y preguntar otras tantas, conseguí llegar hasta la orilla del Sena, y desde allí ya me fue fácil orientarme. Estaba deseando llegar a casa, bajar las persianas del salón y dejarme caer como un peso pesado en el confortable sofá rojo.

Tal y como presentía, la siesta me sentó de maravilla. Borró la fatiga de mi rostro y me deshinchó los pies hasta que estos adquirieron un tamaño adecuado. A las seis de la tarde me levanté, me duché y me puse un vestido de gasa, de color rosa palo y unas sandalias doradas muy poco discretas.

Pero tenía una duda inmensa ¿Qué se puede llevar a una cena cuando apenas conoces a los comensales? ¿Una botella de vino? ¿Unos bombones? Puede ser, pero ¿y si algunos de los comensales ha sido en algún momento de su vida un alcohólico? ¿o es diabético? ¿Qué pautas marcaría un buen protocolo para un caso así? Tenía que arriesgarme. De vinos no entendía nada; bueno, miento, sólo de aquellos cuyo precio fuese inferior a dos euros, pero ésta no hubiera sido una buena idea, así que decidí ir a una discreta boulangerie -pastelería- que había visto a la vuelta de mi primera excursión por Paris. Preguntaría allí a ver si me daban alguna idea para, al menos, no quedar mal.

La dependienta, una mujer gruesa de rostro sonrosado y afable, me mostró cosas tan buenas que temí que acabara cayéndome la baba delante de toda la clientela. A final opté por unos pastelillos de trufa y nata que tenían cierto parecido con las lionesas. Me los pusieron en una bandeja de cartón dorado, la cubrieron con un papel satinado y la ataron con una cinta de color salmón.

Cuando regresé a casa ya eran las siete. Retoque mi maquillaje frente al espejo y me cambié las escandalosas sandalias doradas por unos molestos y clásicos zapatos de salón. Me puse un poco de colonia tras el lóbulo de las orejas y bajé lentamente las escaleras hasta la casa de Javier y Juliette.

La puerta se abrió casi al instante. Javier sonreía, como era habitual, y lucía un aspecto espléndido. llevaba una camisa blanca de manga corta y unos vaqueros desteñidos. Tras él, poniendo la mesa, puede ver a una mujer muy alta, con el pelo recogido y un ceñidísimo vestido rojo que le llegaba casi hasta el tobillo.

- Pasa Asun- invitó Javier haciendo un gesto al mismo tiempo con la mano- te presento a Juliette, mi esposa, y allí al fondo, en su trona, a la pequeña Alice.

Juliette y yo nos dimos dos besos sin apenas rozarnos las mejillas, y después me dirigí hacia Alice, una muñeca regordeta, de pelo castaño y piel muy blanca en la que destacaban unos preciosos ojos verdes.

- Tengo un regalo para ti, Alice - le dije- y la niña me miró sonriendo de oreja a oreja probablemente sin entender nada. Saqué el oso de su bolsa y la niña lo observó con ojos espantados para luego darle un apretado abrazo. Intenté disimular la emoción con una falsa carcajada.

La cena transcurrió en un ambiente distendido y a ello contribuyó bastante la botella de vino tinto Voillot Volnay, que había acompañado a la carne guisada con salsa de roquefort y pasas. En medio de la mesa, además de dos enormes ramos de rosas rojas, el ama de la casa había preparado unos aperitivos mínimos pero exquisitos a base de salmón, huevas de no sé qué pescado y bacalao desalado. con nueces.

- Preciosas las rosas -comenté entre bocado y bocado-

- Mi esposa dice que las flores de color rojo impiden que los secretos que se hablen junto a ellas salgan de su protección- explicó Javier completamente convencido.

- C´est la verité- recalcó ella- les romains colocaban une rose suspendida sur la table. Eso significaba que toutes les confidences que se expresaban est resté un secret.

