Cuando se escucharon las llaves en la puerta de la casa, mis gatos salieron corriendo hacia ella.
La que llegaba era mi hija, que venía con una carta en la mano
— ¿Otro recibo? —pregunté.
—No, mamá. Parece ser una invitación para ir a otra feria
—¿Otra feria? Dios me libre. Después de la feria del gurumelo, con todo el lío del calabozo, la mesalina, el tropezón, los toros y el narcotraficante, estoy un poco ya saturada . Creo que necesito un respiro.
—Pues esta te va a encantar, mamá
—A ver, dime ¿de qué va?
—De chocolate
—¿Qué me estás diciendo? ¿En serio que hay toda una feria dedicada al chocolate? ¿Dónde se les ha ocurrido tamaña tentación ?
—En Torrent .
—Bueno, y encima está cerca. No estaría mal acudir a esa feria del chocolate. Igual no vendo ni un libro, pero vuelvo con un empacho de acudir a urgencias. Llevo ocho meses sin probar el chocolate por culpa de la maldita vesícula. Voy a vengarme.
—Pero mamá ¿Tú sabes algo de la historia del chocolate, de las clases que hay, de sus orígenes, de sus tradiciones? Tendrías que investigar un poco
—¿Y que tengo que saber del chocolate? que se hace con el cacao, que lo trajeron de América, que está muy bueno, que levanta el ánimo, que sube el azúcar, que te pone como una ballena. ¿Qué más debo saber del chocolate?
--Pues que hay muchas variedades, qué porcentaje de cacao llevan, si es mejor el blanco o el negro Deberías…
—Debería ir. No me cuentes historias chocolateras. Sabes que lo único que pretendo es vender mi libro. Si tengo que decir alguna tontería con respecto al chocolate, la diré. Ya conoces mi capacidad de improvisación.
—La conozco.
—Por eso mismo no hay ningún problema. Cojo el metro en la estación de Turia y así no me lío con los transbordos. Me llevo seis o siete libros, me planto en la feria, me inflo a chocolate, y si vendo algún libro bien y si no, no pasa nada.
Y llegó el día, un día de febrero más bien caluroso y ventoso. Este año el invierno se ha rendido y nos ha dejado en manos de los anticiclones. Aún así, me puse mi chaquetita de lana, mis mocasines de medio tacón y me fui a la feria cargada con mis libros y con mis ya cansadas ilusiones. Nada más llegar, comprobé que el ambiente era estupendo. Había muchos stands, diferentes y reconocidas marcas, algunas de chocolate artesanal, y un reguero de gente ávida de probarlo todo.
Después de curiosear un poco, me detuve en el primer stand, donde una amable señorita me ofreció probar una tableta de chocolate a las finas hierbas con arándanos o fresas o algunos frutos rojos de origen desconocido. Un regalo para el paladar. Compré una tableta y seguí paseando. Estaba ya llegando al segundo stand, cuando se me acercó una persona por detrás y me tocó en el hombro .
—¿Le gusta el chocolate?—me preguntó .
Me volví en redondo. Aquel hombre tenía una voz un poco cantarina. No podía creerlo. Me encontré cara a cara con Napoleón, sí estáis leyendo bien, con Napoleón Bonaparte.
me pegué un susto de muerte
—Usted se parece a…
—Napoleón, emperador de Francia. ¿Y se preguntará qué hago aquí?
No sólo me estaba preguntando eso.
—Pues ya que lo dice…
—El chocolate es una delicia exquisita, señora. y no pueden hacer una feria dedicada al chocolate sin invitarme a mí.
—¿Por alguna razón en especial?— me atreví a preguntar.
Su rostro se endureció.
—¿Es que acaso usted no lee libros de historia ?
—Alguno ha caído en mis manos, pero no cuentan precisamente esas intimidades. Más bien se refieren a las batallas, a los muertos, invasiones, ya sabe, el dos de mayo y todas esas cosas desagradables que traen las guerras. Además, yo pensaba que lo que más le gustaba a su... —dude— excelencia, era beber…
—Ese era mi hermano José, siempre dándole al trinqui. ¿Y de mi adicción al chocolate no dicen nada los libros de historia?
—Nada. Es la primera vez que lo oigo.
—Pues ya ve, señora, yo preparaba la estrategia de mis batallas encerrado en mi gabinete y tomándome un buen chocolate caliente.
Alucinada estaba.
—Vaya lo que una aprende en las ferias
—Y no se crea que soy el único personaje famoso al que le gusta el chocolate.
—A mí también me gusta —afirmé con arrogancia.
—Pero usted no es famosa
Recordé mi atolondrado paso por tantas ferias..
—Voy camino de serlo. tiempo al tiempo. .
