domingo, 23 de diciembre de 2012

El sol entraba por la ventana del comedor como si fuera primavera. Pero, según el calendario, era ya Navidad. A pesar de las mil y una predicciones de todos los chalados del mundo, éste no se había acabado el día 21 de diciembre, aunque más de uno lo estaba deseando con ganas.
Aurelia, que rozaba ya los cincuenta y se había quedado sin trabajo hacía ya varios años, se preguntó cómo podía felicitar a sus amigos sin ofenderles, porque era consciente de que en los tiempos que corrían, y en muchos casos, decir feliz Navidad a alguien era como pegarle una ostia en toda la mejilla, y en la otra si era capaz de ponerla. A Belén se va y se viene por caminos de alegría- rezaba el villancico- pero acaso los caminos de la alegría se habían perdido en la niebla de la ignorancia y la corrupción. ¿Cómo desear feliz Navidad a Maite, que está a punto de perder su casa? ¿Cómo decir feliz año nuevo a Enrique, que se ha quedado sin trabajo tras un sospechoso Ere? ¿Cómo encontrar la forma de felicitar a Ana y a Jose a quienes han rebajado tanto su sueldo que no pueden llegar a fin de mes? 
Aurelia observó las tarjetas de Navidad que tenía desparramadas por la mesa. Aún conservaba la ilusión de escribirlas a mano, meterlas en un sobre, ir a correos, ponerle el sello correspondiente y enviarlas. Muchas molestias, sí. ¿Pero no es acaso la molestia lo que mide el amor que podamos sentir hacia los demás?
Cogió el bolígrafo y comenzó a escribir con letra de colegiala: Para esta Navidad y Año nuevo os deseo coraje, fuerza, voluntad. No quiero que os hundáis en la ciénaga de vuestros problemas. Quiero que esperéis contra toda desesperanza. Quiero que no calléis lo que pensáis. Quiero que defendáis como leones vuestros puestos de trabajo y el derecho a seguir en vuestras casas. Quiero que denuncies la corrupción de los políticos y de la banca. Quiero que compartáis, si podéis, aunque sólo sea vuestro tiempo. De verdad, quiero que intentéis ser felices a pesar de tanto contratiempo. Y quiero transmitiros un mensaje que una vez leí y cambió mi actitud ante la vida: No desesperéis jamas, y aunque desesperéis, seguid trabajando.
Aurelia escribió el mismo texto en todas las tarjetas de Navidad, las metió en sus sobres y las llevó a Correos. Hacía un día espléndido, de primavera, a pesar de la lluvia de hojas amarillas que caían de los árboles y que anunciaban el fin del otoño. 

lunes, 22 de octubre de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo X


capitulo X

( Resumen cap. anterior: Asun decide aceptar la propuesta de Javier y Juliette para ser la niñera de Alice. Para aprovechar su último día libre en París visita el museo del Louvre y a continuación cena con el matrimonio para cerrar las condiciones del contrato. Durante la cena le comunican que se van de vacaciones a Normandía y que ella y la niña irán con ellos.  Cuando por la noche vuelve a casa y mientras la niña ya duerme, Asun se asoma a la ventana y cree ver a Coraline, la joven prostituta que conocía en Montpellier, en la calle. Pero ¿Qué hace Coraline en Paris? ¿Por qué Javier y Juliette  se van tan precipitadamente a Normandía?)


Dos días después de aquella cena nos fuimos a Normandía. Y confieso que no acababa de sentirme bien. No haber visitado nunca un lugar te despierta, al menos a mí,  dos tipos de sentimientos: por una parte, una curiosidad infantil que se ve avivada por el hecho de conocer algo nuevo; y en segundo, un temor incierto que no acaba de concretarse y que, sin duda, debe tener algo que ver con el hecho de que las personas seamos, como los gatos, claramente territoriales.
Nos levantamos temprano, y desde buena mañana le estuve hablando a la pequeña Alice sobre el viaje, no sé muy bien si para disminuir sus temores o acallar los míos.  Sabido es que romper la rutina de un bebé nunca es conveniente, pero como en este caso no había otra posibilidad, era necesario hacerle comprender que aquel día no iba a ser como los demás, en definitiva, que no iríamos  a jugar en los columpios del parque.
Preparé mi patética maleta sin olvidarme de guardar dos sueters de manga larga y una camiseta interior. Después metí toda la ropa de la niña en un precioso bolso de viaje de Hello Kitty. Cuando bajé al piso inferior con Alice en brazos, me detuve un instante junto a la puerta. A través de ella podían escucharse perfectamente las voces alteradas de Javier y Juliette que parecían discutir. Esperé sin saber qué hacer. Escuché la voz de Javier.
- Mais porquoi doncs nous allons bientôt de vacances?
- Porquois? - la voz de Juliette sonaba muy alterada- parce que ce vieux fou il veut parler avec les journalistes... Je ve veux pas étre a Paris.
Creí entender, más mal que bien,  que Javier le recriminaba a Juliette el hecho de que se fueran tan pronto de vacaciones, a lo que ella había contestado algo así como que "ese viejo loco pretende hablar con los periodistas, y yo no quiero estar en Paris".
Bueno, de todas formas, aquella discusión marital no era de mi incumbencia, así que antes de que las cosas fueran a más, llamé al timbre. Ambas voces dejaron de oirse al mismo tiempo que unos pasos se dirigían hacia la puerta.
- ¡Asun! - exclamó Javier con sorpresa al verme-. Qué madrugadora.  Aún es muy pronto.
Sonó claramente como un reproche.
- Cuando tengo que viajar - me excusé- duermo muy mal. De todas formas,  si os parece, espero arriba con la niña y me dais un toque cuando...
- No, por Dios, pasad. En un momento estamos listos. ¿Has desayunado?
No había desayunado pero dije que sí. El trayecto hasta la región de Normandía era un poco largo y no quería acabar montando el número con unas nauseas inoportunas y ridículas. Juliette, que recogía unos vasos de la mesilla del salón, desapareció por la puerta de la cocina después de pronunciar un escueto "bonjour". Yo tomé asiento en el sofá con Alice sentada sobre mis rodillas, y esperé. La tensión entre ambos era evidente. En algunas ocasiones - suele decirse, y es cierto- el silencio es mucho más expresivo que cualquier palabra, y sin duda, aquella era una de ellas. Javier salió de la habitación cargado con un par de maletas.
- Voy a bajar las maletas al coche-. dijo-  ¿Me das la tuya?
Le dí mi maleta y la bolsa de la pequeña Alice. El oso memorión estaba en brazos de la niña, y hubiera sido necesario enzarzarse en una absurda pelea para poder quitárselo de las manos
Diez interminables minutos después, sonó  el interfono. Juliette cogió su bolso de Gucci y me cedió el paso con una falsa sonrisa: Era terrible comprobar cómo ni siquiera le había dirigido una mirada a la niña.
El coche era un Citroen familiar de color azul y se veía muy nuevo.  Javier y Juliette se instalaron en los asientos delanteros, mientras yo colocaba a Alice en su silla de seguridad y me sentaba junto a ella. Tenía por delante doscientos kilómetros de verdes prados, encantadores pueblecitos y apretados bosques de coníferas.
Javier y Juliette apenas hablaron durante el trayecto. Ella se puso unas estilosas gafas de sol y fingió dormir con la cabeza apoyada en la ventanilla. Yo lo miraba todo con ojos nuevos, incapaz de perderme  un sólo detalle. Atravesamos pequeños pueblos con casas de tejados grises y cada vez más puntiagudos. Delicadas mansiones en miniatura rodeadas de pequeños jardines protegidos únicamente por vallas de madera blanca, salpicadas de flores silvestres. Nada que ver con los muros de dos metros, las vallas metálicas de afilada punta,  y las puertas conectadas a centrales de alarma con las que en mi país intentábamos proteger nuestras propiedades. Después de pasar junto a un frondoso bosque que apenas dejaba pasar la luz del sol, cogimos un desvío por una estrecha carretera que llevaba hasta Cauville sur mer, nuestro destino final, un encantador pueblo en la baja Normandía.  Lo cierto es que yo estaba maravillada ante la belleza del paisaje, lo cual unido al hecho de que Alice fuera durmiendo durante todo el trayecto, hizo que éste se me hiciera corto y relajante.
- ¿Estaremos cerca del mar?- pregunté en un determinado momento en el que el silencio molestaba más que cualquier espantoso ruido.
- Muy cerca- respondió Javier seguramente agradecido  porque hubiera roto el mutismo que reinaba en el vehículo desde que salimos de Paris-, y la casa tiene un jardín enorme, sembrado de césped y adornado con grandes bolas de boj. Te gustará.

Unos pocos kilómetros más adelante, Alice comenzó a  expresar su cansancio en forma de gimoteo. Hacía morritos y decía a todo que no. Al agua, a las galletas, incluso llegó a tirar el oso contra el suelo del coche. Estaba claro que estaba hasta el mismísimo chupete de  aquel viaje. Y yo también tenía ya ganas de estirar las piernas.
 La carretera se iba estrechando mas y más hasta el punto de que llegué a tener serias dudas de que el Citroen pudiese circular por ella. Junto al... llamémosle camino asfaltado, espesos árboles, setos perfectamente cortados, más vallas  pintadas de blanco y casas estrechas y coloreadas que parecían recién salidas del cuento de Hansel y Gretel.
- Esa es nuestra casa ¿Qué me dices?
Nada. Me quedé sin palabras. Aquello era más de lo que yo esperaba, aquella era un mansión en toda regla. Construida sobre un inmenso prado verde, la casa era de estructura totalmente irregular. La parte central era de recia piedra gris, y adosada a la misma había dos construcciones, de distinta altura, al más puro estilo nórdico. Con las maderas a la vista, y estrechas ventanas con tejadillos individuales. En una de esas construcciones había un porche acristalado, y justo encima del mismo, un mirador desde  donde sin duda podía verse el bosque cercano e incluso el mar. Como había comentado Javier durante el trayecto, por el jardín crecían diseminadas enormes bolas de boj que rompían la monotonía del césped como pompas de jabón sostenidas en el aire.  La casa estaba rematada por el tejado de pizarra, donde sobresalían numerosas ventanas que probablemente daban luz a misteriosas y acogedoras buhardillas.
- Es magnífica- contesté al fin- Espero no perderme dentro. Parece enorme.
Juliette sonrió por fin y  se volvió hacia Alice.
- Comment est mon petite fille?
Parecía feliz de encontrarse en aquel lugar,  lejos del Paris, del bullicio, de la gente.  Abrió la puerta con inesperada energía y comenzó a ayudar a Javier con las maletas.
- Alice y tu os instalareis en el segundo piso- advirtió Javier- , en una gran habitación con chimenea y cuarto independiente para Alice. Ahora te la enseñaré.
La tensión que había advertido entre los dos esposos aquella mañana, había desaparecido por completo. Era como si hubiera transcurrido mucho tiempo cuando en realidad sólo habían pasado poco más de dos horas desde que habíamos salido de París. Sin embargo, no podía olvidar aquellas frases que había escuchado tras la puerta del apartamento, si es que las había llegado a entender bien. ¿Quién sería aquel viejo loco al que se refería Juliette? y en todo caso, ¿que podría contar aquel anciano a los periodistas para que hubiésemos tenido que salir de Paris de forma tan apresurada?

Alice lloraba ya a voz en grito, y entre sollozo y sollozo, puede escuchar que vocalizaba un par de monosílabos: am, am, que claramente, y en su jerga de bebé, significaba que tenía un hambre atroz.  La cogí en brazos e intenté orientarme para llegar a la cocina. Javier me acababa de decir que se accedía a la misma por una puerta pequeña y acristalada, pintada de verde. Dejé atrás la entrada principal, doblé la esquina y allí estaba la puerta verde. A pesar de los gritos de Alice, desde allí volví a escuchar las voces airadas de Juliette y Javier, y me quedé quieta como una estatua,  apresada entre el fregadero de mármol y una enorme mesa de cocina cubierta por un hule de margaritas silvestres. Presentí que aquello no iba a ser fácil.