- De todas formas -rió Javier dando por hecho que yo me había creído algo- no sé si las rosas serán capaces de guardar secretos, pero son realmente preciosas. Con eso me basta.

- Incrédulo- acusó ella mientras se levantaba para llevarse los platos de la mesa. Javier la siguió y yo hice amago de levantarme. pero ambos se volvieron a un tiempo.

- Ni hablar. Tú quédate sentada. Eres nuestra invitada.

Unos minutos más tarde, ambos salieron con la bandeja de pastelillos que había comprado aquella tarde en la boulangerie del barrio, una botella de champagne francés y tres copas de cristal que brillaban como si fueran de puro diamante. A aquellas alturas del la noche, después del Martini blanco que había acompañado a los aperitivos, el tinto de crianza que se había servido con la carne y la copa de champagne burbujeante que tenía frente a mí, estaba más achispada que en la última nochevieja en la que acabé durmiendo sobre la alfombra del salón. El alcohol y el tremendo cansancio acumulado estaban convirtiéndose en amistades peligrosas. Los párpados me pesaban y comenzó a darme una risa fácil y tonta. Debía retirarme si no quería dar una mala impresión.

- Estoy muy cansada- dije levantándome e intentando no perder el equilibrio- La cena ha sido magnifica, Juliette, pero mañana quiero levantarme pronto.

- No te preocupes - dijo Javier mientras se levantaba- mañana te dejaré el desayuno junto a la puerta.

- Ha sido magnífico pero no puedo convertir... digo, consentirlo.

La mezcla de alcohol había comenzado a enredarme la lengua. Era urgente hacer mutis por el foro. Me acerqué al sofá donde la pequeña Alice se había quedado dormida y le dí un beso en la frente. Al salir tropecé con mi propio pie y me dí de narices con un mueble bajo que estaba abarrotado de pequeñas fotos enmarcadas. Una de ellas cayó sobre si misma.

- Lo siento -dije aturdida mientras volvía a ponerla en su sitio. En la fotografía aparecía un hombre mayor enfundado en un largo abrigo gris. Tenía hermosos ojos claros y el cabello ligeramente ondulado.

- C´est Maurice, mon pere. un homme tres honêtte.
Había cogido la foto y la miraba con adoración.

-El ha...

-Sí. il est maintenant avec les justes, dans la paix du Sacre Coeur.

La cabeza me daba mil vueltas. Me quité las sandalias mientras subía los veinte escalones que separaban una casa de la otra, y nada más entrar me dejé caer sobre la cama. Había conocido a Alice y era una niña preciosa, Juliette me había parecido una mujer un tanto extraña, y Maurice, su padre estaba durmiendo la paz de los justos en el Sagrado Corazón. Era demasiado para una noche. Todo comenzó a rodar como si hubiera subido en un tío vivo sin control.

martes, 14 de febrero de 2012

Un regalo para Eusebio

Un año más y no sabía qué regalarle. Los bombones estaban descartados porque en la última analítica a Eusebio le había salido el azúcar un poco alto. El tabaco, ni olerlo, que bastante le había costado desengancharse de la maldita cajetilla de Ducados.

En aquella tarde exageradamente fría de febrero, Lucia miraba con desesperación el escaparate de aquel bazar chino que habían instalado junto a la rotonda. La pensión no daba para mucho, así es que tenía el presupuesto muy ajustado. Nada de aquello le interesaba: planchas de pelo de dudosa calidad, budas plateados de ojos saltones, peluches que abrazaban corazones donde decía te amo, y aquel horrible gato dorado que movía el brazo con insistencia paranoica.

Lucía sintió que un nudo se formaba en su garganta. Eusebio ya no la reconocía, Desde hacía dos años en su memoria habían surgido lagunas tan grandes como océanos. Ahora su mirada estaba perdida en un tiempo remoto donde las realidades habían sido sustituidas por fantasías ajenas y confusas.

