miércoles, 30 de noviembre de 2011

El secreto de Maurice.Cap.III

Ana se fue más contenta que unas pascuas hacia la estación del suburbano, y yo volví a mi rutinario trabajo, aunque éste que tenía entre manos no lo era tanto y le daba ciertas alas a mi precaria creatividad. Se trataba de un encargo delicado y comprometido. La condesa de Nova-Garrigues, perteneciente a la pequeña nobleza valenciana, había solicitado un álbum de fotos de características muy especiales. Lo quería forrado con tapas de piel de antílope tintadas de púrpura, y adornado con minúsculas incrustaciones de cristales de Swarovski. Por lo visto, en aquellas páginas de suave color vainilla ribeteadas con un filo dorado, pensaba reunir las mejores fotos de sus antepasados, un elenco de damas y caballeros de rancia estirpe, la mayor parte de los cuales dormía ya el sueño de los justos. El álbum estaba cosido a mano y el cierre consistía en un murciélago de plata realizado en exclusiva por Peris Roca, uno de los mejores orfebres valencianos. Me estaba dejando los ojos en aquella ardua tarea, pero si me salía bien y la clienta quedaba satisfecha, era seguro que me ascenderían o, al menos, añadirían a mi modesta nómina un plus de productividad que haría crecer mi salario unos cuantos euros.

Estaba tan concentrada en mi trabajo que tardé tiempo en darme cuenta de que algo pasaba. Alertada por un alboroto poco habitual, alcé la cabeza hacia la garita de Susi. Todos los días, desde primeras horas, solía ponerse la radio para escucharla mientras ponía en orden sus papeles, pero aquella calurosa mañana de principios de julio se estaba pasando lo que se dice dos pueblos. La voz alterada del locutor se extendía por toda la nave como una niebla ruidosa y exasperante. Si al menos se le ocurriera poner algo ameno como los cuarenta principales, pero aquel parloteo continuo y excitado me estaba atacando los nervios. Muy a mi pesar, escuché:

"Por ahora, hay una absoluta confusión sobre las causas de este accidente. Coches de policía, bomberos y numerosas ambulancias se están dirigiendo al lugar donde se ha producido..."

El volumen de la radio bajó repentinamente. Susi se asomó a una especie de balconcillo que tenía la garita y llamó a voz en grito:

- ¡Enrique, sube un momento!

Enrique era el responsable del área comercial, un muchacho físicamente muy agraciado y que, además, sabía mantener una excelente relación con los clientes. En aquel momento hablaba con una operaria, muy cerca de la mesa que hasta unas horas antes había ocupado Ana. Mientras observaba cómo Enrique subía a toda prisa al despacho de Susi, seguí peleando con las malditas estrellas de cristal, tan pequeñas que se me escurrían entre los dedos como gotas de agua. La radio había subido de volumen, así que seguí escuchando.

"...El accidente se ha producido pocos minutos antes de que el convoy llegara a la estación de Jesús, en el barrio de Patraix. Todavía no se conocen las cifras de víctimas, aunque fuentes del Gobierno Civil han afirmado que, según los primeros datos, hay un gran número de personas afectadas, entre
muertos y heridos”.

Desconecté. Un horrible accidente había tenido lugar, y no quería saber más. Desde la trágica muerte de Pedro en la carretera, no podía escuchar ninguna noticia que tuviera relación con sucesos desagradables. Inmediatamente, se me ponía un nudo en el estómago que parecía extenderse como un ácido amargo y caliente hacia la garganta. Si las luctuosas noticias me sorprendían comiendo, tenía que levantarme corriendo de la mesa antes de llegar a tiempo de contemplar las horribles imágenes de coches destrozados, cuerpos inertes sobre el asfalto o trenes descarrillados junto a una pradera. Nunca había podido entender - y sigo sin comprenderlo- la razón por la que en la televisión, hacen coincidir la hora del aperitivo con la de las vísceras desparramadas en cualquier recodo del país. Y que me perdonen por estos egoístas pensamientos los que sufrieron tamañas desgracias.

De nuevo, el sonido de la radio se impuso sobre el silencio que reinaba en la sala de trabajo. No me quedaba más remedio que escuchar.

"Se da la circunstancia de que dentro de cuatro días, su Santidad el Papa Benedicto XVI visitará Valencia con motivo del Encuentro con las familias cristianas. Esto hace que las medidas de seguridad en la ciudad estén fuertemente reforzadas. En principio, se ha descartado la hipótesis de que se trate de un atentado terrorista.