Pero no fue tan difícil como esperaba en un principio. El segundo día de sus vacaciones, Javier y Juliette se fueron a hacer la compra para toda la semana a un pueblo cercano, y Alice y yo salimos al jardín.  Puse una manta sobre el césped, aún húmedo por la escarcha de la noche, y senté a la niña encima con algunos de sus juguetes preferidos.  La temperatura era muy agradable y el ambiente, extremadamente tranquilo. Alice ya parecía ir adaptándose a su nuevo entorno y yo con ella.  Por la tarde, después de comer, bajamos hasta la playa donde descubrí un mar color esmeralda que me fascinó. Mientras la niña jugaba con la arena y yo intentaba, a duras penas, leer una revista del corazón, sus padres iban poniendo la casa en marcha. Me hubiera gustado ver aquel mismo paisaje en invierno, cuando la niebla cayera sobre el acantilado cercano y fuera necesario encender la chimenea de la habitación para poder entrar en calor.
Comenzó a refrescar sobre las siete de la tarde  y me eché sobre los hombros un fino chal de algodón.  Recogí la pala, el cubo  y el rastrillo de Alice, y volvimos a casa paseando. Aquella diminuta señorita de preciosa mirada debía ya acostumbrase a andar, y aquel era un día como otro cualquiera para empezar.
Empujé la puerta de madera de la valla y entré al jardín.  El perfume de las buganvillas saturaba el aire, y la calma era absoluta. Me senté en el porche a disfrutar del paisaje que se extendía frente a mí. Quien hubiera construido todo aquello, probablemente había hecho realidad un sueño. Miré hacia la mesa, y junto a una jarra de agua vacía, ví que alguien se había dejado un ejemplar de Le Monde. Alargué la mano para cogerlo, pero alguien fue más rápida que yo.
- Pardon- dijo Juliete- mais je veux lire un  article du journal.
Ni siquiera la había oído llegar. Se había acercado por detrás y había dado tal zarpazo al periódico que estuvo a punto de romperlo en pedazos.
Esa noche, después de dormir a Alice en su cuna de viaje, cubierta con una suave sabanita de raso, caí rendida en una cama de princesa, a la que cubría un suave dosel de algodón blanco. Y a pesar de encontrarme en un entorno tan edulcorado,  soñé que Caroline sonreía como la propia Gioconda,  que Juliette se comía una ensalada aliñada con papel de periódico, y que un viejo loco  se lanzaba desde la torre más alta de Notre Dame después de hablar con unos periodistas  que vestían ajados uniformes verdes.
Afortunadamente, de madrugada, me despertó el llanto de Alice. Estaba desorientada y asustada. Contraviniendo las pautas dadas por sus padres,  la cogí en brazos y la pasé a mi cama. Agarrada a mi mano, no tardó ni dos minutos en volver a dormirse. Sin embargo, sin saber por qué, yo tardé un poco más.

domingo, 14 de octubre de 2012

Encuentro en el Vaticano



La plaza de San Pedro está medio desierta. No es extraño. En este desapacible mes de noviembre y a estas horas de la tarde, es mejor estar en casa que en cualquier otro sitio. Pero cuando se está de viaje, las inclemencias del tiempo es lo que menos importa. Hay que aprovechar cada minuto para verlo todo con calma. Y Roma bien merece unas cuantas gotas de lluvia.
Cuando he salido del hotel poco después del mediodía,  el cielo estaba tan oscuro que parecía que, en cualquier momento, fuera a anochecer. Apenas llovía, pero unos inquietantes relámpagos surcaban el cielo despidiendo una potente luz que iluminaba, durante escasos segundos, las estrechas calles romanas por las que transitaba.  Ahora pienso que quizás hubiera hecho mejor quedándome en el hotel a ver la tele o a tomarme un Martini con hielo en el acogedor pub de la esquina. Pero aquí estoy, aterida de frío, con los pies mojados, y mi cabello convertido en un amasijo de rizos que tienden peligrosamente a convertirse en ridículos tirabuzones.
No es por el mal tiempo ni por un mal humor que va creciendo dentro de mí como un hongo silvestre,  pero me siento inquieta. Desde hace apenas unos minutos me he dado cuenta de que alguien me observa, sigue mis pasos. Y no creo que sea porque hoy esté especialmente atractiva. Una falda escocesa por debajo de la rodilla y unos espantosos mocasines de color negro con los tacones desgastados,  me confieren todo el aspecto de una madura monja seglar. Pero mi presentimiento no me engaña. Es un hombre de mediana altura, de cabello negro y tez harinosa. Acelero el paso, pero él acelera el suyo. ¿Por qué esta plaza es tan enorme y por qué precisamente hoy, está tan vacía?  La respuesta es obvia; con un día como éste no sale a la calle ni Dios, con perdón.   Me odio a mí misma por estar allí, por haber hecho algo tan insensato. Pero es demasiado tarde. El hombre está ya a un tiro de piedra. Puedo ver sus ojos y son claros como el agua cristalina de una fuente. Pienso en lo que llevo de valor en el bolso: el móvil, unos cincuenta euros, la cámara digital…
Ya está junto a  mí. Miro a mi alrededor desesperada y siento cómo mis pupilas se dilatan en la oscuridad de la media tarde. No puedo creer lo que veo. En el otro extremo de la plaza un perro, un perro enorme de pelaje gris, corre enloquecido y viene hacia mí. En décimas de segundos se ha lanzado sobre mi atacante, y de un brusco golpe de sus patas delanteras,  lo ha tirado al suelo donde lo mordisquea sin piedad.
- ¡Socorro! -grito fuera de mí-, que alguien me ayude.
El miedo me ha paralizado y ya no siento nada. Entre la lluvia que arrecia veo como se acerca un guardia del vaticano blandiendo su alabarda como un elfo correteando por las neblinosas tierras medias. No me lo puedo creer. Deben estar rodando una película y yo me he metido por medio. Pero no. El guardia golpea al perro  sin piedad y éste gime de dolor mientras sale huyendo. El hombre atacado se levanta de un brinco y sale tras él mientras una niebla repentina se extiende por el suelo como una lengua húmeda y pegajosa.
- ¿Se encuentra bien?
El guardia me sujeta por el brazo. En su rostro no hay el más leve signo de agitación.
- Bien, gracias - miento intentando esconder mi terror, porque si la proximidad de aquel extraño hombre de ojos claros me ha asustado hasta el límite, todavía me ha alterado más  la repentina aparición de aquel perro callejero, de imponente presencia y cuya providencial intervención me ha salvado sin duda de pasar un mal rato.

En Roma he visto gatos. Orondos gatos atigrados, rojos, blancos como enormes ratones, tricolores, brillantes, curiosos, tumbados el sol, sobre las ruinas, mirando fijamente a la cámara de los turistas que optan siempre por tener foto de columna romana junto a gato callejero. Pero perros como aquel… Enorme, salvaje, rápido, feroz, libre, no había visto ninguno. Y no puedo negar que el susto me ha quitado las ganas de visitar la capilla Sixtina, que era mi destino en esta gris y desapacible tarde de noviembre.

Sin embargo, un relámpago que cruza el cielo de parte a parte me obliga a tomar una rápida decisión. Si entro en el Palacio episcopal al menos estaré a resguardo y  no me mojaré más de lo que ya estoy. Y si evito calarme hasta los huesos, evitaré también el catarro o la neumonia posterior. Corro por la plaza mientras siento que mis piernas no avanzan a la velocidad que yo quisiera. Afortunadamente, no hay cola para entrar y en unos minutos me veo envuelta en la semipenumbra de una antesala cálida y amplia. Me sacudo el agua agitando la cabeza y miro a mi alrededor intentando situarme. Los nervios aún recorren mi cuerpo como si aquel relámpago fugaz hubiera traspasado mi piel húmeda y me fustigase desde las entrañas.  Sigo las indicaciones. Capilla Sixtina. Camino a paso rápido como un hamster tozudo correteando por su rueda. No sé qué clase de descanso moral hallaré cuando llegue a la capilla, pero algo me dice ¿un sexto sentido quizás? que no puedo demorarme, que allí, al abrigo de los frescos de Miguel Ángel, hallaré la serenidad que ahora más que nunca necesito.
Grandiosa, como tantas veces la había imaginado. Respiro hondo y decido darme todo el tiempo del mundo para contemplar la obra por la que algunos hombres se eternizaron. Apenas hay gente. Sólo unas cuantas personas pasean por la sala y susurran entre sí en voz muy baja. Desde las bóvedas, Moisés me observa desde sus cientos de años. Me dejo seducir por la belleza que me rodea y siento no ser un gigante para acercarme más y más hasta los techos pintados con tanta técnica como pasión.
El juicio final sobre mi cabeza, como una premonición. Trago saliva y espero que nunca llegue y si llega, que el juzgador sea benevolente con mis errores y mis leves pecados. Más allá de la muerte, ¿será cierto que iremos a parar ante un tribunal  al que tendremos que dar cuenta de lo malo y lo bueno que hemos hecho? Sonrío con mis tontos pensamientos mientras camino despacio sobre el pavimento de mármol y piedras coloreadas.
De repente, siento que alguien está demasiado cerca de mí, más de lo aconsejable.
- Perdón - Se disculpa -, miramos hacia arriba y no vemos…
Sonríe y su rostro se llena de belleza. Es un hombre de mediana edad, de cara angulosa y ojos oscuros. En la mano lleva un guía turística
- No se preocupe - respondo mientras recuerdo con odio mis mocasines monjiles y mi espantosa falda de punto escocés por debajo de la rodilla. Debo estar de pena. Sigo caminando despacio mientras siento fija en mí su mirada. Oigo sus pasos detrás de mí, pero intento disimular mi nerviosismo.
- La he visto en la plaza - me dice sin más preámbulo-. Ha debido llevarse un buen susto.
Me vuelvo en redondo. Ahora ya no tengo dudas. Aquel encuentro no parece fruto de la casualidad; más bien diría que aquel hombre me ha seguido hasta dentro de la Basílica. Un escalofrío recorre mi cuerpo pero no acierto a saber cual es su causa. Hago un esfuerzo por aparentar naturalidad y aplomo.
- La verdad es que he pasado un mal rato -reconozco-. Creía estar soñando. Primero aquel hombre tan siniestro que ha intentado robarme; luego, la aparición de  ese perro imponente… ha sido... - no encuentro el adjetivo adecuado- desagradable -digo al fin-
- Mi nombre es Philip - dice tendiéndome la mano-
Es una presentación en toda regla. No puedo dejar de hacer lo mismo.
- Estefanía Sampedro . Estoy de visita en Roma. Usted… ¿vive aquí?
La pregunta le ha pillado por sorpresa porque tarda en contestar.
- Aquí y allá. Dispongo de un pequeño apartamento en  el barrio de Appia Antica, pero habitualmente mi residencia la tengo fijada en Austria.
¡Vaya! -pienso-,  una respuesta tan confusa que no sé si es un romano que vive en Austria o un austriaco que ha decidido fijar su residencia en Roma, o simplemente una persona que quiere ocultar el lugar en el que habita.   Para disimular mi desconcierto, alzo el cuello como un pavo para encontrarme de nuevo con las bóvedas repletas de historias bíblicas, de rostros perfectos, de colores azules y violáceos, de túnicas plisadas, de templos griegos,
- Es una maravilla, ¿verdad? - me escucho decir, y para desviar su mirada penetrante, añado-,  y aquello de allí ¿qué es? Parece que la tierra se esté tragando a la gente.
Avanzamos a la par hacia la escena. El silencio en la capilla es casi palpable pero siento que me acoge. Desearía no salir nunca de allí, quedarme acurrucada en cualquier rincón y seguir viviendo a la sombra de Jesús, de sus amigos y de sus enemigos. Veo que el hombre consulta su guía con atención.
-Es el castigo de los rebeldes- comenta mientras va leyendo-. Parece ser que algunos sacerdotes hebreos, entre ellos Coré y Datán, se rebelaron contra Moisés. Su castigo fue ser engullidos por la tierra y consumidos por el fuego…
- Pobrecillos - digo sin poderlo evitar-, ser rebelde en esa época no parecía salir muy rentable.
Es entonces cuando el hombre vuelve a sonreír y yo siento que estoy  a punto de desmayarme.  Mi torpe comentario sobre una obra de arte ha logrado el hechizo. Su rostro cambia, sus ojos se iluminan y su sonrisa se amplia por todo su cuerpo otorgándole una dimensión nueva.
- Supongo que no pasaría tal cual - responde riendo- pero seguro que enfrentarse contra el poder en aquellos tiempos no era  una actitud prudente sino más bien muy peligrosa. Igual que ahora, por cierto.