De pronto tuvo una idea. Había pensado en algo que estaba segura le gustaría y sabía donde encontrarlo. Tendría que ir al centro de la ciudad y, a pesar de que los años le pesaban en las piernas como columnas de hormigón, decidió que valía la pena cansarse un poco más. Sólo Dios sabía cuál sería el último San Valentín que podía pasar junto a él.

Cogió el autobús de la línea 6 y tomó asiento junto a la ventanilla. La poca gente que había a su alrededor se arrugaba dentro de sus abrigos y ocultaba su boca bajo bufandas de cuadros y floreados pañuelos de algodón. El silencio, excesivo, sólo estaba roto por las risas de un par de adolescentes y el llanto de un niño que hacía toda clase de esfuerzos inútiles por salir de su cochecito.

Casi media hora más tarde, Lucia llegó a su destino. No sentía las manos y presentía que su nariz estaba roja como un pimiento. Hacía frío, Europa entera estaba sepultada bajo una capa de nieve, y el aire que llegaba del norte helaba hasta las buenas intenciones.

En cuanto lo vio en el escaparate, supo que aquel iba a ser su regalo. Una reproducción en miniatura de un caza inglés de la segunda guerra mundial. El dependiente le dio un sinfín de explicaciones técnicas e históricas que ella no entendió, pero fingió entender mientras asentía con la cabeza. Lo pagó y pidió que se lo envolvieran para regalo. Eusebio adoraba los aviones de combate, y cuando sus manos eran algo más que unos apéndices artrósicos, había construido diminutas reproducciones de los aviones que habían sobrevolado el cielo del continente durante la contienda mundial. Desde muy joven había querido ser piloto, pero su madre no se lo había permitido. Decía la mujer que aquella era una profesión muy arriesgada y con poco futuro. Con el tiempo, Eusebio acabó trabajando en Correos, donde había consumido su vida entre cartas de amor y recibos de luz.

El autobús de vuelta llegó pronto, estaba medio vacío y cogió casi todos los semáforos en verde. La calefacción estaba puesta y el asiento era tan cómodo que Lucía estuvo a punto de caer dormida.

Cuando llegó a casa escuchó la voz de él que le hablaba desde el salón.

- ¿Antonia?

La llamaba Antonia desde hacía años. Ella desconocía la razón, pero tampoco le importaba.

- Ya estoy aquí - dijo mientras se quitaba el abrigo con dificultad- He ido al centro.

- ¿Al centro?

- Te he comprado un regalo, Eusebio.

- ¿Por qué?

Porque hoy es el día de los enamorados. Ábrelo.

El hombre cogió el paquete con sus manos torpes y lo fue abriendo lentamente. Al ver lo que contenía, su mirada se iluminó como la de un niño de primaria cuando ve su primera videoconsola.

- ¡Es un caza de combate!

-¿Te gusta?

Eusebio estaba exultante de alegría.

- ¿Cómo no me iba a gustar?¿te he contado alguna vez que con este avión sobrevolé la Alemania nazi? Era un día con mucha niebla y nuestro objetivo era fotografiar un almacén de artillería. ¿Te lo he contado?- preguntó ansioso-

- Cuéntamelo otra vez.

Y lucía se sentó junto a él para escuchar una vez más la historia de un sueño. Ahora, después de tantos años, comprendía lo que era el amor.

lunes, 13 de febrero de 2012

Y preguntan si sobreviviremos

¿Podrá sobrevivir este mundo? Es el interrogante que se plantea en un panfleto de línea pseudoreligiosa que me entregaron ayer por la calle. Hacía frío siberiano, tenía prisa y no hice demasiado caso, simplemente lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Hoy lo he leído con cierta desgana y los pelos se me han puesto de punta, pero no porque me produjera miedo lo que leía, no, sino por el hecho de comprobar cuántas víctimas pueden caer bajo la amenaza de la ignorancia.