—Pues mire por ahí viene otra persona a la que también le encantaba el chocolate, la misma María Antonieta, reina de Francia,
Me giré. Era cierto. Se acercaba una bella dama con el cuello un poco torcido.
—A ver, señor o emperador Napoleón, que yo sepa a esa señora le cortaron la cabeza. Espero que no fuera por comer chocolate.
—Sin duda no fue esa la causa, pero hasta tal punto le gustaba esta ambrosía que realmente podría haber una marca hoy en día que se llamara chocolates María Antonieta, perderás la cabeza cuando lo pruebes
“Qué bruto”—pensé—, pero yo no me iba a quedar atrás.
—Se me ocurre otro, chocolates que te cortaran la respiración.
—Ese lema es tan sádico como el mío, señora. Debo dejarla. Me han ofrecido probar chocolate con gurumelos. ¿Quiere acompañarme?
Negué con la cabeza mientras hacía una torpe reverencia. No quería saber nada de los gurumelos. Ante mi negativa, Napoleón se fue a probar chocolate con hongos y yo me quedé esperando a María Antonieta.
La reina llegó caminando como un pavo real, altiva, enfundada en un hermoso vestido de seda y encaje.
—Majestad María Antonieta —le dije—, un placer encontrarla en esta feria
—El placer es mío contestó con voz susurrante—. ¿Ya le han contado que soy una gran amante del chocolate?
—Pues tiene buen gusto, todo hay que decirlo. Yo también, pero yo no soy en ningún caso una reina degollada
—No me traiga ingratos recuerdos, amiga mía. La vida no me trató bien. Mejor hablemos de chocolate, una de mis pasiones..
Yo sabía que tenía otras pasiones más nórdicas. ¿Quizás un atractivo conde sueco?
—Voy a seguir probando chocolates. Si desea acompañarme…
Volví a negar con la cabeza, y mientras ella se alejaba contoneándose entre la gente que parecía no verla, yo empezaba a pensar si aquello era la feria del chocolate, una fiesta de disfraces o un pabellón del hospital psiquiátrico. no lo tenía yo nada claro cuando vi que se acercaba un hombre muy elegante, de buena planta, con mirada interrogante. Supuse que la palidez de mi rostro, después de haberme encontrado con dos personajes tan importantes de la historia, debía ser dramática.
—¿Se encuentra bien señora? la veo extremadamente pálida.
—No se apure —le dije—, lo cierto es que después de hablar un rato con Napoleón Bonaparte y María Antonieta, me siento un poco rara, confusa diría yo
el hombre me miró un poco alarmado
—¿Quiere que llamemos a alguien de su familia?
—No, por Dios, a qué santo. Yo he venido aquí a vender mi libro y por ahora no me he estrenado. Los señores históricos que me han salido al paso no han tenido a bien comprarlo.
Lo cierto es que, con tanta sorpresa, ni se lo había ofrecido.
—De todas formas —me dijo el hombre—, si usted se encuentra indispuesta o si tiene algún problema, no dude en llamarme. He sido siempre un caballero y lo seguiré siendo a lo largo de la historia
—Muchísimas gracias —le susurré con una sonrisa de oreja a oreja—. Es usted realmente muy amable. Si sigo viendo esta serie de fantas… personas extrañas, no dudaré en llamarle. ¿Por quién debo preguntar?
El hombre se volvió muy despacio. Tenía los ojos almendrados y unos labios muy finos Me miró.
—Pregunte usted por Óscar Wilde. Siempre a su servicio
Fue en ese momento cuando pensé que alguno de los chocolates que había probado me estaba sentando mal. Quién sabe si junto a los arándanos le habían mezclado alguna hierbecilla extraña de esas que hacen ver cosas que no existen. Así que, antes de caer redonda y montar de nuevo un espectáculo, salí por la puerta con todos mis libros. En el vestíbulo me topé con una especie de guardia de seguridad, bastante extraño. Llevaba el pelo y la barba muy largos y vestía una especie de armadura con un casco que cubría su cabeza.
—¿Ya se va, señora?
—Si, —repuse—. Algo debe haberme sentado mal y tengo… ligeras alucinaciones.
—No se preocupe y discúlpeme.
—¿A usted?, ¿por qué?
—Porque yo traje el cacao de América y ya ve usted la que armé.
Estaba a punto de desmayarme.
—¿Con quien tengo el placer de hablar?
—Con Hernán Cortés, a su servicio. ¿Quiere que mis hombres la custodien hasta su casa?
—No hará falta. Muchas gracias.
Cogí el metro al vuelo. En el vagón viajaban un grupo de adolescentes que no paraba de chillar, un hombre que vendía pañuelos de papel, un niño enrabietado que rodaba por el suelo, y cuatro o cinco miembros de una banda que irían a partirse la cara con otra banda en algún barrio periférico.
Qué alivio. Gente normal.