Debía haber comprado una guía para visitar y entender todo aquello. Es, posiblemente, la única forma de sumergirse en  este  hermoso galimatías que baila sobre mi cabeza, hablándome desde épocas inciertas y quizás de cosas más inciertas todavía.
-Debería haber traído una guía turística - digo ahora en voz alta-. Mis hermanos ya me lo advirtieron. Una ciudad como Roma sin una buena guía es como el laberinto del minotauro.
 Sonríe. Es como si como si  mi comentario sobre los desventurados  sacerdotes hebreos que la tierra se había tragado con absoluta crueldad, todavía le sigue haciendo gracia. Creo que no me ha oído, pero me equivoco.
- ¿Tienes hermanos?- inquiere-
- Dos - respondo-, y los días previos a mi viaje no dejaron de decirme que dónde iba yo sin una buena guía. Tenían razón.
- Ya ve- dice mientras me muestra la suya-. Parecen suficientemente útiles para comprender esas terribles escenas bíblicas.
Sonrío a mi vez. Está claro que me siento demasiado bien. Y se que ese cosquilleo a la entrada del estómago no es una buena señal. No puedo permitirme un ligue de viaje. ¿O sí?
- ¿Tiene usted hermanos?
Veo que sigue leyendo atentamente la guía.
- La vida de Jesús, en pasajes… Veamos. ¿qué decía?
- ¿Qué si tiene hermanos? -vuelvo a preguntar sintiendo que soy una  torpe entrometida-
- Sí - su tono de voz se convierte en un susurro-. Soy el séptimo varón de una humilde familia austriaca.
- Una familia numerosa - interrumpo-
- Sí… - contesta mientras sigue ojeando la guía.
Guardo silencio mientras espero que continúe.
-Realmente,  no llegué a conocer a mi familia biológica - dice de repente-. Me abandonaron siendo muy pequeño, casi un bebé.
La confesión me coge por sorpresa.
- Lo lamento.
-Son  cosas de la vida - afirma mientras sonríe de una forma  que transforma todo su rostro-, pero, a duras penas se van superando.
- ¿Era una familia muy humilde?
- Por lo visto,  no.
 Es evidente que no quiere darle importancia al asunto, o más aún, prefiere no hablar de ello.
- Mire la bóveda central, allí, a la derecha, es la Creación de la luz, una maravilla.
Pero yo me  he quedado prendida  en la anterior historia, en la historia personal del hombre con el que estoy compartiendo un paseo celestial. La creación de la luz, hermosísima, sin duda, me importa bien poco en estos momentos.
- ¿Por qué le abandonaron? - pregunto antes de que el tema que a mí me interesa deje de poder ser introducido de forma espontánea en una conversación llena de barbudos profetas y sabios pontífices.
- Por ignorancia. Había una estúpida creencia en mis país que afirmaba que los séptimos hijos varones de una familia, se convertirían con el paso de los años en hombres lobos.
No me río por no ofenderle.
- Y su familia…
- Mi padre estaba convencido de que esa absurda leyenda rural era cierta, así que, pese a los desesperados llantos de mi madre, me abandonó en un oscuro bosque, cerca de Hainsdorf ¿Conoce Austria?
- En absoluto -confieso-
Es una zona muy boscosa, muy oscura. Afortunadamente, unos campesinos que volvían de su trabajo me encontraron y me llevaron a su casa. Allí me crié.
Me he quedado sin aire, sin aliento. Tengo la sensación de que la bóveda de la capilla quiere hacerse añicos sobre mí  de un momento a otro.
- Es una historia terrible - digo con un hilo de voz-. No sabe cuánto lo lamento.
- La ignorancia causa muchos más estragos que la propia maldad de los seres humanos - sentencia -. Vamos a ver la pared norte- y añade-,  si le apetece. Es allí donde está reflejada la vida de Jesús, y verá usted que belleza en la representación de la  Ultima Cena.

La belleza danza a mi alrededor como una oleada de color y recuerdos. Estoy convencida de que este hombre me esta seduciendo, consciente o inconscientemente. Mientras él habla de la Ultima Cena, yo comienzo a soñar en un futuro que imagino  muy cercano. Al cabo de unos minutos -sueño- abandonaremos la basílica y él tendrá aparcada junto a la Plaza de San Pedro una moto gigantesca con hermosos abalorios plateados. Y dos cascos. Me preguntará si quiero dar una vuelta por la ciudad  y yo le contestaré encantada que sí. Cruzaremos las calles de Roma con el cabello al viento como Audrey Hepburn y Gregory Peck En Vacaciones en Roma. Me llevará luego a la isla Tiberina y allí, nos sentaremos en un banco junto al río hasta que lentamente caiga la tarde... A continuación me invitará a cenar en una pizzeria mal iluminada situada en una recoleta plaza del Trastevere y luego nos tomaremos una última copa en...
Su voz  alterada  rompe  de golpe mis tontas ensoñaciones.
- Está saliendo el sol -dice, y noto que la voz le tiembla-. Tiene que salir ahora, antes de que las nubes oculten de nuevo los rayos solares.
- ¿Qué?
Me coge del brazo y me lleva hacia la puerta mientras yo intento resistirme. ¿Se ha vuelto loco ?
- Debe salir ahora y caminar por donde el pavimento quede iluminado por los rayos de sol.
Me estoy poniendo de los nervios.
- Perdone… - digo muy resuelta dispuesta a no dejarme a avasallar, pero él no me deja continuar-
-  Escúcheme. Aquel hombre que se acercó peligrosamente a usted en la plaza de San Pedro no quería ni su móvil ni su dinero…
- ¿Entonces…?
Siento que sus uñas se clavan en mis manos.
- Aquel hombre sólo quería su sangre. Salga ahora o no escapará nunca.

Una luz dorada lo invade todo. Le miro a sus ojos y tengo la certeza de que no miente. Es posible que la locura que ilumina su mirada en este momento me hace sentir que está diciendo la verdad pero, ¿qué clase de surrealista verdad es ésta? ¿En qué lugar del futuro queda ahora mi sueño del paseo en vespa por las calles de Roma, y la cena íntima en la pequeña pizzeria a la luz tenue de unas velas perfumadas?
Sin saber a qué tipo de razones o demencias  obedezco, salgo a la plaza y corro buscando las baldosas iluminadas por los rayos de sol, como si estuviera jugando en un sambori descomunal. De repente, sin darme cuenta salto a una zona inundada por las sombras y siento de inmediato que la tierra se abre bajo mis pies y me traga  mientras  mis piernas comienzan a arder  en algún fuego oculto, igual que les sucedió a los sacerdotes rebeldes que no acataron las normas. Comienzo a gritar mientras todo se oscurece a mi alrededor y un terrible ruido  me taladra la cabeza. Me hundo más y más  mientras nadie acude en mi ayuda.

Despierto. Mi respiración es agitada y mi cuerpo esta cubierto de sudor.  Junto a mí, la alarma del móvil suena como si fuera a acabarse el mundo. Miro la hora. Son las ocho en punto. Respiro muy hondo intentando encontrar mi ritmo cardíaco. Todavía puedo sentir las manos de aquel hombre de mirada inolvidable sobre las mías. Tengo tiempo. A las doce sale el avión hacia Roma. Siento un cosquilleo por todo el cuerpo mientras me preparo el café. Todavía no he comenzado el viaje, y tengo la sensación de que ya he vuelto.


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lunes, 8 de octubre de 2012

Capítulo IX El secreto de Maurice


capítulo IX

De acuerdo. Estaba decidida. ¿Qué mejor forma de recordar a Ana que llevar a cabo su sueño, el que había sido su proyecto, el que la había llenado de ilusión los últimos días de su vida. Seguramente, era una oportunidad que no volvería a presentarse en mi vida, que no dejaba de ser rutinaria y más bien aburrida. Aceptaría el trabajo de cuidar a Alice, que más que un trabajo era todo un lujo y una buena ocasión para vivir nuevas experiencias en un país diferente. Además, la pequeña iría a la guardería en poco más de seis meses y, sin ninguna duda, su madre, Juliette, mejoraría poco a poco de la aprensión que tenía hacia la niña. Aquella noche, antes de caer rendida, había buscado una respuesta en el cielo estrellado de París, aunque sabia que la respuesta estaba dentro de mí y que apenas tenía elección.
A la mañana siguiente, nada más levantarme, y antes de poder arrepentirme, llamé al móvil de Javier y le dije que sí, que me quedaba en París para cuidar de Alice. El no pudo disimular su alegría, y me comentó que hablaríamos de las condiciones por la noche, a la hora de la cena, a la que, por supuesto, estaba invitada.
Colgué el teléfono y me quedé con la boca abierta. Condiciones de trabajo. Ni siquiera  había pensado en ello. Pero estaba claro que al igual que lo hubiera tenido Ana, yo tendría un sueldo, un horario, un día libre y unas pautas para tratar y educar a Alice. Me pregunté, levemente angustiada, que papel estaba jugando Juliette en el cuidado y la educación de la pequeña. No acababa de tener muy claro si la iniciativa de ofrecerme el trabajo de niñera, la había tomado Javier por su cuenta ante la desidia de Juliette, o si por el contrario, era la propia Juliette la que había delegado aquella tarea en su marido al sentirse impotente para afrontar su primera maternidad. Pero al fin y al cabo, eso eran cuestiones de pareja y en ese terreno tan privado como cenagoso yo no pensaba poner el pie. Bastante tendría con pasar el día con mi adorable  diablillo, que ya caminaba, comenzaba a decir sus primeras palabras y a abrir los cajones de la cómoda, sacando de ellos todo su contenido y dejándolo desparramado por el suelo como un improvisado mosaico romano.
Así que como aquel día era, teóricamente, el ultimo que iba a tener libre, decidí ir a visitar el museo del Louvre, cita obligada que no podía demorar más.
Cogí el autobús porque sabía, por lo que me habían dicho, que la caminata dentro del museo era impresionante. A mi lado, un turista japonés con traje de chaqueta miraba su mapa turístico con la misma intensidad que si trazara un despiadado plan para bombardear la ciudad. Yo, sin embargo, observaba ensimismada las calles, las pequeñas tiendas con toldos anaranjados, las terrazas instaladas a la sombra de los árboles... El trayecto se me hizo corto, y el turista japonés y yo nos bajamos en la parada que había junto al museo. Mientras yo me quedaba quieta mirando hacía todas partes y dejando bien claro que no sabía cuál era el paso siguiente a dar, él emprendió el camino raudo, como si aquella ruta la hubiese ya repetido  muchos días.
Crucé la calle y me puse en la cola de la pirámide de cristal que brilla como un zafiro junto al imponente palacio del Louvre.  Me pareció que la moderna construcción contrastaba hasta el dolor con el edificio de formas clásicas y perfectas,  pero también era cierto que rompía la dureza del paisaje y aportaba un tono futurista a un palacio que venía del pasado cargado con mil historias. Hice unas cuantas fotos y entré.
No pensaba pasarme el día allí, así que me había trazado un plan básico de visita. Suponía que, si iba a quedarme en París, tendría días sobrados para visitar el museo con la atención y la preparación psicológica que, sin duda se merecía. Así, que, esquivando enormes grupos de turistas que atendían a su guía, llegué hasta La Gioconda, un cuadro que no podía perderme; en primer lugar, porque tenía una enorme curiosidad en verlo, y en segundo, porque estaba segura que Javier y Juliette sería lo primero que me iban a preguntar, si había visto la Gioconda.  Allí estaba, después de siglos, con su sonrisa eterna en el rostro, cuestionándonos todavía qué había detrás de ese misterioso gesto socarrón que ya había hecho correr ríos de tinta. Continué andando en busca del pintor que más me subyugaba desde que en el colegio había visto una virgen con niño pintada por él; Murillo. Y ahí sí me temblaron las piernas y tuve que tragar dos veces saliva para aceptar la belleza que puede ser creada por un ser humano. El niño mendigo, de Murillo, del que dicen que estaba despulgándose en el momento en que Murillo captó la imagen. Un instante plasmado con maestría y emoción, un niño cualquiera, un niño de la calle que, sin quererlo ni saberlo,  se eternizó y que hoy vive en un palacio rodeado de reyes dorados,  santos martirizados y dioses paganos.
Pasé a las salas de escultura. Había dos obras que no quería perderme, la Victoria de Samotracia, descabezada, con su túnica al viento, y la Venus de Milo, perfecta en sus insinuantes redondeces,
La inmersión en el mundo del arte y la caminata consiguiente, me había dejado muy fatigada, así que opté por descansar un rato y prepararme bien para la cena en la que se iba a decidir mi próximo futuro. Y en medio de un sinfín de sentimientos y sensaciones encontradas, sólo algo destacaba con claridad: si quería el trabajo, debía caerle bien a aquella mujer inexpresiva, Juliette, cuya fría mirada no reflejaba ningún tipo de sentimiento.
A la hora que en España se merienda, en Francia se cena. Cuando la tarde cae, cuando el sol comienza a perder fuerza y la brisa reclama su espacio, es la hora de cenar. Las terrazas de los restaurantes se llenan de gente que habla y ríe alrededor de una buena botella de vino. La gente pasea, contempla las obras de los pintores callejeros que dan las últimas pinceladas a sus obras junto al Sena, y las parejas bajan a los muelles a susurrarse palabras de amor y a besarse entre las sombras.  Pero yo tenía una cita ineludible y debía estar fresca y lúcida, preparada para afrontar cualquier duda, ágil para responder con inteligencia pero sin orgullo. ¿Sería cierta esa frase que afirma que los negocios y la amistad nunca deben mezclarse?
Cuando Alice me vio entrar por la puerta, sonrió de oreja a oreja y extendió sus bracitos para que la cogiera. Mal empezamos- pensé- . Unas muestras exageradas de cariño por parte de la niña hacia su niñera, podían despertar el instinto maternal de Juliette en su peor versión. Aún así, no pude dejar de hacerle una leve carantoña.
- Estás muy guapa - exclamó Javier mientras me ofrecía una copa- ¿Qué has visitado hoy?
- El Museo del Louvre - afirmé-, bueno, sólo una parte. Aquello es enorme. Hubiera necesitado todo el día y unos buenos patines.
- Y tanto - dijo Javier- ni siquiera yo creo que lo he visitado en su totalidad. Y mira que he ido veces...
- C´est un museé magnifique- intervino Juliette que llevaba puesto un precioso vestido rojo-, ¿Has visto la salle du la Gioconda?
Hice un relato corto de mis andanzas por el Museo. Había tenido la sensación, que evidentemente oculté. de que el arte concentrado es como el dulce, en exceso cansa. Había visitado las salas del Renacimiento, estatuas y siglo XII, y  XIII. En esta última sala me quedé extasiada con un cuadro que desconocía por completo, San José Carpintero, de un tal Georges de la Tour, que representaba a José trabajando en su taller mientras Jesús sostiene  en sus manos una vela que ilumina la escena.  Si embargo, y a pesar de la belleza que me rodeaba,  llegó un momento que mis pies y mi estómago, aliados contra mí, habían dicho basta y me habían sacado del recinto a toda velocidad.
- Habrás visto la Gioconda? - preguntó Javier-
 Por lo visto, no había estado muy atento con mi relato, porque es lo primero que había dicho tras la pregunta de Juliette. Tal y como había pensado, la pregunta no tardó en aparecer, y por segunda vez.
. Era una visita obligada - contesté cortesmente-. Una mujer enigmática, sin duda, pero prefiero a Murillo; es mi debilidad.
Javier hizo un gesto de extrañeza.
- ¿Algún cuadro en especial?
- El niño mendigo. Me fascina.
- Tu sí  me fascinas- dijo Javier riendo-. No sabía que entendieras de arte.
- Y no entiendo- dije con sinceridad- pero una reproducción del niño mendigo salía en mi libro de historia de bachillerato Esa es la explicación.