¿Ha terminado alguna vez el mundo antes?- se pregunta el autor del panfleto- ¡Dios! el interrogante, por estúpido, roza el patetismo y el fanatismo.

¿Pero no se han dado cuenta? El mundo acaba cada día con cada injusticia cometida, con cada matanza perpetrada, con cada venganza, con cada tortura. ¿Acaso no habéis visto los cadáveres de esos niños sirios que han perdido la vida a causa de los bombardeos indiscriminados? Si esos niños, que debieron ser felices, no pueden ya oler la primavera que se avecina, es que el mundo ya se ha acabado. ¿Acaso no veis cómo mueren de hambre los niños africanos, muchos de los cuales no llegan a cumplir su primer año de vida? Si esos niños no han podido llegar a jugar con la tierra o a chutar una pelota, es que el mundo ya se ha acabado ¿Acaso no os habéis enterado que más de quinientas personas han muerto de frío en esta Europa nuestra, tan desarrollada como desorientada? Si esos hombres y mujeres no han podido llegar con dignidad al ocaso de sus vidas, es que el mundo ya se ha acabado.

¿Podrá sobrevivir este mundo? Pienso que sí, hasta que un día de estos el sol reviente de ira y haga de todos nosotros una enorme barbacoa con sabor a sueño chamuscado.

El sueño de Dios.

miércoles, 8 de febrero de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo V


No fue difícil cambiar la titularidad del billete de tren. Sobre todo, después de explicar en el mostrador de atención al cliente las terribles circunstancias que obligaban a ello. La ciudad estaba aún conmocionada por el accidente del metro, y en la cúpula política, todos comenzaban a echarse las culpas unos a otros, mientras el dolor de las víctimas se extendía más y más como agua derramada.

En la estación del Norte no cabía una aguja. Después de todo, estábamos a principios de julio y mucha gente salía de vacaciones. Me senté junto a mi pequeña maleta en una silla del amplio hall y contemplé ensimismada el ir y venir de todas aquellas personas que, o bien esperaban a alguien, o estaban a punto de emprender un viaje hacia Dios sabe dónde. La vida seguía a pesar de todo, como un tren circulando a toda velocidad del que no era posible bajarse en marcha. Desde hacía unas horas, sentía un hormigueo a la altura del estómago. Hacía tiempo que no iba a ningún sitio que no fuera el supermercado del barrio, y el hecho de abandonar no sólo mi casa sino también mi amada rutina, me causaba un desasosiego incomodo. Intenté relajarme mirando el panel de entradas y salidas. Tampoco era para tanto -me dije- Unas horas de viaje, llegar a Paris, encontrar la rue de la Boucherie y entregar el maldito oso a la pequeña y seguramente dulce Alice, que sin duda acabaría olvidando al peluche en un par de días. Bueno, realmente, la entrega del oso no era ni el único ni el principal motivo de mi viaje. Después de comprobar que efectivamente Javier - así se llamaba el primo de Ana- era el pariente más cercano que tenía, había recogido sus libretas bancarias, la escritura de la casa y el resguardo de un plan de pensiones que se había hecho hacía un par de años presionada por la directora de su sucursal bancaria. Cuando todas las gestiones estuvieran finalizadas y cada papel en su sitio, buscaría alojamiento en un hotelito económico y me dedicaría un par de días a visitar la que llamaban la ciudad de la luz. No podía volver a casa sin subir a la Torre Eiffel, y si mi cuerpo lo aguantaba, algún tramo lo haría a pie.


Faltaba apenas media hora para la salida, y estaba convencida de que una vez bien acomodada en mi asiento, los nervios cederían dejando paso a un enorme cansancio causado por la tensión acumulada durante los últimos días, una fatiga que, sin duda, estaba camuflada por la ansiedad de la nueva situación.

Después de pasar mi equipaje por el escaner y hacer una larga cola de varios minutos, el tren salió con puntualidad británica. Me había comprado un libro para la ocasión, El Club de los viernes, de Kate Jacobs, una historia de vida cotidianas, de mujeres que comparten, entre labores, sus confidencias más íntimas.

