jueves, 20 de octubre de 2011

Puerta 23

 

La misma pregunta. Otra vez. Y de nuevo iba a dar la misma respuesta. No me iban a creer. Era una historia tantas veces repetida que no la creía ni yo misma.
Aquella joven mujer me observaba desde el otro lado de la mesa. Llevaba una blusa blanca, impecable, con un cuello a lo mao bordado con diminutas flores igualmente blancas. Su cabello, recogido en una airosa coleta, era de color cobre, y su piel era blanca como el folio que tenía entre las manos. Sonreía como sólo las personas que están muy satisfechas de sí mismas pueden hacerlo. Sus uñas lucían perfectas, y una finísima pulsera de oro asomaba por una de las mangas. Resaltada por una suave sombra gris, su mirada era todo un interrogante.
-¿Qué cómo acabé en la calle?- dije en un susurro- Si le cuento, no me va a creer.
- Veámos -contestó resuelta-
Comencé. De nuevo la misma historia tantas veces contada.
- Volvía a casa después de una larga jornada de trabajo. Recuerdo que las aceras estaban mojadas de tanta humedad que habia en el aire. La gente andaba deprisa haciendo las últimas compras de Navidad
Apenas había comenzado a hablar y ya sentí que la mirada de aquella mujer delataba una pizca de impaciencia.
- Llegué a mi portal sobre las nueve de la noche- continué- abrí la puerta y esperé el ascensor.
La joven mujer de cuello almidonado había comenzado a golpear la mesa con la yema de los dedos, rítmicamente. La amable sonrisa había desaparecido de su rostro.
-Subí al séptimo, mi piso. Estaba muy cansada. Sólo deseaba llegar de una vez a casa, quitarme los zapatos y tumbarme en el sofá. Introduje la llave en la cerradura, pero no entró -tomé aire- Pensé que me había equivocado de llave, así que miré el resto de las que había en el llavero.No me había equivocado. Aquella era la llave de la puerta y, sin embargo, no abría. Entonces pensé que me había confundido de piso. A veces pasa…
La mujer de la blusa blanca apretaba ahora los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Mala señal.
- ¿Y dónde estaba su puerta?- preguntó fingiendo una comprensión infinita-
-No estaba. Ese fue el problema. La busqué por toda la escalera. Subí y bajé a pie, llorando, mirando los números de cada puerta. El mío había desaparecido.
La mujer respìró hondo y me miró fijamente, como si quisiera desafiarme a un duelo.
- ¿Ha sufridfo usted algún tipo de agresión, de pérdida relevante, algo que realmente quiera olvidar?
“Otra listilla- pensé- si es que no se enteran!
-¡Perdí mi puerta!- dije alzando la voz- ¿le parece poco?
-Sinceramente, Angela – respondió diciendo por vez primera mi nombre- me parece imposible. Lo que usted me cuenta me hace pensar que, por alguna razón, no quería volver a casa aquella noche.
- ¿Por qué no tendría que querer volver a casa? Vivo sola, nadie me espera…
- A lo mejor, por eso.
-¿Por qué? – aquella joven estúpida de uñas perfectas me estaba sacando de mis casillas.
-Porque usted no tenía ninguna razón para volver a casa, para tener el ánimo de abrir la puerta.
Sin duda, el aire andaba por algún lugar que no era el suyo porque sentí que me ahogaba en aquel pequeño e impersonal despacho pintado de azul.
-Yo también he leído a Freud- dije- en el Instituto, y sé que ahora me dirá que tengo un transtorno sexual, o que el color de la puerta me recordaba la tez cetrina de mi padre que, por supuesto, me maltrataba.
Un destello de emoción invadió su mirada sombreada.
- ¿La maltrataba?
- ¡En absoluto! -grité- Me llevaba los domingos al parque y me subía en los columpios. me compraba helados y me contaba historias antes de dormir.
- Entonces debo pensar que…
Estaba hasta las narices.
-Piense lo que le de la gana. Le digo que no encontré mi puerta y que aquella noche tuve que dormir en la calle. Hacía mucho frío y me metí en la antesala de un banco. Allí pasé la noche. Y la siguiente. Y muchas otras.
Ella también estaba hasta las narices.
- ¿Y el trabajo?
- No volví. ¿Cómo iba a presentarme hecha unos zorros, sin cambiarme de ropa, sin ducharme, y para colmo, diciendo que no había encontrado mi casa. Iban a creer que me había vuelto loca.
- Usted misma lo ha dicho. Discúlpeme un momento.
En aquella mañana de invierno híumeda y grís, la refinada mujer de aspecto impecable se había topado con un problema -yo misma- y por lo poco que había escuchado, presentía que no era del tipo de personas que aguantaba mucho tiempo un problema sobre sus espaldas. Se levantó lentamente como si temiera chocar con el techo, y pasó al despacho continuo, tan pequeño e impersonal como el suyo. A través de la puerta entreabierta pude escuchar la conversación.
-Si…,mujer de mediana edad. ¿teneís plazas?
Un largo silencio.
- Creo que padece un trastorno psiquiátrico. Ya te contaré. ¿Venís a por ella?. Eso es perfecto. Te debo una.
No escuche más. Por el estrecho pasillo que daba a la calle volaba más que corría. El aire frío me dió en la cara y me obligó a respirar profundamente. Venía el 16, el autobús que llevaba a la estación del Norte. No era mala idea. Cogería un tren. En algún otro lugar encontraría una casa y, por supuesto, una puerta.

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