Juliette pareció entenderme porque el reconocimiento de mi ignorancia le había hecho mucha gracia y reía a carcajadas con un estilo muy francés.
- Yo, sin embargo, me quedo con la Gioconda, la madonna le plus fantastic jamais retratada.
Como la que tenía enfrente. Una mujer enigmática que no dejaba ver lo que ocurría en su corazón y que, sin embargo, sonreía con una sonrisa cómplice y extraña. Llegamos a los postres sin abordar el tema salarial, pero yo no estaba dispuesta a dar el primer paso. Fue Javier quien después de un sorbo breve de vino tinto, se lanzó al tema sin más preámbulos.
- Entonces- dijo mirándome directamente a los ojos-, ¿estas  decidida a quedarte con nosotros?
Afirmé con la cabeza a riesgo de atragantarme con el dulce.
- Hemos pensado - siguió diciendo- que puedes librar un día, los miércoles, que vendrá mi cuñada a quedarse con la niña. Vivirás en el ático, con Alice, y tendrás libertad absoluta en tus salidas y entradas, eso sí, siempre respetando los horarios de la niña. Alice no es alérgica a nada y, como has podido ver estos días, tiene buen carácter y se adapta con facilidad a la gente ¿Hablamos de dinero?
Sentí un pudor inevitable.
- Como queráis, pero no creo que el dinero suponga ningún inconveniente.
Lo cierto era que me daba más apuro hablar de dinero que de sexo.
- El salario será de mil doscientos euros mensuales y, además, dispondrás de diez euros más al día como dinero de bolsillo, y por si Alice necesita algo o para realizar cualquier traslado en    autobús o en metro ¿Qué te parece?
- Me parece muy bien.
Iba a dar saltos de alegría pero no me pareció prudente. De todas formas, y como mi capacidad de disimulo es nula, supongo que mi cara hablaría por sí misma.
-Tenemos previsto que la niña vaya a la guardería hacia el mes de marzo, para que se vaya acostumbrando. Entonces tendríamos que prescindir de ti. Queremos que tengas claro- pluralizó -que se trata de un trabajo temporal
-Está claro.
- Ah. y una última cosa, Como en París hace ya mucho calor y Juliette este año está especialmente fatigada, nos vamos a ir de vacaciones a Normandía. Un viejo amigo de la familia nos presta una preciosa casa muy cerca del mar. Supongo que no tendrás inconveniente en realizar con nosotros ese inesperado desplazamiento.
No tenía inconveniente, pero la novedad me pilló totalmente por sorpresa. No me importaba salir de París, si el trabajo así lo  exigía, pero me daba un poco de mal humor dejar aquella ciudad cuando estaba comenzando a cruzar las primeras palabras con ella. Además, seguro que en la costa atlántica los días eran grises y fríos.  Probablemente, mi rostro debió traslucir algún signo de preocupación porque Javier no tardo en repetir.
- Es una vieja pero acogedora casa con un enorme jardín. El mar está muy cerca y el ambiente es muy tranquilo. Te va a encantar.
- Seguro que sí- afirme sin ninguna convicción-.
Otra vez a hacer maletas. De nuevo un viaje inesperado, la urgencia de abandonar aquel lugar que acababa de conocer para salir en busca de un paraje desconocido. "Los cambios no son tan malos" - me dije a mí misma en un arranque de positivismo- pero no logré convencerme.
- Saldremos el viernes por la tarde.
Sonreí en señal de afirmación y me levanté de la mesa.
- Ya es muy tarde para Alice y creo que se cae de sueño.
En efecto, la pequeña Alice había dejado caer su cabecita sobre el oso memorión mientras mordía el chupete con entusiasmo. Cogí a la niña en brazos, la acerqué a su madre para que le diera un beso, y luego a su padre. Fue él quien me preguntó:
- Qué vas  a hacer mañana?
-pensaba ir al parque..., Está muy cerca y he visto que hay toboganes donde puede jugar Alice.
Al salir hacia la escalera, me detuve un instante a mirar la foto de Maurice, el padre de Juliette.
-Qué sitio más bonito - exclamé-, ¿dónde está hecha la foto?
- En la catedral de Notre Dame, donde estuviste ayer.
Ya en casa, cambié a Alice. Le puse un pijama de fino terciopelo y la dejé en la cuna tapada únicamente con una fina sábana de algodón. Es lo que me habían dicho antes de abandonar la casa con la niña, que nada de dormirla en brazos, que luego se acostumbraría y las consecuencias las pagarían ellos. Afortunadamente, Alice se quedó un rato jugueteando con sus pies y, poco a poco, fue cerrando los párpados hasta quedarse plácidamente dormida.

Me asomé a la ventana. Era todavía pronto para irse a dormir, Paris vivía por los cuatro costados. La gente paseaba y charlaba animádamente bajo los árboles, junto al Sena. Parejas cogidas de la mano, familias arrastrando niños que se caían de sueño, jóvenes que retaban a la noche con la suficiencia de su juventud. Chicas que coqueteaban...  Mi mirada se detuvo. ¿Y aquella chica? ¿aquella chica de larga melena, vestida con un cortísimo y precioso vestido de verano? Me puse de puntillas como si así pudiese ver mejor. Estaba segura de que era Coraline, la joven prostituta que había conocido en la estación de Montpellier. y si no era ella se le parecía muchísimo. ¿Qué hacía en Paris? ¿Qué hacía en la ciudad a la que ella había llamado la ciudad de las sombras? La llamé a voz en grito.
-¡ Coraline!
 Vi que Miraba hacia todas partes como si hubiera escuchado claramente su nombre pero no supiera de dónde venía la voz. Un coche deportivo de lunas tintadas paró junto a ella y bajó la ventanilla. Coraline se agachó para hablar con el conductor y, sin duda, dejar a su vista sus jóvenes pechos. La puerta del coche se abrió y la chica entró confiadamente. Cerré la ventana con una sensación desagradable. Alice dormía en su cuna abrazada a su oso. Puse la televisión En uno de los canales hacían "las vacaciones de mister Bean". Necesitaba reírme a carcajadas, así que la dejé puesta.
Pero, a pesar de las risas y del dulce aroma que entraba a través de la ventana no podía dejar de pensar en Coraline, en aquella pobre niña que, probablemente, en esos mismos instantes, vendía su cuerpo joven en las sombras de París.








domingo, 7 de octubre de 2012

Tito, el gato de mi madre y que ahora es mío. Es un gato que no maúlla, sólo parlotea un poco, sobre todo si se siente molesto. Pero el día que ella falleció en el hospital, él se pasó toda la mañana maullando y caminando pasillo arriba, pasillo abajo, como si presintiera el inevitable final. De madre persa gris y padre callejero- más que probablemente de color naranja- Tito es un gato independiente, entrañable, precioso. A veces te persigue por toda la casa. Cuando te vas, te espera en la puerta, y cuando haces la cama, es el primero que sube para probarla. Tiene los ojos verdes como el mar revuelto y una mirada felina que lo dice todo. Yo creo que a veces él se piensa que es un león, pero es un simple gato, todo un señor gato, el que comparte mis días buenos y malos, el que se sienta junto a mí en el sofá para ver la tele, el que ve volar las gaviotas desde el alfeizar de la ventana. Todo un señor gato, mi gato.

viernes, 15 de junio de 2012

Aquella playa lejana

Seguramente soñé durante toda la noche, pero sólo recordaba el último sueño. Subía a pie la escalera de mi casa e iba contando las puertas: doce, trece, catorce, qu... La mía era la quince. Metí la llave en el paño, la empujé suavemente, y tras dejar atrás el oscuro recibidor, fui directamente al dormitorio, débilmente iluminado por una extraña luz rojiza. Sobre la cama, había una maleta abierta con dos o tres prendas dentro. La cerraba y subía con ella a la terraza desde donde podía contemplarse el mar, encrespado, violento, gris, En la arena, paseando, sólo había una mujer de larga melena rubia ataviada con un vestido verde. La mujer sonreía y me miraba sin disimulo. La cara me era conocida, pero no acababa de reconocerla. Luego seguía caminando en dirección al mar, arrastrando los pies como si estuviera muy cansada. Se acercaba a la orilla y las olas salpicaban los bajos de su vestido. Yo seguía mirando desde la barandilla sin comprender. De repente vi que la arena de la playa se alzaba y de ella iban surgiendo pequeñas e impolutas cruces blancas, alineadas unas junto a otras hasta llenar todo el espacio. La mujer del vestido verde había perdido la sonrisa y ahora gritaba, pero yo, desde la distancia, no podía oír lo que decía. Comenzó a correr en dirección al mar. El agua había mojado ya completamente su vestido. Fue entonces cuando observé como venía una gran ola, oscura, rizada, que se enredaba en sí misma como un tirabuzón mortal. En esa ocasión, fui yo quien grité, pero de mi boca no salía ningún sonido. No pude avisarla. No tuve ocasión de advertirle del peligro que se cernía sobre ella. La ola se la tragó como una ballena a un confiado pececillo.