Mi asiento era muy cómodo, incluso podía estirar las piernas, lo cual, teniendo en cuenta mi escasa altura, tampoco tenía gran mérito. La luz del vagón era suave, y a través de la ventanilla, podía ver cómo pasaba velozmente el paisaje, que iba cambiando conforme nos íbamos acercando hacia el norte. No fue difícil tranquilizarse en aquel ambiente y poco después de pasar por la ciudad de Castellón, me quedé profundamente dormida.

Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella profunda modorra, pero cuando desperté y miré a través de la ventanilla, estaba anocheciendo y el paisaje había adquirido una tonalidad verdosa que me indicaba claramente que ya estaba lejos de casa.

Pasamos la frontera completamente de noche, y aunque si bien es cierto que las fronteras de la Unión Europea habían desaparecido, todavía quedaban las murallas psicológicas, aquellas que te hacían sentir que salir de tu país era como salir de casa a medianoche y en plena tormenta, dejar atrás tu territorio para adentrarse en un lugar ajeno donde las pisadas no sonaban seguras. Me sentía como una caperucita roja perdida en un frondoso bosque que se preguntaba a casa instante por dónde andaría el lobo.

No era el lobo, pero me sobresalté de todas formas.
- Señora, le informo de que la cafetería está abierta
- Gracias- contesté con una sonrisa-

Pero no me moví de mi asiento. Ya no faltaban muchos kilómetros para llegar a Montpellier, y no quería dejarme la mitad de mi escaso presupuesto en el restaurante de aquel tren de trayecto internacional. Tenía mis reservas. Llevaba guardadas en el bolso, como un tesoro, una pequeña caja de galletes de mantequilla bañadas de chocolate. En caso de urgencia alimentaria o presunción de desmayo inmediato, no iba a dudar en echar mano de ellas.

Era curioso. Seis, siete horas sentada en aquel tren de larga distancia sin dar palo al agua y, sin embargo, me sentía tremendamente cansada, casi como si el trayecto lo hubiera hecho a caminando. Sin embargo, faltaba poco para llegar a mi destino y no podía dormirme. Tenía que distraerme de alguna forma, así que saqué el diccionario de mi bolso y ojeé las palabras que previamente había subrayado, así como algunas sencillas frases que había apuntado en una cuartilla.

- Yo quiero dormir: je veux dormir.
- Dónde está la estación de autobuses: Où est la gare rotuiere?
Yo quiero un pingüinos?: Je veux un pingouin,

Sonreí al leer esta última frase. La había copiado de un pequeño libro titulado, “las frases más utilizadas en francés”, que había comprado en la librería Paris-Valencia hacía apenas un par de días. Lo había comenzado a leer mientras esperaba el autobús de la EMT frente a la iglesia de San Agustín, y había acabado riéndome sola como si, de repente, me hubiera vuelto loca, Entre las frases más habituales, el libro recogía, además de la de los pingüinos, algunas tan cotidianas- y tan inútiles- como “Pongo el libro sobre la mesa”, o “Detrás de la nevera hay un erizo“. No sé si alguna vez me encontraría un erizo tras el frigorífico, pero estoy segura de que en ese caso no me haría falta traducir mi terror a ningún idioma, sino salir corriendo en dirección a la calle.

Ante la inminencia de la llegada a Montpellier, guardé el diccionario en el bolso y estiré el cuello como si en medio de aquella oscuridad pudiese atisbar algo. Llegar de madrugada a cualquier lugar no es agradable. Las ciudades duermen, las luces están apagadas tras las ventanas y una no deja de preguntarse qué hace allí, en medio de la noche, cargada con una maleta de ruedas, y en ese momento, triste oso de peluche asomando las orejas por la bolsa de cartón reciclado. No me quedaba más remedio que sentarme en la sala de espera hasta el amanecer para coger después el autobús en el que atravesaría Francia de Sur a Norte para llegar a París Dios sabe cuando, pero seguro que hecha unos auténticos zorros.