Pensé en aquella pobre gente que de un instante a otro habían perdido lo mejor que tenían, su propia vida. Un trayecto rutinario que había acabado en la muerte, una muerte traumática y feroz en la que no había cabida para un adiós o para una caricia. Nunca había sido muy religiosa, pero en aquel momento sentí la necesidad imperiosa de rezar un Ave María en voz muy baja.

A las dos de la tarde, minuto arriba, minuto abajo, salí de la fábrica. Una hora antes, Enrique y Susi habían abandonado la empresa muy deprisa y sin dar explicaciones a nadie. Hoy tendría que comer sola porque Ana no había vuelto. Seguramente, había acabado las gestiones demasiado tarde y había vuelto directamente a su casa, aunque con el desbarajuste que había causado en la ciudad el accidente, igual las líneas estaban cortadas y aún estaba en Torrent atrapada como un hamster en su bola. La llamaría para estar más tranquila. Saqué el móvil de mi bolso, busqué su nombre en la agenda y lo dejé sonar. Pero el aparato sólo me devolvió un silencio largo y ni siquiera saltó el contestador. Resignada, entré en el bar. El menú del día no estaba mal, arroz al horno y calamares a la romana. Aunque lo único que necesitaba en aquellos momentos era una cerveza bien fría para poder hacer frente a aquel bochornoso mediodía.

Nada más entrar, noté más revuelo de lo que era habitual. Los trabajadores que diariamente comían allí al mediodía y que solían sentarse para degustar una refrescante sangría, estaban todos de pie, arremolinados junto al televisor. Oí cómo alguien exclamaba "Dios mío, qué desastre". El camarero estaba pálido y sudoroso.
- ¿Te has enterado? - me dijo-
- ¿De qué? ¿del accidente? Algo he oído por la radio, pero no sé muy bien qué ha pasado.
- El Metro ha descarrilado en la estación de Jesús. No te puedes imaginar... Una carnicería.
-¡Dios mío!- exclamé- ¿Pero hay muertos? ¿Tan grave ha sido?
- Y tanto, más de cuarenta, y heridos ni se sabe. Una tragedia, lo que se dice una tragedia.

Hay preguntas que nunca deberían hacerse.
- Dime Dani, ¿ Sabes adónde se dirigía el convoy?
- A Torrent, pero ya ves, han acabado en el mismísimo infierno.

Tuve un espantoso presentimiento, una corazonada que me traspasó el pecho impidiéndome respirar. No quería pensar en nada, pero mi cerebro iba por su cuenta y riesgo. Imaginé todos aquellos cuerpos destrozados entre un amasijo de hierros. Creí escuchar los gritos de dolor. Sentí vértigo, angustia, terror. Cogí de nuevo el móvil y llamé a Ana, pero nada, el mismo silencio como respuesta. Rechacé la cerveza helada que Dani había puesto frente a mí. No podía soportar más la incertidumbre. A pesar del calor, sentía mis mejillas frías y tensas. Fue en ese momento cuando noté que una mano se posaba con delicadeza sobre mi hombro. Era Susi, la encargada.

- No la llames, Asun. No te va a contestar.

La miré directamente a sus oscuros ojos y vi lágrimas rodar por las mejillas de aquella mujer a la que nunca había visto conmoverse por nada. Cogí mi bolso, salí del bar tropezando con todo el mundo y me fui directamente a mi casa en el autobús de línea. Aquella tarde no pensaba volver. Y si querían descontarme las horas, me importaba ya bien poco.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El secreto de Maurice Cap.II

 