Desperté angustiada y comprobé que mi corazón había salido del letargo antes que yo. Lo podía sentir en las sienes, en los oídos, e incluso en una herida medio infectada que el día anterior me había hecho mientras abría una lata de aceitunas.

La luz del día entraba por la puerta de la terraza y hacía brillar las copas de cristal que había sobre la mesa. Alberto estaba sentado en la terraza con una fina rebeca echada sobre los hombros.

- Tienes mala cara - me dijo frunciendo el ceño con desagrado-

- He tenido una pesadilla - contesté mientras me frotaba los ojos con los puños cerrados-, una pesadilla muy desagradable.

No parecía que me hubiera prestado mucha atención porque a continuación, y sin apartar la vista del periódico, musitó:

- Las acciones de Telefónica bajan otra vez, ¡Mierda!- para continuar diciendo- ¿Te acerco al trabajo? Voy sobrado de tiempo.

- No hace falta- respondí en medio de un tremendo bostezo-. Hoy entro un poco más tarde.

-¿Sabes dónde está la camisa blanca, la de manga corta?

- Colgada en el armario, junto a la chaqueta gris.

Alberto y yo nos habíamos conocido dos años atrás, en la boda de Aurelia, mi compañera de trabajo que, tras años de esfuerzos y sacrificios, había logrado darle caza al contable, un hombre muy calvo, un poco anodino, pero que había logrado tener una gran fortuna debido a varias herencias. Después de un romance arrebatado, habíamos tomado la decisión de vivir juntos hacía apenas dos meses. Al principio no había sido fácil. Cada uno tenía sus propias manías, sus costumbres, fruto de la crianza en familias que, aún siendo de la misma clase social, tenían sus diferencias. Sin embargo, como dos cantos rodados que el agua va acercando hasta no dejar casi espacio entre ellos, Alberto y yo nos habíamos ido compenetrando poco a poco hasta poder limar las mínimas asperezas cotidianas. No era el amor de mi vida, desde luego, pero el tiempo pasaba raudo y yo no quería verme envuelta, de un día para otro, en los gélidos brazos de la soledad. Había estado locamente enamorada a los quince años de un chico del Instituto, pero aquello pasó como el acné del rostro adolescente. Al final, tuve que conformarme con un amor treintañero, algo que tenía un poco que ver con eso que han dado en llamar reloj biológico, aunado a una autoestima algo mermada.

A lo largo del día, olvidé el sueño como se olvidan tantos otros, incluso aquellos que se sueñan estando despierto. Llamé al trabajo para decir que no me encontraba muy bien y que iría por la tarde. Sorprendida por la respuesta dubitativa de la jefa de sección, le aseguré que cumpliría mi horario por la tarde y recuperaría las horas y, si era preciso, hasta los minutos. Al final aceptó el trato sin disimular en su voz un ligero acento de desconfianza.

Y era posible que fuera posiblemente aquella actitud de recelo que yo percibía como si tuviera un sexto sentido, lo que me hacía sentir tan mal cada mañana al levantarme. Mejor no pensar- me dije-, y me quité esa mala sensación de la cabeza como quien se aparta una mosca molesta. Recogí mi larga cabellera rubia en una trenza y salí a hacer la compra diaria. Faltaban apenas dos días para mi cumpleaños y necesitaba unos moldes de hojaldre para rellenarlos de gambas y palitos de surimi. Compré la salsa rosa, unas cuantas latas de berberechos y navajas chilenas, un buen vino rosado y una tarta de almendra y trufa que congelaría nada más llegar a casa para evitar posibles tentaciones. La tarde pasó rápida. Tuve que corregir dos capítulos de una interminable biografía, y elegir la foto de contraportada entre varias instantáneas en las que el autor parecía el mismísimo perro de baskerville. Cuando regresaba a casa atravesando el parque, comenzó a llover, pero era una lluvia tonta, fina, fría, como cubitos de hielo deshechos deslizándose por el canalillo de la espalda. Era tanto el calor concentrado en el ambiente que aquella lluvia caía como regalo del cielo, así que, en vez de acelerar el paso, bajé el ritmo de mi caminata y me dejé acariciar por el murmullo que producía el agua al caer sobre la gravilla del parque.

Sobre las nueve de la noche llamó Alberto para decirme que volvería tarde, que no había podido acabar un informe y que se quedaba un rato más en la oficina. Le dije que bien, que no se preocupara, que yo cenaría un sandwich y me acostaría temprano. Pero aquella costumbre de cambiar el tiempo de ocio por tiempo de trabajo cada vez me estaba gustando menos, y ya no por mí, sino porque pensaba sinceramente que nadie le agradecería nunca aquellos desvelos, aquellas noches de trabajo en la oficina desierta. Tenía previsto decírselo algún día, cuando llegara el momento.

A las once me fui a la cama, y esa noche el sueño volvió como las gaviotas regresan a la basura. Pero fue más confuso. El mar aparecía envuelto en una niebla baja y agobiante. La arena de la playa estaba cubierta de extrañas manchas rojizas, y podían escucharse voces aunque todo aparecía desierto. Tampoco estaba la mujer del vestido verde ni las cruces blancas sobre las suaves dunas. Cuando entré en la casa, vi que las ventanas estaban cerradas y mi habitación completamente vacía. Desde allí ya no podía escuchar el rumor del mar.

El sonido del despertador me arrancó del sueño. Desperté menos angustiada. Mi cuerpo no estaba cubierto de sudor frío y mi corazón parecía estar en su sitio y no por todas partes, como la noche anterior. Salté de la cama y fui hacia la cocina que aún permanecía en la semipenumbra del amanecer. Alberto ya se ha había ido de buena mañana pero había querido sorprenderme en ese día tan especial. Cumplía treinta y dos años y tenía la sensación de que la juventud quedaba atrás y de que el tiempo comenzaba a pasar muy deprisa. Sobre la mesa de la cocina había una vela encendida, una de esas velas que hace que todas la casa huela a jazmín y a miel. Junto a ella había un sobre americano y un pequeño paquete envuelto en papel dorado.

Cogí el sobre y leí: el viaje que siempre soñaste, había escrito Alberto a mano. Eran dos billetes de avión. El destino era Francia, en concreto la fascinante costa de Normandía, lugar que siempre había querido conocer. Lo dejé a un lado y cogí ansiosamente el otro paquete. Arranqué el papel dorado y abrí la caja lentamente mientras me mordía el labio inferior. Era un vestido verde, de gasa, con un pequeño bordado de lentejuelas plateadas junto al cuello.

Me levanté y me alejé de la mesa horrorizada. La playa de Normandía, las cruces blancas sobresaliendo de la arena, los soldados muertos en aquella lejana batalla, las voces, los gritos, la sangre tintando el agua de la orilla, la mujer del vestido verde avanzando despacio hacia el agua, devorada por el mar, entre los fantasmas de aquel desembarco nunca olvidado.

Noté cómo la saliva caía a chorros por mi garganta. Me ahogaba, y traté de poner un poco de orden en mis sensaciones encontradas. Sin embargo, y a pesar de mi intento de mantener la calma, cogí los billetes de avión y los rompí en trocitos minúsculos. El vestido me costó un poco más. Lo hice jirones hasta que no podía reconocerse una sola de sus costuras.

Nunca más volví a soñar con la playas de Normandía.

Ni qué decir tiene que tampoco volví a ver a Alberto. Esa misma noche hizo su maleta y salió por la puerta como alma que lleva el diablo.

martes, 29 de mayo de 2012

El secreto de Maurice. Capítulo VIII

Supongo que ningún lector de este blog se acuerda ya de esta novela, El secreto de Maurice. Diversas circunstancias que algunos conocéis y el proyecto de editar un libro de relatos cuyos beneficios irán destinados al proyecto Lazarus, le dieron un parón a esta novela cuyo resumen sería el siguiente: Asun y Ana son dos amigas que trabajan en una fábrica situada en un polígono industrial de la ciudad de Valencia. Un día, Ana le dice a su amiga que va a dejar el trabajo y se va a trasladar a París para cuidar de la hija de su primo Javier, la pequeña Alice, y le enseña un gran oso de peluche que le ha comprado para tal ocasión. Pero esa misma mañana, Ana muere en un accidente de metro y Asun se ve obligada a viajar a París para arreglar algunos asuntos de Ana y para entregar el oso a la pequeña Alice. Tras un largo viaje, llega a la ciudad del Sena y se instala en la casa de Javier y Juliette, su esposa. Tiene dos o tres días para conocer la ciudad y hacer un poco de turismo, pero los planes de Javier son otros... Capítulo VIII

Capítulo VIII
La escalerilla sube al barco directamente. Yo llevo un bolso menudo y gris pegado al cuerpo. Paseo entre la gente que dice adiós con la mano. Sin embargo, busco con la mirada pero no encuentro de quien despedirme. Aún así, agito la mano con vehemencia hacia la multitud concentrada en el muelle. Cuando el barco abandona el puerto, trato de encontrar mi camarote, el número 14. Entro. Dejo el bolso gris sobre la cama y me siento en la silla metálica que hay junto a una pequeña mesa de lectura. El camarote no es muy grande. Tampoco es acogedor. Parece un calabozo oscuro y gris. Me tumbo esperando no marearme demasiado. De pronto, escucho un golpe en el puerta, y otro. Alguien llama con los nudillos de la mano: toc, toc. El barco se mueve. pienso que ya está en alta mar ¿pero quién...?

- Asun, ¿puedes abrir por favor?

Desperté sobresaltada. Efectivamente, alguien tocaba a la puerta, pero no del camarote, sino de la casa. Abrí los ojos y comprobé que la luz del día apenas entraba por la ventana, por lo que deduje que debía ser muy pronto. Todo había sido un sueño, un sueño del que me costaba despertar. Me levanté de un salto y sentí un leve mareo. Al otro lado de la puerta estaba Javier y llevaba a la pequeña Alice en brazos, envuelta en una suave manta de terciopelo de alegres colores.

- ¿Te he despertado?

- No - mentí disimulando un bostezo- Estaba a punto de levantarme.

- Verás, acaba de llamar Cinthia, la joven que estos días cuida de Alice. Parece ser que se encuentra un poco indispuesta. Sé que es mucho pedir pero ¿podrías quedarte hoy con la niña? Juliette tiene que desplazarse hasta Reims para dar una charla en una escuela y yo ya debía estar trabajando hace un buen rato.

En su voz advertí desesperación. Realmente, yo era su única opción y no estaba dispuesta a defraudarles.

- Naturalmente que puedo - contesté intentando despertarme del todo- Será un placer. ¿Ha desayunado la peque?

- Aún no. Te traigo el biberón y la ropa de calle. No sabes cuanto te lo agradezco. Me sacas de un buen apuro.

-No hay nada que agradecer - dije de corazón- ¿Puedo sacarla a pasear cuando el sol esté ya un poquito alto?

- Naturalmente. Bajo, junto a la portería, está su silla de paseo. Le encanta ir a Notre Dame y, además, está muy cerca. Pasas el puente y...

- Estupendo- interrumpí sin saber por qué- todavía no he tenido la oportunidad de visitarla.

-Bueno, pues hasta la noche, y no te olvides de ver la estatua de Juana de Arco en la catedral... es impresionante.

- ¿Y qué hace allí?

Puso cara de extrañeza ante mi ignorancia.

- Es una insigne santa de la iglesia católica.. ¡Pobre niña loca! pensar que Dios le había ordenado liderar un ejercito... ¿Conoces la historia?

- Muy poco- admití-

- Ya te la contaré algún día. ¡Ah!, y ten cuidado, no vayas a toparte con el jorobado.

- El jorobado?