El tren se detuvo con suavidad en la estación. La gente comenzó a levantarse y a coger sus maletas. Yo cogí la mía, el oso y una fina rebeca de algodón que había llevado por si acaso, y bajé al andén. No hacia frío y en contraste con el aire acondicionado que llevaba puesto el vagón, en la calle se notaba un calor seco muy agradable. Entré en la sala de espera iluminada con potentes tubos de neón y tomé asiento. Eran las dos de la madrugada y el autobús salía de Montpellier a las siete de la mañana. ¡Menudo viaje se había organizado Ana! Si no fuera porque ya algunas canas acariciaban mis sienes, aseguraría que las tendría al llegar a Paris.

La sala estaba casi vacía: un joven con rastras que dormía abrazado a su mochila, una mujer de mediana edad de rasgos magrebíes rodeada de fardos y una joven de melena lacia y rostro infantil que, por su descocada forma de vestir, supuse sería una mujer de la calle, de vida alegre, como solía decir mi madre para referirse a las prostitutas que deambulaban por las calles cercanas al mercado central de mi ciudad.

La joven me miró con curiosidad y sonrió al ver los ojillos del oso que asomaban por la parte superior de la bolsa.

- Ça va? - dijo-
Creí entender que era algo así como decir ¿va todo bien?
- Ça va- contesté intentando disimular mi tremendo cansancio con una sonrisa-
- Où allez-vous?
Los conocimientos de francés que había adquirido en el instituto de enseñanza media parecían resurgir de lo más profundo de mi memoria.

- Voy a Paris.
- Española tú?
- Sí.
- Yo un poco de español. Tengo des amis de tu país.
Supuse que más que amigos serían clientes. No pude dejar de sentir cierta compasión por aquella jovencita que no superaría los diecisiete años, escondidos bajo una espesa capa de maquillaje barato. Se produjo un silencio sólo roto por el ruido de un tren al pasar a toda velocidad.

- Tengo hambre - dijo la joven de repente- Avez vous quelque chose à manger?
Era el momento de sacar las galletas de mantequilla porque yo también estaba empezando a sentir un vació en el estomago. La joven Cogió un par de ella y me dio un breve merci.
. A six heures ils ouvrent la patisserie
. Yo la invita.
- Merci beaucoup, gracias- contesté-

¡Vaya! Aquella que yo suponía joven damisela de la calle me estaba invitando a desayunar. No estaba mal para empezar un viaje que no dejaba de ser una aventura. Desayuno en Montpellier con una joven puta de hermosos ojos negros. Sabía que me enfrentaba a cosas nuevas que nada tenían que ver con la tranquila rutina que hasta ese momento había vivido. Lo había pensado muchas veces durante los últimos días. Nuevos aromas, nuevos paisajes, gente por conocer. Todo era cuestión de empezar.

Dos horas más tarde, Coraline- así se llamaba la muchacha- y yo tomábamos un café con leche en una pequeña pastelería que encontramos nada más bajar la cuestecilla que conducía desde el andén de las estación a la ciudad. Se trataba de un establecimiento antiguo, acogedor, cuya fachada estaba pintada de un espantoso color amarillo. Sin embargo, el ambiente era agradable y cálido, olía a pan recién hecho y, además, yo tenía un hambre canina.

Durante las dos horas que habíamos pasado en la sala de espera de la estación, Coraline- medio en francés medio en castellano- me había hablado de su trabajo, al que ella llamaba d´accompagnent des chevaliers. Me había contado que su hermana vivía en Marsella pero que no se hablaban desde hacía años, y me había confesado su sueño, comprar una casa pequeña con jardín a las afueras de Montpellier.