Llevaba ya tres años trabajando en aquella empresa situada en el cercano poligono industrial Fuente del jarro. Desde que me casé me había quedado en casa ocupándome de mis tareas, aunque lo cierto es que había estudiado para poder trabajar. Pedro, mi marido, colaboraba a jornada completa en una consultoría y ganaba un buen sueldo. Sin embargo, un día de junio de 2002 mi tranquila vida se vino abajo y las circunstancias cambiaron de repente. Pedro volvía de Castellón, de visitar una empresa azulejera que pasaba por un mal trance económico. Hacía una noche infernal y llovía torrencialmente. Su coche patinó en una mancha de aceite que había sobre el asfalto, y la escasa visibilidad debida a la lluvia, había hecho el resto. Según el informe de la guardia civil de tráfico, el vehículo se había estampado contra la mediana. Por lo visto, la velocidad también era excesiva y el cinturon de seguridad no pudo hacer nada por salvarle la vida; el SAMU tampoco. Esa misma noche el médico forense me comunicó que la muerte se había producido en el acto, lo cual en ese momento me liberó ligeramente de mi intenso dolor.
Al cabo de unos meses del accidente, cuando la vida cotidiana volvía a poner cada cosa en su sitio, me dí cuenta una vez más de que la realidad siempre acaba imponiéndose a cualquier dolor por lacerante que éste sea. Y la realidad me hizo ver que la pensión de viudedad que me habían concedido era tan miserable que apenas me permitía llegar a fin de mes con un poco de dignidad; y lo segundo, que mi nuevo estado me había llevado a una situación de aislamiento social difícil de sobrellevar. Fue entonces cuando, en un encuentro casual con una vieja amiga, me enteré de que había una vacante en una empresa relacionada con material fotográfico. En principio, se trataba de una suplencia por enfermedad, pero pensé que no perdía nada por probar. A pesar de que había estudiado secretariado de dirección en una refinada academia para señoritas, y escribía y hablaba inglés correctamente, los tiempos no estaban para ser tiquismiquis. Me presenté a la entrevista de trabajo una lluviosa mañana de noviembre y dos días despúes comencé mi vida laboral.
Y como si nada, habían pasado ya tres años. Tres años, día tras día, en aquella sala profusamente iluminada con enormes y fríos tubos de neón. Tres años en los que me había ido acostumbrando a una rutina sin sobresaltos, a unas voces nuevas, a unos rostros que antes desconocía y ahora eran casi de la familia Al principio, el hecho de madrugar me había costado un gran esfuerzo, pero a la larga me dí cuenta de que era agradable salir a la calle cuando aún la ciudad dormía y las luces anaranjadas de las farolas seguían encendidas.