- El que vive en Notre Dame- sonrió ya totalmente relajado- Ahí en la estantería tienes el libro de Víctor Hugo por si te apetece darle una mirada. Aún es muy pronto. Alice se volverá a dormir.

Y así fue. Alice se durmió como un lirón en su cuna, pero yo estaba ya completamente despejada; bueno, más o menos, porque la resaca, consecuencia de los excesos de la noche anterior, aún pululaba a la altura de mis sienes, y me había revuelto el estómago por completo. Me preparé un café con leche mientras buscaba una aspirina en el botiquín. Me la tomé con un gran vaso de agua y me senté en el sofá frente a mi desayuno. Javier, junto a la bolsa con la ropa de la pequeña, me había entregado otra más pequeña que contenía unas galletas de trigo y almendra. Era consciente de que debía programar bien el día porque tenía una pequeña acompañante que introducía sin querer cambios considerables en los planes que ya me había hecho. Aquella mañana había previsto acercarme hasta el museo del Louvre, pero estaba claro que aquel no era el mejor lugar para un bebé de poco más de un año. Javier me había hablado de la catedral de Notre Dame y pensé que ese, sin duda, era un plan perfecto. Realmente, estaba muy cerca y todavía no la había visitado. Me levanté perezosamente y cogí el libro de la estantería. Hasta que Alice se despertase tenía tiempo para leer un poco. Al azar, abrí el libro más o menos, por la mitad: En el primer párrafo encontré algunas palabras subrayadas: hombres, mujeres y niños y una frase entera "ese era el color con que el verdugo pintaba los edificios infames". Víctor Hugo seguía con una exhaustiva descripción de las diversas barbaridades que los científicos del arte, los arquitectos, habían ido introduciendo a lo largo de la historia en la catedral de Notre Dame, y un poco más allá del texto, encontré otras tres palabras Igualmente subrayadas: brutalidades, contusiones y fracturas. Se me cerraban los párpados, así que dejé el libro sobre la mesa y volví a coger un sueño ligero y breve.

Alice comenzó a parlotear sobre las diez de la mañana, cuando más dormida me había quedado. Al sacarla de la cuna me miró con desconfianza y lanzó un pequeño grito, como si se tratara de una gaviota sobrevolando la orilla del mar. Yo le hablé con un tono de voz muy suave y la cogí en brazos. Le preparé el biberón y se lo dí. Eso la tranquilizó y el cambio de pañal aún más. Javier me había dejado un body de algodón blanco, un precioso vestido amarillo con pequeños topos anaranjados y unas pequeñas sandalias blancas. Para la cabeza, un sombrerito con idéntico estampado que el vestido y una diminuta flor bordada.

- Pero si eres una princesa de Disney - le dije mientras le cogía de ambas manitas-

Y era cierto. Era como una muñeca de porcelana de dulce rostro y piel muy pálida. El vestido le había gustado mucho, hasta el punto que no paraba de mordisquear la puntilla de la enagua que sobresalía de la falda.

Abrí la ventana y comprobé que, a pesar de que era temprano, ya hacía calor. Las noticias de la noche anterior habían anunciado que un frente muy cálido atravesaría el país, y que las temperaturas superarían los treinta grados. Con tal pronóstico, lo único que podía ponerme era un vestido de tirantes muy fresco y mis más que usadas sandalias destalonadas. Cogí el neceser de Alice y salí de la casa con la niña en brazos. De nuevo, sentí que Ana estaba allí, junto a mí, siguiendo mis pasos como una sombra cercana y cálida, sonriendo desde cualquier rincón de la casa.

Una vez en la calle, busqué el paso cebra y unos minutos más tarde estábamos cruzando el puente que nos llevó hasta Notre Dame. A mitad de camino me detuve a mirar las aguas del Sena que reflejaban la imagen temblorosa de la catedral. A Alice parecía encantarle la excursión porque todo el tiempo palmoteaba y lo miraba todo con suma atención. La explanada que se extendía frente a la fachada principal de la abadía estaba llena de turistas que deambulaban sin prisa y hacían fotos desde cámaras, móviles y otros cachivaches digitales cuyos nombres y apellidos escapaban ya de mis conocimientos. Me senté en un banco para contemplar la grandeza del edificio. Qué privilegio - pensé- el de las cosas inertes que permanecen en el tiempo mucho más que nosotros. Imaginé la misma escena hace cien, doscientos, trescientos años: una mujer y una niña sentadas al sol en la isla de la Cité, contemplando la catedral de Nuestra Señora. Desde luego, aquello no era la eternidad, pero se le parecía mucho.

Entré en el recinto de la basílica y sentí un agradable frescor. Imaginé a Quasimodo con Esmeralda de la mano, gritando como un poseído ¡Asilo, asilo!. La casa de Nuestra Señora era el único lugar donde las hordas enfurecidas no podían vulnerar ni la libertad ni la vida de aquel desgraciado jorobado.

La altura de la nave era impresionante. Me pareció aquella una iglesia construida para gigantes. La luz del día atravesaba los vitrales circulares, convirtiendo los haces de luz en caminos diseñados a través del aire. Alice lo miraba todo ensimismada, como si recelase de toda aquella grandeza, Avancé hacia el coro donde destacaba un bajorrelieve que representaba la muerte temporal de la Virgen María. La belleza y el dramatismo de la imagen me subyugó. Alice comenzaba a impacientarse y lo manifestaba dando patadas rítmicas sobre el reposapiés del carrito. Estaba claro que prefería el sol del exterior a aquella penumbra salteada de imágenes con miradas de piedra. Pero yo no podía salir de allí sin echar una mirada rápida y fascinada. Me habían hablado del órgano, una obra impresionante de Cavaille-coll. Sin duda, habría que escucharlo algún día con tranquilidad y sin niña. Avancé por la nave central mientras Alice se iba poniendo más y más nerviosa. ¿Dónde estaría la estatua de Juana de Arco de la que me había hablado Javier? Fui recorriendo las naves laterales mientras le cantaba una canción a Alice en voz muy baja. Hasta que la hallé. Allí, vestida de guerrero y adornada con casco y espada, estaba aquella joven que fue capaz de enfrentarse al ejercito inglés, desafiando, desde su leyenda, al turista timorato que pasaba junto a ella sin casi mirarla. Quizá no había valido la pena morir en la hoguera.

Alice empezó a llorar. Supuse que era su última estrategia para abandonar aquel lugar. Aceleré el paso, atravesé el haz de luz que derramaba la vidriera como una mariposa torpe, y salí a la plaza donde un nutrido grupo de japoneses, cámara en mano, se preparaba para entrar.

Nada más salir me dí cuenta de que el disgusto de Alice se debía, entre otras cosas, a que tenía un hambre voraz. Se restregaba los ojos hasta enrojecerlos y el rictus de su boca era ya una muestra de hartazgo. Y la verdad es que yo también empezaba a sentir algo de hambre. Por la mañana, Javier me había dejado dos potitos para Alice, uno de pescado y otro de frutas, así que la mejor opción era buscar un supermercado y comprar un poco de carne y verduras para preparar mi comida.

Me dio el tiempo justo de darle los potitos a Alice antes de que cayera dormida. Yo me preparé una ensalada sencilla y una pechuga de pollo salpicada de orégano. En el supermercado había visto muchas cosas con aspecto realmente suculento pero, por el momento, prefería moverme en terrenos culinarios conocidos.

Tenía dos horas y media para leer, o quedarme yo también como un leño. La luz y el calor que entraban por las ventanas invitaban a no hacer nada, a la holgazanería en todo el sentido de la palabra. Apenas llevaba dos días en aquella ciudad y ya sentía que me estaba atrapando entre sus brazos, tan fuertes como etéreos. Alice dormía junto a mí en el sofá. La miré y sentí una inmensa ternura al tiempo que me asaltaba un terrible interrogante: ¿Cuál era realmente el concepto de niño abandonado? ¿El que sobrevive a duras penas en la calle pasando como un paquete de unos familiares a otros? ¿el que se deja en una gasolinera porque nadie puede, o quiere, mantenerlo? ¿el que vive en una familia burguesa y acomodada y al que ni siquiera su familia tiene tiempo de hacerle una caricia?

Supuse que no era yo quien para juzgar y que las razones de cada cual a veces no son comprensibles ni conocidas para los demás, así que me levanté del sofá intentando que Alice no se despertara y cogí de nuevo el libro de Víctor Hugo, leyendo al azar.

.."Un espectáculo sui generis del que sólo pueden hacerse una idea aquellos lectores que hayan tenido la fortuna de ver una villa gótica entera, completa, homogénea como todavía existen algunas en Nuremberg..."
Y esta última palabra, aparecía nuevamente subrayada con una delgada línea roja.

Aquel debía ser sin duda uno de aquellos textos que habitualmente forman parte del temario de algún curso de secundaria o bachiller. Ese tipo de lectura obligada que convierte el placer de leer en un inexcusable e insoportable deber.

Alice se desperezaba en el sofá y despertaba con una enorme sonrisa. Pasaban unos minutos de las cinco de la tarde y me sentía demasiado cansada para salir. Jugaría un rato con la niña y esperaría a que vinieran a por ella. Le dí un petit sin tropezones mientras la niña me miraba con curiosidad con sus preciosos ojos verdes donde se reflejaba un inmenso interrogante. Sin duda, se estaba preguntando quien era aquella señora que le hablaba en una jerga que ella no podía entender, ya que tanto Javier como Juliette le hablaban habitualmente en francés.

Cuando faltaban cinco minutos para las siete de la tarde llamaron a la puerta. Cogí a Alice en brazos y fui a abrir. Javier tenía un aspecto de profundo cansancio.

- ¿Cómo ha ido todo? - preguntó intentando esbozar una tímida sonrisa-

- Muy bien - contesté mientras también intentaba ocultar mi sensación de fatiga- Alice se ha portado de maravilla. Ha comido bien, ha hecho su siesta, y ya la ves - dije haciendo un ademán con la cabeza- está muy contenta.

- No sabes cuánto te lo agradezco... ¿Habéis visitado Notre Dame

. ¡Cómo no! Me ha impresionado mucho, aunque harían falta unas cuantas horas para verla bien, con detenimiento.

- Ya lo creo. ¿Has visto la estatua de Juana de Arco?

- Me ha costado, pero la he encontrado. Impresionante.

. Su historia, más -dudó durante un instante- ¿Puedo pasar un momento?

- Desde luego. Te recuerdo que ésta es tu casa.

Se sentó junto a mí en el sofá mientras yo mantenía a la niña sentada sobre mis rodillas. No sabía por qué pero no dejaba de sentirme un tanto incómoda.

- Tengo que pedirte un favor- susurró como si temiera que alguien pudiera escucharle- un enorme favor.

- ¿Que me quede mañana con la niña?- pregunté para rebajar la tensión que se iba acumulando minuto a minuto en el ambiente.

- Más aún. Quiero que cuides a Alice todos los días.

Mi inquietud seguía creciendo, pero ya no era controlable.

- ¿Estas diciendo que...?

- Que te quedes con el trabajo que iba a hacer Ana ¿Quién mejor que tú? Y, además, mírala, está contenta y feliz.

No encontraba las palabras.

-Pero yo le aseguré a mi jefa que volvía en una semana, que este era un viaje de... compromiso.

No parecía dispuesto a claudicar.

- Me das el teléfono de tu empresa y yo lo arreglo, bueno, eso si decides quedarte.

No quería ser descortés, pero me estaba empezando a faltar el aire. Sencillamente, no era lo que yo había previsto.

- Deja que me lo piense -conseguí decir a pesar de mi confusión- Me has pillado tan de sorpresa...

- Lo entiendo. Hay algo más - añadió-

Pensé que al menos Alice, en casos desesperados como éste podía ponerse a llorar o a gritar, pero yo ni eso.

- Dime.

- Juliette, mi esposa, tiene graves problemas de insomnio desde que nació la niña. Su llanto la saca de quicio, y el psicólogo nos ha dicho que es cuestión de tiempo. ¿Me entiendes?

- No lo sé -contesté mientras sonreía como una estúpida-

Javier tomó aire.

- A pesar suyo, Juliette no acaba de aceptar a la niña. Tiene... -dudó de nuevo- sentimientos encontrados.

Mis sospechas comenzaban a confirmarse.