- A ce moment - dijo muy convencida- yo dejaré mon travail.
Yo le conté, como pude, que me iba a Paris de visita y a hacer un poco de turismo. No quise entrar en detalles dramáticos. Tampoco había tiempo.
- Paris est una belle ville.
- La ciudad de la luz- dije mientras apuraba mi café- 
-Mais, La ville de la lumiere c´est pleine d´ombres. Atention.

La ciudad de la luz está llena de sombras. Ten cuidado. No sonaba nada alentador. Más bien perecía una advertencia o, posiblemente, los delirios de una jovencita agotada, convertida en puta cuando aún debía estar estudiando en el instituto. Sentí nuevamente pena por ella y un amago de arcada. El autobús en el que viajaba desde hacia media hora parecía deslizarse sobre el asfalto como una patinadora sobre el hielo. Era tanta la suavidad y el baile con que el vehículo tomaba cada curva, que comencé a sentir un molesto mareo. Consulté la hora en mi móvil y vi que apenas eran las nueve de la mañana. Me quedaban muchas horas de viaje y ya sentía las piernas medio dormidas.

Comencé a mover los pies en un juego de punta talón, no fuera que al final me diera un jamacuco por estar demasiado tiempo inmóvil.

Me sentía inquieta. De vez en cuando, como una bocanada de aire fétido, me llegaba una extraña sensación de confusión, de irrealidad. Intente convencerme a mí misma de que no había motivo, Después de todo, Iba a Paris y cualquiera se sentiría feliz de realizar aquel viaje. Sin embargo, el recuerdo de Ana brincando entre las mesas del taller, caminando directa hacia un sacrificio que ella desconocía. No se me quitaba de la cabeza. A esto había que añadir el hecho de que yo no iba a Paris únicamente a pasear por los campos Elíseos y hacerme una foto bajo la torre Eiffel, sino a entrevistarme con la familia de Ana y a entregarle los documentos bancarios y administrativos a los que había que dar alguna salida. Ah, y no podía olvidarme del oso, aquel peluche que había cambiado mi vida de un día para otro y que estaba compartiendo conmigo aquel viaje interminable, mirándome con recelo con sus enormes ojos de azabache.

Lo cogí y pulsé el botón de su mano derecha. El oso comenzó a cantar con la voz de Ana distorsionada
Esta niña tan feliz
Es la niña de Paris…

Mi compañero de asiento, un joven de tez pálida y mirada ausente, me miró como si quisiera estrangularme.

- Perdón- susurré mientras volvía a introducir el oso en su bolsa.
Estaba claro que la canción era muy mala, pero no tanto como para mirarme de aquella forma. Respiré hondo y fingí dormir mientras pensaba que en cualquier país puedes encontrar gente que no tiene una pizca de sentido del humor.


 

El reencuentro

Manuel es un hombre joven y alto, con una mirada limpia y alegre. Como cada domingo, ha salido a comprar la prensa de buena mañana y ahora la está hojeando junto a un café caliente y un par de tostadas. En ese año de 1977 España despierta al sueño de la democracia, y el optimismo de ver nacer una nueva era se refleja en cada una de las noticias del periódico dominical. Hace un espléndido día de invierno en la hermosa ciudad de Sevilla y se extiende por delante toda una jornada de descanso. Manuel abre el dominical que acompaña al diario y se encuentra con un relato corto, Historia de Pepe J, escrito por una colaboradora valenciana. Lo lee atentamente. Se trata de un hombre que, caminando por la calle, va encontrándose con ciertas cosas que le indignan: la tala despiadada de los árboles centenarios, las malas noticias de los periódicos, los niños que mendigan sobre la acera húmeda... el hombre vuelve a casa malhumorado y sombrío. Le grita a su mujer y castiga a su hijo sin motivo. No está de acuerdo con el sistema pero siente que no puede hacer nada para cambiarlo. Sin embargo, poco a poco se va acostumbrando a aceptar lo que detesta, va adaptándose a las normas no escritas de una sociedad materialista e insolidaria que no entiende ya de sentimientos.