Una bolita de papel aterrizando sobre mi sien derecha me sacó violentamente de mis ensoñaciones. Otra vez Ana hacía toda clase de gestos con sus manos desde el otro lado de la sala. Ví que me señalaba la puerta de los los servicios y entendí que por fin iba a contarme algo. Dejé los útiles de trabajo sobre la mesa y fuí en la dirección indicada.
- No podía más- me dijo Ana al verme entrar-
- ¿Te meabas encima?
-No, tonta. Ya te he dicho que tenía algo que contarte.
- ¿No puedes esperar al mediodía? Date prisa antes de que Susi se de cuenta de que no estamos en nuestras mesas y venga a buscarnos. Ya sabes como se pòne esa bruja.
Ana tomó aire como un pavo real a punto de extender su hermosa cola. Apoyó ambas manos en la cadera y sonrió de forma extraña.
- ¡Me voy a Paris!- exclamó alzando la voz como una soprano-
Era más de lo que yo esperaba.
- ¿De vacaciones?
-Qué va. Me voy a trabajar. Estoy harta de estar aquí. No soporto más esta rutina. Todos nuestros días son iguales. Creo que espero algo más de la vida y… ya ves.
Estaba desconcertada. Esperaba, como había sucedido en otras ocasiones, que la novedad fuera que había comprado una chaqueta de Adolfo Dominguez en el mercadillo de los jueves o que se había encontrado con un antiguo amor mientras paseaba por el río.
- Pero ¿qué vas a hacer allí?
- Ya te lo he dicho, trabajar. Lo tengo todo planeado. No te pienses que ha sido un ímpetu, un pronto de esos que me da a mí de vez en cuando. Voy a cuidar a la niña de mi primo, una beba preciosa de año y medio.
No puedo negar que allá, en lo más hondo, junto a la sorpresa inicial, sentí una punzada de tristeza.
-¿Por qué no me lo has dicho antes?- protesté enfurruñada-
- Quería tenerlo claro. Ya sabes que yo a veces hago castillos en el aire…,
-¿ Cuando te vas?
-Dentro de cuatro días.
-Pero si eso ya está ahí.
- Ya ves.
Sería duro seguir viniendo cada día a la fábrica sin la compañía de la pequeña Ana, sin sus divertidas historias cotidianas, sin su sonrisa a toda hora, un tanto infantil, pero tremendamente sincera.
- Y los padres de la niña ¿qué hacen?
Lo quería saber todo, hasta el mínimo detalle, no fuera que aquella inconsciente se metiera en algún terrible asunto de trata de blancas o sucios negocios similares.
- Casi ni la ven. Mi primo trabaja en la Universidad, es palon.. paleon… bueno de esos que buscan ruinas y huesos. Y la madre creo que da charlas o algo así y se pasa el tiempo de aquí para allá. Así que ya ves. Pasearé con la nana junto al Sena, me tomaré un cafetito en el barrio latino y, más pronto o más tarde conoceré a un hombre moreno y alto que se enamorará de mí como un loco y me dará apasionados besos bajo la torre ifiel.
No quise corregirla. Estaba tan emocionada que se había imaginado hasta un presunto romance. Niñera en Paris. Una vida nueva, un horizonte distinto, otro idioma del que seguro no tenía ni puta idea. Otro perfume en las calles. Colores diversos y novedosos por todas partes. Y Ana y su niña paseando junto al Sena acompañada de un joven de profundos ojos negros y dulce acento francés.
Fue entonces cuando me dí cuenta de que junto a Ana había una enorme bolsa de plástico.
- ¿Y qué llevas ahí?
- Un regalo para Alice, Alice es la niña ¿sabes?
Y como si fuera un mago sacando un conejo de un sombrero de copa, Ana extrajo de la bolsa un gran oso blanco de peluche, un oso cabezón con babero de cuadros azules y blancos y un gran lazo rojo en el cuello.
¿A que es una monada?- me preguntó mientras sostenía al oso de ambas orejas-
Sin duda, era una pregunta retórica.
- Precioso, pero Igual es más grande que ella- dije riendo-
-Pues no sabes lo mejor, habla.
- ¿El oso?
Afirmó con la cabeza mientras manipulaba el enorme peluche.
- Apretando este botón verde, puedes grabar lo que quieras, hasta un cuento larguísimo. Después, le das a este botón rojo que tiene en la mano y lo repite todo. Es un oso memorión.
- No jodas.
- Ya verás.
Su entusiasmo desmedido hizo que el oso casi rodara por el suelo. Ana apretó la mano derecha del enorme peluche y por todo el recinto se pudo escuchar una melodía dulzona y mecánica.
Esta niña tan feliz
que dice llamarse Alice
es mi niña de Paris,
y si abrazas a este oso
nunca se pondrá celoso.
- ¿A qué es una cación muy dulce? ¿te lo puedes creer? La he compuesto yo -afirmó orgullosa-
Confieso que no sabía si reir a carcajadas o llorar. La emoción incontenible de Ana era tan contagiosa como la gripe española del 19 ¿Cómo no sentir ternura hacia aquel tremendo oso parlanchín y, por otra parte, pésimo poeta.
- Es una melodía muy bonita – mentí de buena gana- ¡y rima!
De pronto ví que en su rostro se dibujaba una sonrisa aún mayor.
-¡Vente! -propuso de repente- Vente conmigo. Seguro que allí encontrarás un buen trabajo. Tu tienes cultura y además sabes frances ¿no?
- Inglés- repuse- Del frances sólo manejo unas cuantas palabras.
Pues con eso te vale. Yo no sé ni una, bueno si, bonjur o algo así, que significa buenos días. Vente conmigo. Piensa…
No pudo terminar ni la palabra. La puerta del baño se abrió de golpe y en el marco apareció Susi con los brazos cruzados bajo sus enormes tetas. Su gesto no presagiaba nada bueno.
- Ana- dijo en un tono que no admitía réplica- ven un momento a mi despacho.
- Ya la hemos jodido – me dijo en un susurro antes de salir-
Ana se fue tras Susi como un cordero a punto de ser degollado. De todas formas-pensé- no podía perderse nada, puesto que Ana estaba a punto de dejar la empresa para siempre. Sin quererlo me estremecí. Desde que había cumplido los cuarenta y tantos años, habían dejado de gustarme los cambios inesperados y las sorpresas. Había llegado a la conclusión de que nada mejor que una tranquila y controlada rutina que no alterase los latidos del corazón. Nada más quedarme sola, me lavé las manos cuidadosamente como si quisiera aclararme de paso las mil sensaciones que bullían por mi cabeza, y abandoné el servicio en dirección a mi puesto de trabajo. Poco después, ví como Ana salía por la puerta del despacho de Susi con una carpeta entre las manos. Sonreía , como siempre. Bajó las escaleras dando pequeños saltitos y vino directamente hacia mí.
- Me voy a Torrent, a llevar unos albaranes que no admiten espera. Creía que me iba a dar el broncazo.
- Pero esa tarea no la hace siempre Chema, el auxiliar?
- Sí, pero está enfermo, así que me han elegido a mí para el escaqueo del día. ¿Comemos en el bar de Dani?
- Como siempre- contesté intentando que la emoción no me traicionara-
Dudó durante un instante.
-Bueno, si acabo muy tarde, me iré directamente a mi casa. Tengo que empezar a hacer el equipaje. Piénsate lo de Paris, por fa.
Ana salíó corriendo entre las mesas como una mariposa sobre las flores nuevas de primavera. Mientras volvía a mi faena no pude dejar de pensar. Vivir en paris, pasear junto al Sena, visitar los museos y mercadillos, buscar un nuevo trabajo, conocer, quizás, a un hombre que le diera un nuevo aire a mi aburrida vida. No quería ni pensarlo. Que Ana estuviera como una regadera no significaba que yo tuviera que seguirle la corriente ¿O si?