- Es muy duro lo que me dices.

Javier volvió a respirar hondo, como si aquella conversación le resultara muy fatigosa.

- Pues así son las cosas. Parece ser que la situación se irá normalizando poco a poco, pero hoy por hoy, Juliette no puede hacerse cargo de Alice.

-Y, por tanto, necesita una niñera que cuide de ella.

-Tú lo has dicho.


No quería tomar una decisión precipitada de la que luego podía arrepentirme.

- ¿Me das veinticuatro horas?

- Naturalmente -contestó algo más animado- Es una decisión que va a cambiar tu vida.

Era mejor no hacer ningún comentario sobre esta última frase que me produjo una repentina sensación de vértigo.

- ¿Quieres que hoy Alice se quede a dormir aquí?- insinué-

- Tranquila. Esta noche puedo ocuparme yo de ella. Mañana ya me dices.

Javier cogió a la niña en brazos y le dio un dulce beso en la frente mientras se la llevaba hacia el estrecho recibidor. Yo cerré la puerta mientras intentaba recuperar el aliento: Un trabajo en Paris, una casa preciosa junto al Sena, una niña dulce, una buena familia ¿Dónde estaba el truco de este trato? Necesitaba aire. Abrí la ventana y me encontré frente a frente con la magnífica imagen de Notre Dame iluminada, a pesar de que aún no había anochecido del todo.

Era incapaz de pensar con claridad, de ver los pros y los contras de aquella propuesta. No sabía qué hacer, así que volví a curiosear los libros de la estanterías. Además de la novela de Víctor Hugo, había dos o tres libros más: uno sobre la segunda guerra mundial, la biografía de Charles de Gaulle y El Avaro, de Moliere.

Visto lo visto, volví al encuentro de Quasimodo. Y la noche llegó sin darme cuenta, mientras yo intentaba tomar una decisión que cambiaría mi vida y Esmeralda moría entre los brazos del deforme campanero.

Y los sueños, sueños son




Sobreviviréis a vuestros sueños más breves, aquellos que os embargaban mientras la sombra de vuestros pequeños pies, se confundía con las hojas de la vid, jugando con la tierra fértil que abraza el río, en cada tarde vacía.


Caminaréis sobre las letras de las cartas guardadas, alimentadas de polvo y nostalgia. Y los labios, agrietados por el paso de los años, besarán las fotografías donde ya nadie se reconoce porque el tiempo, violentamente, ha borrado los gestos y hasta las sonrisas.

Recordaréis, a través de una dulce niebla de remembranza, los sueños a los que disteis caza mansamente o a mano armada, y aún así, seguiréis mirando con anhelo aquellos que quedaron en la cuneta, agazapados en la oscuridad del puño cerrado. Por miedo, por medio de palabras que, posiblemente, nunca fueron imaginadas.

Olvidaréis, a pesar de todo, la pasión que sentisteis por la vida, y el odiado silencio que tapa la boca, se tragará la voz adolescente que alguna vez hubiera vomitado la garganta más oscura. Porque vuestra alma ya no esperará la victoria sin temor a perderse.

Escucharéis, sin querer oír, la música que sonaba aquella tarde de domingo, la risa o el llanto de cualquier amanecer, el grito desgarrado del vencejo, el frío del sudor sobre vuestra frente, el beso callado, la caricia reprimida, la sombra del viento entre los olmos enfermos.

Responderéis con un leve temblor en la mirada, que no era cierto, que nada se ha quedado en la sombra del olvido, que las cartas, todas, estaban sobre la mesa. pero en la soledad del tiempo perdido, todos sabrán que faltan huellas sobre la luz de una larga tarde de otoño.

Pretenderéis convenceros de que todo yace en el olvido, de que los años pasados han sepultado bajo cascotes las palabras y las risas. Pero la certeza sepultada crecerá como planta nueva, con tallos más fuertes y hojas más verdes.

Susurraréis, en voz muy baja, el poema que aprendisteis en la clase de primaria. Y si la vida son los ríos que van a dar a la mar, os preguntaréis en qué incierta tierra de tinieblas se pierden los sueños insensatos, aquellos que hacen de la noche más lúgubre una acuarela de cielos estrellados.

Descubriréis, al fin, que el pasado no pasa, que se queda atrapado en la memoria, entre suaves algodones y espinas punzantes, acurrucado como una larva dispuesta a despertar en un eterno laberinto de impulsos. Y el sueño volverá suavemente como un soplo de aire nuevo, como una tormenta de verano, inesperada, feroz, arreciando con la fuerza de la resurrección.

Soñad.


 

lunes, 28 de mayo de 2012

Este no es país para viejos




Ni de casualidad. Víctor de la Peña había cumplido los 55 años hacia apenas dos meses. Su hijo, ingeniero técnico, había emigrado a Bruselas recientemente huyendo de la pertinaz crisis que asolaba el país. Daría, su fiel esposa, había partido hacia el otro mundo, si es que éste se hallaba en algún lugar del universo, tras una espantosa y cruel enfermedad. Así que se había quedado solo como una fruta nacida a destiempo, como una flor decidida a crecer en pleno invierno. Y lo había pensado muy bien, tanto que incluso algunas noches no había podido dormir. Nadie iba a poder obligarle a seguir trabajando hasta los 67 años. Víctor se preguntaba a menudo: ¿Sobre qué sueños? ¿Para qué realidades? ¿Valía la pena seguir trabajando con el lumbago crónico, la hernia de hiato soltando arcadas de dolor a toda hora, y un principio de artrosis en las rodillas que no presagiaba nada bueno?

No era el plan que él había pensado para su vejez, y aunque se sentía aún joven- más de espíritu que de cuerpo, sabía que el reloj había comenzado la cuenta atrás. Aunque llegara a vivir cien años -cosa que sinceramente dudaba- ya había superado con creces la mitad de su vida. "Este no es país para viejos", pensó mientras hacía la maleta y metía cuatro cosas imprescindibles en ella, aunque -se preguntó- ¿acaso algo era imprescindible?

Tenía algunos ahorros de un plazo fijo y una pequeña casa de campo perdida en la montaña, entre pinos, olivos y carrascas. Con dos conejos, dos gallinas, un gallo y algunas semillas, saldría adelante. La vida no era tan complicada como le habían hecho creer en la sociedad de la mentira organizada. Nadie le iba a quitar el derecho de ver atardecer a la sombra de un viejo pino piñonero. Tampoco nadie podía obligarle a trabajar durante ocho horas bajo las frías luces de neón de la oficina, mientras la vida vibraba más allá de las ventanas y la muerte estaba ya a un tiro de piedra.

Sonrió Víctor mientras cerraba la maleta como si fuera un niño a punto de hacer una travesura. ¿Acaso un pobre vendedor ambulante no había conseguido con su inmolación levantar en rebeldía a todos los pueblos árabes contra sus propios tiranos? ¿Acaso era legítimo aceptar que éste o aquel -qué importa quien- intentase destrozar desde la amenaza sus más legítimos sueños?

Una vez cerrada la maleta, bajadas las persianas, apagado el gas y regado las plantas, Víctor llamó al trabajo para decir que no volvía más. Su jefe pensó que el stress le había vuelto loco y le recomendó que descansara en casa un par de días. Pero él volvió a decir que no, que no quería pasar el resto de su vida repasando y corrigiendo aburridos informes que después nadie leía, que se fuera a tomar viento, que él tenía una casita en el monte, minúscula y pintada de verde, donde pensaba que, a pesar de todo, aún podía ser feliz.

Cuando salió con su pequeña maleta de casa y dio la vuelta definitiva a la llave, sintió que había tomado la decisión más acertada de su vida.

domingo, 27 de mayo de 2012

Una casa en la colina





El camino subía serpenteando la suave colina. Había sido trazado muchos años atrás, y en su orilla, de cuando en cuando, se producían pequeños desprendimientos que causaban leves avalanchas de tierra ladera abajo.

Una flora exigua y agotada, pegada a la arcilla rojiza, achicharrada por el sol, se extendía a uno y otro lado del camino, llenando de pequeños puntos verdosos la tierra reseca. Algún algarrobo abandonado recordaba que en aquel lugar, alguna vez, hubo una agricultura cuidada a la que alguien dedicó todo su tiempo.

Hacía demasiado calor para ser un día de mediados de abril. No faltaría ni una hora para el anochecer, y el sol destacaba en el cielo azulón como una mandarina madura. La calma era abrumadora.

Antonio detuvo su caminata para recuperar el aliento. El camino ascendía sin piedad y las piedras sueltas dificultaban más la fatigosa ascensión. Miró hacía atrás y sintió un leve mareo. Había recorrido sólo un par de kilómetros y estaba exhausto, Una vez más se preguntó por qué había dejado aparcado el coche junto a la antigua era y había decidido seguir el camino a pie.

Al final de aquel angosto sendero estaba la casa, una casa de dimensiones desproporcionadas que su abuelo Vicente había hecho construir muchos años atrás, lejos de todo y de todos. El abuelo había muerto hacía unas semanas tras una larga e insoportable enfermedad, y contra todo pronóstico - él no era precisamente el nieto preferido- le había dejado en herencia la vieja casa y las tierras que la rodeaban.

Había sido difícil volver allí, y aunque los recuerdos de su infancia en aquel lugar estaban adormecidos por el tiempo, era consciente de que nada mejor para despertarlos que volver al lugar donde nacieron. Por esa razón, había decidido que la visita sería muy rápida. Un vistazo por las viejas estancias, una mirada para ver cómo estaban los tejados, un breve paseo por el jardín, unas cuantas fotos de todo ello, y de vuelta a casa.

Cuando se encontraba a sólo unos cien metros del caserón, volvió a detenerse. Esta vez no le faltaba el aire, pero quería observar a la suave luz de la puesta de sol, aquella muestra de prepotencia construida sobre un promontorio de rocas para parecer aún más alta, maquillada de cal para brillar en los mediodías más radiantes. No sería complicado venderla. Por caserones mustios como aquel, había gente dispuesta a pagar miles de euros, y él estaba preparado para escuchar y aceptar la mejor de las ofertas.

Prosiguió el camino ya sin esfuerzo, mientras miraba a uno y otro lado y su mente se iba abriendo de par en par, trayéndole al presente voces ya ausentes, perfumes olvidados, sonidos que nunca más había vuelto a escuchar.

Ya faltaba poco, Un par de curvas y entraría por la puerta de madera y hierro forjado que daba a lo que en su día, había sido un tupido jardín de espesos setos donde crecían los lirios azules y las rosas blancas. Ahora, sin embargo, aparecía lleno de hierbas que, abrazadas unas a otras, formaban un remolino impenetrable. Comprobó desde lejos que ya no estaban los dos bancos de obra recubiertos de coloristas azulejos donde, después de cenar, se sentaban a contar interminables historias de familia. Le recorrió un escalofrío por el cuerpo al recordar la foto del tío Mateo, situada a los pies de la escalera principal, con esa mirada fija y ausente que no dejaba ver claramente si en el instante que se la hicieron estaba vivo o muerto.

Por fin había llegado, y la sensación de inquietud que tanto había temido, ahora le dominaba por completo. Tenía prisa, prisa por echar una ojeada y salir lo antes posible de aquel odioso lugar. La casa, a aquella hora incierta del atardecer, aparecía desafiante en su grandeza, insolente en su soledad, digna a pesar de todo, en medio de su abandono.

Antonio sacó la vieja llave de su bolsillo y abrió el candado del portalón. Las hierbas silvestres habían crecido libremente y era imposible adivinar el trazado del estrecho sendero que algún día recorrió el jardín. La naturaleza había ido tomando posesión de cada rincón, de cada glorieta, hasta convertirlo todo en una improvisada selva donde, sin embargo, la armonía era sorprendente. Verdes azulados, marrones pálidos, tonos oliváceos junto a pequeñas flores amarillas. Un jardín espontáneo, alimentado a fuerza de abandono y olvido. Antonio Saltó sobre la maleza dando pequeños brincos como un gazapo asustado, evitando pisar la tapa del aljibe, una construcción esférica y profunda que se había construido muy cerca de la casa para recoger el agua de la lluvia. Poco a poco, los recuerdos iban llegando a bandadas, como los vencejos en los meses de verano, y le golpeaban con la fuerza de una vara de hierro sobre su espalda. Al fin, alcanzó la pequeña escalinata que conducía a una desnuda terraza desde la que se accedía a la casa. Antes de entrar, miró a su alrededor como si presintiera la presencia de todos aquellos que la habían habitado, como si cada risa, cada llanto, cada gesto, se hubiera quedado adherido para siempre al aire recalentado de la tarde.