Manuel queda impresionado por el relato. Cuando acaba de leerlo se da cuenta de que él no quiere convertirse en un Pepe J. en un ser sospechosamente inhumano, como acaba definiéndolo el relato. Lo único que pretende es ser una persona que respete la naturaleza, que ame a las plantas y a los animales, que se conmueva ante el dolor humano. Quiere ser un hombre que se indigne con las injusticias, que no se acostumbre nunca a lo que le duele en lo más profundo de su alma. Por esa razón, recorta el relato y lo guarda en su cartera, doblado cuidadosamente, para poder leerlo de vez en cuando.

Amparo es una escritora joven llena de ilusiones. Aquel domingo de invierno da saltos de alegría cuando ve que uno de sus relatos, la Historia de Pepe j. ha sido publicado en el dominical.
Ella piensa sinceramente que el relato no es nada del otro mundo, pero está al `principio del camino y tiene toda la vida por delante para ir mejorando. Recorta el relato y lo guarda en una carpeta junto a otros que no han tenido tanta suerte. Sin embargo, con el paso del tiempo lo olvida, lo olvida completamente.

Hasta treinta y cinco años después.

Amparo está tonteando con el ordenador una fría tarde de invierno. Ya peina canas, pero ha seguido escribiendo desde aquel primer relato con la misma minuciosidad que una hormiga recoge semillas. Se ha adaptado a las nuevas tecnologías y tiene un blog al que ha llamado Yo fui un gato, porque más de una vez se ha sentido un gato, un gato revoltoso, un gato abandonado, un gato dulce y a la vez furioso. He dicho que Amparo tontea con el ordenador porque está un poco de bajón. Tiene la sensación de que casi nadie lee lo que escribe y de que sus palabras se las lleva un viento de levante hacia tierras muy, muy lejanas.

Distraídamente, entra en Google, pincha en Imágenes y escribe su nombre. A ver qué sale. Buscar por buscar- piensa- porque está harta de ver paisajes alpinos y ofertas de viajes que probablemente nunca realizará. Pero cuando la página se abre encuentra algo que no esperaba, En la esquina superior izquierda de la pantalla del ordenador, alguien ha colgado una foto de uno de sus relatos, Historia de pepe J. Amparo ya no lo recuerda, en absoluto. Alentada por una enorme curiosidad, comienza a leer, El relato ha sido subido hace apenas dos meses por alguien que afirma que lo ha llevado guardado en su cartera desde hace treinta y cinco años. Amparo se emociona, no puede creerlo, pero sigue leyendo. La persona que ha guardado tanto tiempo su relato no quiso convertirse en un Pepe j cualquiera, en un hombre sospechosamente inhumano.

Amparo sonríe. ¿Por qué no escribir un comentario a un lector tan fiel, quizá el más fiel que haya tenido nunca? Y lo escribe, y le dice que es la autora del relato, aquella joven inconformista que hace tantos años escribió ese relato, y que a pesar del tiempo pasado, sigue escribiendo, aunque el éxito soñado se perdiera por el camino y la esperanza de hacerse un hueco en el mundo literario se fuera haciendo trizas poco a poco.

Cuando Manuel lee el comentario no puede creerlo. ¿Es posible que relato y autora se hayan encontrado después de tantos años y precisamente en su blog?

La vida es así, casual, sorprendente, misteriosa, diseñada sobre círculos concéntricos. Apenas han pasado treinta y cinco años, un breve suspiro, un leve parpadeo en el tiempo. Hoy Manuel y Amparo mantienen largas conversaciones on-line. Se conocen poco, pero Amparo tiene algo muy claro: Manuel consiguió lo que pretendía, no ser nunca como Pepe J. y probablemente ahora es un hombre tremendamente humano y feliz.

Te lo debía Manuel. Sigue leyéndome.