Cuando abrió la puerta de la casa, un olor a cerrado impregnó sus pituitarias y pasó rápidamente a sus pulmones. Había esperado encontrar un lugar triste y desolado pero no fue así. El sol de la tarde que entraba por el gran ventanal situado sobre la escalera, iluminaba las motas de polvo que flotaban en al aire como pequeñas nubes. Las baldosas del suelo, que antaño fueron de un color rojizo, ahora aparecían blancas comidas por babas de humedad que emergían como minúsculas colinas de salitre. Aún así, y a pesar de que el ambiente no le resultaba tan lúgubre como había supuesto, tenía la extraña sensación de que no estaba solo en aquella casa abandonada. Era como si alguien siguiera sus pasos, a su mismo ritmo, tan pegado a su cuerpo como un halo invisible.

Debía concentrarse y no dejarse llevar por fantasías indeseables, Se apartó el cabello de la frente como queriendo desechar los malos pensamientos, y fue a descorrer las pesadas cortinas de terciopelo para poder abrir las ventanas. Necesitaba que la brisa húmeda que soplaba aquella tarde airease cada rincón de la casa para que la vida volviera a fluir por los oscuros corredores y las habitaciones vacías.

Subió por la escalera forrada de madera, sintiendo como crujían los escalones, en otra época brillantes y barnizados y ahora comidos por termitas voraces que habían hecho de aquellos nobles peldaños su sórdido hogar. La puerta de la que un día fuera su habitación estaba cerrada, pero un leve empujón bastó para que se deslizara sobre el suelo como una grácil bailarina. Todo estaba igual, en una espera contenida e interminable. El viento había abierto allí las contraventanas que ahora golpeaban violentamente unas contra otras. Era, sin duda, el anuncio de la tormenta que las previsiones del tiempo habían anunciado para esa noche. Antonio cerró las ventanas en un intento vano de sentirse protegido y salió de la habitación sin detenerse a mirar nada más. Allí estaba su cama cubierta por una vieja colcha floreada, su deslucida mesa de estudio y una estantería donde aún permanecían algunos libros polvorientos. Una vez en el salón, apiló unos cuantos troncos de leña seca en la chimenea y encendió fuego. Repentinamente, la casa pareció otra.

Sentado frente al fuego que chisporroteaba con entusiasmo, Antonio sintió otra oleada de recuerdos que empujaba su ánimo hacia el pasado. Estaban allí, atrapados entre aquellas cuatro paredes, esperando su llegada durante años, ávidos de saldar cuentas, de obligarle a mirar hacia atrás, allá donde el tiempo era incierto y oscuro. Incluso la incipiente tormenta parecía prevista en aquel guión garabateado por los fantasmas del pasado. Había dejado el coche aparcado al pie de la ladera, a unos cuantos kilómetros cuesta abajo. Y ahora comenzaban a caer las primeras gotas. La noche se había adelantado y el abrazo de la casa se cerraba en torno a él, haciéndole sentir que había caído en una trampa inesperada y cruel.

No podía demorar más el encuentro con su pasado. Se levantó despacio, fue hacia la despensa y una vez allí, encendió la luz del pequeño habitáculo situado en el hueco que había bajo la escalera principal. Apenas quedaban dos botes de porcelana blanca para las legumbres y unos cuantos vasos de vidrio tallado. Sin embargo, en aquel cuartucho invadido por la humedad, se encontró a sí mismo, cuando aún era un niño, arrinconado contra una esquina, con los mocos cayendo sobre sus labios y las mejillas aún enrojecidas por los bofetones. Cerró los ojos y sintió nauseas. Ahora, ya sin compasión, los recuerdos venían en tropel, empujándose unos a otros, buscando un hueco para instalarse en el presente.


Ella estaba enferma, muy enferma, pero el abuelo no había querido mandarla a ningún hospital para dementes, como le había aconsejado don Ramón, el médico del pueblo. Tenía crisis intermitentes, e Igual lloraba que reía, pero sobre todo gritaba, gritaba sin motivo ni razón, y aquella tarde Antonio fue su víctima.

De un certero balonazo, él había roto el valioso jarrón que su abuelo había comprado en un anticuario de Palma de Mallorca durante el viaje de novios. Cuando ella vio el destrozo, enloqueció, perdió por completo los estribos. Le pegó hasta que se quedó sin fuerzas y luego lo arrastró hasta la despensa. Sin mirarle siquiera, lo dejó allí encerrado horas y horas. La reducida estancia no tenía luz por aquel entonces y Antonio- Tonin como le llamaban en su niñez- podía sentir cómo las arañas de patas largas se paseaban por sus pantorrillas haciéndole desagradables cosquillas. Lloró de impotencia hasta que se quedó dormido. Sabía que nadie podía escucharle. El abuelo estaba de visita
en el pueblo, y la cocinera que acudía a la casa diariamente, no había llegado todavía. Pasaron muchas horas hasta que escuchó pasos que se acercaban y la puerta se abrió. Era su madre y en la mano llevaba un mendrugo de pan y una manzana.

- Me voy al pueblo -. le dijo, y después volvió
a cerrar la puerta con pestillo-


 

Antonio cerró los ojos anegados en lágrimas para no recordar más. Salió de la despensa y regresó al calor del fuego. Sudaba a chorros a pesar de que la casa comenzaba a quedarse helada. Afortunadamente, el impertinente sonido del móvil le arrancó de su pesadilla.

- ¿Antonio Martí?

La voz sonaba dulce y aniñada.

- Soy yo.

-Llamo de la inmobiliaria con la usted se puso en contacto para la venta de una casa... No se si me recuerda.

- Claro que la recuerdo. Dígame. Precisamente, estoy en la casa.

- ¡Oh, estupendo! - exclamó la voz cantarina al otro lado del hilo- Sólo le llamo para recordarle que debe hacer usted un buen número de fotos, tanto de la casa como del jardín. Evite sacar paredes con desconchados o rincones deteriorados. Después, ya escogeremos las más idóneas.

- Muy bien. Las haré mañana. Está diluviando y todo se ve ahora muy triste. El jardín no es ni sombra de lo que fue.

- No se preocupe. Usted haga las fotos y ya las vemos.

- De acuerdo.

- Que pase una noche agradable.

El sonrió aunque ella no pudiera verlo.

- No estoy tan seguro.

Su interlocutora rió exageradamente y colgó. Era ya muy tarde. Antonio la imaginó cerrando su carpeta de ventas. cogiendo su bolso y su chaqueta y saliendo a la oscuridad de la calle con la sensación del deber cumplido. Vender una mansión como aquella debía tener sin duda una buena comisión y Antonio tuvo la certeza de que aquella vieja y destartalada casa pronto se convertiría en el sueño de algún ingenuo. La llamada de... ya no recordaba su nombre, cortés y muy profesional, le había devuelto por un instante a la realidad, a la ansiada y monótona tranquilidad del día corriente.

Debía ser práctico. Las fotos las haría al día siguiente, así que buscó su ajada mochila con la mirada y la encontró en un rincón del zaguán. Había traído un par de bocadillos, una caja de galletas y un refresco, por si acaso. Una vez más, Recordó la voz de su maestra de primaria: sed siempre precavidos. Nunca se sabe lo que puede pasar". Aquella sentencia, repetida y escuchada hasta la saciedad en sus años escolares, ahora le parecía un sabio consejo. Con aquel ligero avituallamiento, se instalaría en el salón, junto a la chimenea, y aguantaría el chaparrón. Al fin y la cabo sólo era una noche, una noche de perros pero que, como todas, moriría con el amanecer.

Más animado, salió al jardín para cerrar la puerta principal que había dejado entreabierta. Caminó despacio sobre la hierba húmeda y pasó de nuevo junto al aljibe. Esta vez se quedó paralizado. Volvió a sentir aquella angustia repentina y el sudor helado por toda su frente. Aún podía escuchar sus gritos desesperados, gritos que pedían ayuda en una noche tan parecida a aquella. Había sido después de otra de sus trastadas, no recordaba ya cual.


Estaban por aquel entonces construyendo el aljibe y había un enorme socavón en medio de la glorieta. Su madre le había dado el primer tirón de pelo en la cocina y él había salido corriendo al jardín como alma que lleva el diablo. Y sin duda el diablo no debía andar muy lejos. Corría tanto que le lloraban los ojos y ni miraba por donde iba en su loca carrera. No quería volver a la despensa, y sólo sentía que ella corría detrás de él con los nervios perdidos y la cabeza enloquecida. Fue entonces cuando escuchó un ruido sordo y luego un gemido de dolor. Había una niebla baja y pegajosa y al girarse, no vio a nadie. Sólo sintió pánico, un pánico indescriptible que le obligó a seguir corriendo. Entró en la casa, subió al desván, y se escondió llorando tras un viejo arcón de madera. Así pasó mucho tiempo, o quizás sólo minutos, mientras cálidos lagrimones se deslizaban por sus mejillas hasta encontrar la tierna curva de su cuello.


Antonio se frotó la frente con fuerza como si quisiera arrancar de cuajo aquellos amargos recuerdos. Volvió a la casa metiéndose en todos los charcos que encontraba a su paso, evitando de cualquier forma acercarse a aquella construcción odiosa que ahora aparecía casi oculta entre la maleza. Entró precipitadamente en la casa y cerró de un portazo. Le faltaba el aire, más por la ansiedad que por la carrera. Fue hasta el salón donde había dejado el fuego encendido y se sentó frente a él. Debía controlar la respiración y evitar de cualquier forma el pánico. Debía pensar en positivo, buscar recuerdos amables que acariciasen su alma y relajasen su espíritu, pero no podía Si realmente era cierto que los fantasmas existían, debían estar allí, junto a él, susurrándole al oído lo que no quería escuchar.


Su abuelo lo encontró dormido en el desván. Temblaba de frío y de miedo. Lo arropó con una manta mientras le comunicaba que su madre se había caído en el aljibe y había estado inconsciente durante muchas horas. El no dijo nada. Las palabras no salían de su boca. Era como si se hubiese quedado mudo y, además, tenía hambre y miedo
. Su madre cogió una neumonía que no pudo superar. Las horas transcurridas en aquella húmeda sima le habían pasado una factura mortal. Un mes después del suceso, ella murió. A él nadie le dijo nada. Nadie quería saber qué hacía ella corriendo por el jardín. Nadie le preguntó qué hacía él escondido en el desván. Sólo su abuelo le dio un abrazo capaz de romperle todas las costillas.


- ¡Fuera, fuera fantasmas de mierda!- gritó Antonio en voz alta como si estuviera siendo atacado por un enjambre de abejas-. ¡Yo no hice nada! ¡no hice nada! Sólo era un niño asustado.


Las tímidas lágrimas que habían comenzado a brotar de sus ojos como perlas sucias, se convirtieron en un sollozo profundo, prolongado, silenciado durante años. Sus gritos desencajados habían roto un silencio pactado consigo mismo, y ahora parecía que la casa cobraba vida, que cada madera, cada puerta, cada cortina, era un reproche, una mirada pérfida, una sutil amenaza. De repente, en el primer piso se abrieron las contraventanas y el aire de la tormenta entró arrastrándolo todo a su paso. Miró a su alrededor con tristeza. Nadie podía ser feliz en aquella casa impregnada de miedo y dolor. Estaba convencido. El fuego crepitaba frente a él. Y le hablaba. Igual que le hablaban las puertas, las paredes, los pasillos. Sin saber cómo, llevó la vieja alfombra de lana hasta la chimenea. La mas leve chispa podía encenderla. La acercó aun más hasta que prendió por uno de sus extremos. Después, se levantó despacio, cogió su mochila y salió del salón cerrando la puerta tras de sí. Salió al jardín sumido en la oscuridad. Pero cuando atravesó la verja, el resplandor de las llamas ya podía verse tras las ventanas. Antonio suspiró y aceleró el paso en dirección a su coche. Al cabo de unas horas todo habría acabado.